Los errores que desataron la Guerra Civil
En ‘Historia Canalla’, Jorge Vilches repasa la trayectoria de aquellos personajes que tuvieron una vida truculenta
Entre el 17 y el 20 de julio de 1936 quedó marcado el futuro de la España contemporánea que nos ha llegado hasta el día de hoy. Lamentablemente, este conflicto sigue presente en la agenda política por obra y gracia de los partidos de la izquierda, entre las leyes de memoria histórica y un discurso vagamente histórico que quiere justificar la exclusión de la derecha política que nada tiene que ver con el golpe del 36.
Nada salió como estaba preparado. La fecha elegida para el golpe de Estado no fue el 18 de Julio, ni siquiera «el 17 a las 17», sino que todo se adelantó a pesar de que estaba preparado para el día 20. La coordinación de los golpistas en los primeros días fue un desastre. Precipitación, miedo, ira y violencia. El gran plan, esa teoría del golpe que hubiera hecho a Curzio Malaparte enarcar las cejas, no se llevó a la práctica como estaba marcado en el papel.
Todo empezó mal en Melilla. Es evidente para cualquier historiador que al general Mola, que era republicano, y el auténtico cerebro del golpe, no le salieron bien los planes. El movimiento estaba pensado para ser fundamentalmente peninsular; es decir, implicar a las guarniciones de las grandes capitales en un golpe coordinado.
El objetivo no era instaurar una monarquía, sino una dictadura que evitara la deriva revolucionaria y de desorden que se había instalado en el régimen por el desgobierno del Frente Popular. La brutalización de la política y la degradación de las instituciones eran una realidad. Existía un ambiente de violencia, consentida por las autoridades, que arrasaba las calles desde hacía meses: seis muertos cada dos días durante el mandato del Frente Popular, de febrero a julio de 1936. Además, el significado de ‘República’ tal y como era entendida por el Frente Popular, exclusivista y revolucionaria, como tránsito a algún tipo de colectivismo, chocaba con la que tenía una parte significativa de la sociedad española.
Las dificultades encontradas en la Península durante la conspiración, antes del 17 de julio, decidieron a Mola a dar protagonismo a las fuerzas profesionales de Marruecos. Aun así no las tenía todas consigo. Sin embargo, el encubrimiento gubernamental del asesinato de José Calvo Sotelo, el 13 de julio, perpetrado por sicarios del PSOE, fue lo que decidió a algunos, como al general Franco o al partido Comunión Tradicionalista, a participar en el golpe de Estado.
Todo empezó cuatro días después del asesinato de Calvo Sotelo, cuando unas pistolas fueron robadas en el Parque de Artillería de Melilla. El propósito era repartirlas entre los falangistas que iban a auxiliar en la sublevación. Hubo una delación, como tantas veces en la Historia, que precipitó los acontecimientos. No obstante, los sublevados, que supieron que iban a ser detenidos, consiguieron neutralizar a las fuerzas del orden, y detuvieron al general Manuel Romerales por no sumarse a la rebelión. Los golpistas llamaron entonces en su ayuda a las unidades del Protectorado de Marruecos, al tiempo que los frentepopulistas organizaban la resistencia en la ciudad. Esa noche, los golpistas se hicieron con el poder en Melilla, Ceuta y Marruecos.
Casares Quiroga, presidente del Gobierno y ministro de la Guerra, conoció la situación en Melilla esa misma tarde. Ordenó que la flota bloqueara el estrecho de Gibraltar y el mar de Alborán. Además, dio la orden de que la aviación bombardeara las plazas sublevadas, lo que acabó decantando a la población marroquí a favor del golpe, y que fuerzas militares se concentraran en Madrid. A pesar de esto, Casares Quiroga pensó que el movimiento era una «sanjurjada» como en 1932, en referencia al golpe del general Sanjurjo, y que podría reprimir la algarada fácilmente. Otro error. No funcionó el servicio de inteligencia y la respuesta del Gobierno fue prepotente. Entre el golpe fallido y la ineficaz represión ya solo quedaba la guerra.
España madrugó el 18 de julio con un comunicado radiado del Gobierno: «Se ha frustrado un nuevo intento criminal contra la República». La realidad era muy distinta. Mola, Franco y Yagüe se enteraron del error melillense después de que lo hiciera el gobierno de Casares Quiroga, y la sublevación se precipitó. De hecho, los generales Franco y Queipo de Llano, éste en Sevilla, se decidieron por el golpe el 18 de julio. Ese mismo día quedó patente la debilidad de Casares ante un Largo Caballero que exigió «dar armas al pueblo»; es decir, a las organizaciones políticas y sindicales de izquierdas.
Martínez Barrio, al que algunos historiadores otorgan el papel de republicano sensato y mediador, señaló que esa entrega de armamento a la población civil constituía una locura, y que era preciso hablar «desde la ley, con las guarniciones leales» para apaciguar los ánimos. Fue imposible. La desobediencia era creciente. Al tiempo, el ministerio de la Gobernación, en un acto simbólico de quién iba a tomar el poder, cedió el micrófono a Dolores Ibárruri, ‘La Pasionaria’, para indicar a los españoles qué debían hacer. Fue entonces cuando, en la radio, dijo el conocido «¡No pasarán!». En esa situación, desposeído de autoridad, fue lógico que el propio Casares confesara el 18 de julio: «Llamo a los cuarteles y nadie me responde».
El 19 de julio se decidió el general Mola a dar el paso. Franco -a quien llamaban sus compañeros ‘Miss Canarias’, auspició un conflicto largo, y Diego Martínez Barrio, republicano, presidente de las Cortes, intentó evitar la guerra civil. El fracaso de este último para lograr la conciliación fue clamoroso. El PSOE no quiso desperdiciar una ocasión para hacer la revolución y se negó a negociar un acuerdo para impedir la guerra. Mola, por su parte, tuvo una conversación telefónica con Martínez Barrio, y se empecinó en el conflicto armado. A la altura de 1936 había dos minorías que deseaban la contienda civil; y así fue. Tras confesar su fracaso Martínez Barrio a Manuel Azaña, presidente de la República, el nuevo gobierno, presidido por José Giral, decidió el reparto masivo de armas.
Madrid vivía un peculiar mes de julio. «¿Quién pensaba en Calvo Sotelo?», escribió Arturo Barea. Los comunistas desfilaban por las calles con retratos de Lenin y Stalin siguiendo el silbato del jefe. La CNT se declaró en huelga en la construcción, y disparaba a los ugetistas que trabajaban. Los locales públicos tenían entonces sus radios al máximo volumen. Los rumores volaban. «A lo mejor unos cuantos señoritos se han emborrachado» y nada más, seguía Barea. No era así. Agustín de Foxá recogió el testimonio radiado en el que se rogaba a los sindicalistas y partidos del Frente Popular que fueran a sus sedes. Una multitud se desplegó por las calles al grito de «¡Armas! ¡Armas!». La tensión la resolvió el «boticario Giral», escribió Foxá, quien «lívido, sentado en su sillón» dio la «orden terrible: Que se arme al pueblo». El domingo 19, apuntó Barea, «unas cuantas iglesias ardían» mientras otros madrileños se iban al campo o a la verbena, y otros sitiaban el Cuartel de la Montaña. Era la guerra. La consecución de errores y desacuerdos entre el 17 y el 20 de julio de 1936 marcaron el fracaso de un golpe y el inicio de una guerra civil.
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