Catástrofes, bulos y matanzas
Las inundaciones de Valencia han puesto de manifiesto la maligna tendencia a inventar bulos en casos de catástrofes, que siempre las empeoran
«¡No os creáis nada, hay mucha intoxicación!», les repetía el rey Felipe a unos muchachos de Paiporta con cara de desesperados. Una imagen nunca antes vista, un rey manchado de barro, rotas todas las medidas de seguridad, intentando calmar de forma individual y directa a las indignadas víctimas. Y es que para el momento en que el jefe del Estado y el del Gobierno fueron a consolar a los damnificados, los bulos inventados por las redes sociales y aun por algunos medios de comunicación, habían envenenado a la gente.
Los bulos, las mentiras malintencionadas, inventadas para perjudicar, son casi tan antiguos como el lenguaje humano. A lo largo de la Historia tenemos innumerables ejemplos. Cada vez que moría un rey o un príncipe había alguien que decía que lo habían envenenado. Cuando nació el segundo hijo de Isabel II, un infante robusto que, sin embargo, murió enseguida -como era normal en la Familia Real española durante siglos, debido a la consanguinidad- corrió el absurdo rumor de que lo había asesinado en la misma cámara real el duque de Montpensier, casado con la hermana de Isabel II, que resultaba antipático a la opinión pública porque era francés.
A veces los bulos se han convertido en auténticos mitos literarios. Alejandro Dumas, el novelista más popular del siglo XIX por haber escrito Los Tres Mosqueteros, tenía mucha presión del público para escribir secuelas de los Mosqueteros. En el tercer libro de la serie, El Vizconde de la Bragelonne, tomó el caso de un prisionero misterioso que hubo en la Bastilla, que ya había fascinado a Voltaire, y lo convirtió en un hermano gemelo de Luís XIV, cuya identidad se ocultaba con Máscara de Hierro para evitar conflictos dinásticos. La invención de Dumas tendría un éxito inmenso y ha dado lugar a muchas películas.
En la Historia de España reciente, en el tormentoso siglo XIX, se disparó un bulo de gravísimas consecuencias, el del envenenamiento del agua de Madrid por los frailes. Vamos a rememorarlo porque resulta un arquetipo de bulo perverso, por lo absurdo y por lo dañino, y además se puede ver como un nexo que atraviesa los siglos para emparentarse con bulos antiguos y modernos.
Al iniciarse el año 1834 la situación general resultaba angustiosa en la capital de España. Fernando VII, que había gobernado como rey absoluto, manteniendo el orden con el principio de «palo a la burra negra, palo a la burra blanca», falleció en 1833, dejando en el trono como heredera a su hija Isabel II, puesto que no tenía hijos varones. Esto había provocado la rebelión del hermano del rey, don Carlos María Isidro, que esperaba recibir la corona en aplicación de la Ley Sálica, regla dinástica francesa que impide reinar a las mujeres, que había estado durante algún tiempo en vigor con la dinastía borbónica.
Inmediatamente, las dos Españas optaron por uno u otra. La burguesía, la inteligencia y el ejército, los sectores liberales, modernizadores, que incluían a muchos exilados políticos regresados, apoyados por Francia y por Inglaterra, se declararon partidarios de la reina-niña, isabelinos a muerte. La España tradicional, campesina, la baja Iglesia y las órdenes religiosas, con el apoyo del Papado y de Austria, se proclamaron carlistas y se levantaron en armas, formando «partidas», es decir, en guerra de guerrillas como la que le hicieron a Napoleón. Lo que siguió fueron las tres guerras civiles o guerras carlistas, que arrasaron a España durante el siglo XIX.
A la vez que estallaba el conflicto llegó a España una pandemia de cólera que se había iniciado en la India en 1833. Precisamente los movimientos de fuerzas militares que se enfrentaban por distintas partes de España a los carlistas sirvieron de vehículo a la infección, que llegó a Madrid en junio de 1834. Aunque el gobierno del liberal Martínez de la Rosa negó que hubiese una epidemia, la Familia Real y las autoridades abandonaron Madrid a toda prisa y se refugiaron en la Granja de San Ildefonso, en la Sierra segoviana.
La sensación de abandono que sintieron los madrileños encendió los ánimos y la capital, con 500 muertes de cólera diarias, se convirtió en una caldera a punto de estallar. Coincidiendo con el pico de la pandemia y con los calores veraniegos, el 15 de julio llegó la noticia del fracaso del ejército isabelino en el Norte. Don Carlos había entrado en España y los carlistas avanzaban hacia Madrid.
Y comenzaron los bulos. Primero se dijo que el origen del cólera estaba en las aguas de las fuentes públicas, de las que dependía el suministro de la población. Esto tenía un viso de verdad; en Londres, por ejemplo, se había demostrado que una fuente de agua contaminada había provocado una epidemia, aunque en el caso de Madrid habían sido nuestros soldados quienes trajeron la bacteria de Portugal y Andalucía.
Pero una explicación científica no era del agrado de los que propagaban los bulos. ¡El agua había sido envenenada! ¿Y quién podía estar detrás de algo así, más que los frailes, auténtica quinta columna de los carlistas que avanzaban sobre Madrid?
La chispa que provocó el incendio saltó al mediodía del 17 de julio, en la Puerta del Sol, por la diablura de un chiquillo que echó un puñado de tierra en la cuba de agua de un aguador. Pululaban por las grandes ciudades de la época bandas de golfos callejeros, mendigando, robando o haciendo el gamberro. Una de sus maldades favoritas era echarle tierra al agua que los aguadores llevaban a las casas. Lo hacían sin más beneficio que el placer del mal, aunque si los pillaba el aguador les daba una paliza memorable, pero en este caso alguien gritó: «¡A ese! ¡Que lo mandan los frailes para envenenar el agua!».
El bulo estaba lanzado, y una masa se echó sobre el crío, lo cosió a puñaladas y arrastró el cadáver por la Calle Mayor. Pero otro contribuyente a la teoría conspiranoica dijo que un cómplice se había escapado y se había refugiado en el Colegio de San Isidro, regentado por los jesuitas. El populacho, que ya había gustado la sangre, asaltó entonces San Isidro y asesinó a 17 jesuitas.
A continuación fueron al Convento de Santo Tomás, popularmente conocido como los Dominicos de Atocha, donde mataron a siete frailes y realizaron actos sacrílegos, disfrazándose con los ropajes litúrgicos para realizar danzas obscenas. A las nueve de la noche le tocó el turno a San Francisco el Grande, donde hubo una auténtica masacre, porque asesinaron a 43 franciscanos. Y todavía a las once de la noche fueron al Convento de San José, en la plaza de Tirso de Molina, donde mataron a diez religiosos mercedarios.
No era simplemente lumpen y sub-proletariado quienes perpetraron las matanzas, porque según todos los testimonios participaron numerosos miembros de la Milicia Nacional, un cuerpo armado ciudadano que había sido creado por las Cortes de Cádiz para defender el orden y enfrentarse a la reacción, a imitación de la Guardia Nacional de París, que tan importante papel tuvo en la Revolución Francesa. Incluso participaron soldados de la Guardia Real, por todo lo cual, dos días después sería encarcelado el capitán general de Madrid, Martínez de San Martín, por no haber hecho nada para impedir las matanzas.
Aquella fue la primera vez que se produjo en España una masacre de religiosos. La Iglesia había sido intocable durante todo el Antiguo Régimen, no porque tuviese protección de la autoridad, sino por su propio poder sobre las conciencias de la gente. Tuvo que venir la Revolución Francesa para que una población católica asaltase las iglesias y conventos y le ajustase las cuentas a curas y monjas.
Un siglo después del bulo del envenenamiento del agua, la mentira se reprodujo casi exactamente igual, también en Madrid. Era el mes de mayo de 1936, vísperas de la Guerra Civil que estallaría el 18 de julio. Unos barrenderos dijeron que habían visto a señoras de Acción Católica y religiosas repartiendo caramelos envenenados a los niños. ¿Cómo sabían los barrenderos que los caramelos estaban envenenados? No lo sabían ni les importaba, un bulo cuanto más inverosímil y ridículo sea, mejor se expande. El 4 de mayo las turbas comenzaron a «hacer justicia», incendiando centros religiosos como la iglesia de Tetuán de las Victorias, o los colegios de los Salesianos, el Pilar, las Descalzas o los Paules, y a linchar a las supuestas “culpables”. Fueron hospitalizadas 48 víctimas de la ira popular, aunque milagrosamente no hubo muertos.
Esta anomalía se repararía al estallar la Guerra Civil, durante la cual la persecución religiosa se haría general en la España republicana, donde murieron asesinados 6.000 sacerdotes, frailes, seminaristas y religiosas. Pero esa es otra historia.