Mis héroes siempre han sido cowboys
«Puede que los vaqueros de ‘Yellowstone’ conduzcan vehículos todoterreno y se comuniquen mediante smartphones, pero no deja de ser un western concebido en la mejor tradición del género»

Fotograma de 'Yellowstone'. | Paramount
«Mis héroes han sido siempre cowboys», canta Willie Nelson en el episodio final de la quinta y última temporada de Yellowstone, una de las series televisivas más adictivas de los últimos años.
Aunque el gran público pueda atribuir el éxito de la misma al revitalizado actor Kevin Costner, el mérito real es de su creador, Taylor Sheridan: un talentoso texano a quien muchos descubrimos como guionista en Comanchería (2016, David MacKenzie) y como realizador en la impactante Wind river (2017), una dura película de suspense con espectaculares escenarios naturales primorosamente filmados que transcurría en la Reserva Indígena Wind River de Wyoming.
Igual que en el citado largometraje, el fenómeno de Yellowstone (2018-2024) se basa en la sabia combinación de elementos narrativos (atrabiliario melodrama familiar, intrigas políticas y las necesarias dosis de violencia) con la puesta en valor de la geografía del vasto estado norteño de Montana y el retrato casi documental de una sociedad rural basada en la ganadería que se resiste a desaparecer. Puede que los vaqueros de Yellowstone conduzcan vehículos todoterreno y se comuniquen mediante smartphones, pero nuestra teleserie favorita no deja de ser un western contemporáneo concebido en la mejor tradición de dicho género cinematográfico: la iconografía de sombrero Stetson, botas camperas, caballos y rodeos; los territorios indómitos que se hallan en liza; la confrontación entre los anti-héroes idealistas y los malvados materialistas y torticeros… «Yellowstone es el equivalente en entretenimiento a un buen filete», ha dicho de ella el crítico de USA Today Kelly Lawler. Y uno no puede quitarle la razón, aunque sea más ictiófago que carnívoro.
«Crecí soñando con ser un vaquero / Y amando sus costumbres / Persiguiendo la vida de mis héroes / Quemé mis días de infancia / Aprendí todas las reglas de un vagabundo moderno / No te aferres a nada por mucho tiempo / Solo toma lo que necesites de las damas y luego déjalas / Mis héroes han sido siempre cowboys / Y todavía lo son», reza la canción que, interpretada por Waylon Jennings, abría el álbum colectivo Wanted! The Outlaws (1976), carta de presentación oficiosa del movimiento outlaw.
Parece una letra misógina y, sin embargo, fue escrita por una mujer, Mary Sharon Vaughn, veterana compositora estadounidense que no solo ha trabajado con todas las luminarias de la escena de Nashville –destacando divas como Dolly Parton, Tammy Wynette o Tanya Tucker–, sino que también se ha prodigado como autora de hits de pop bailable para estrellas escandinavas o japonesas. Una crack, vaya.
No es casual que, en su esfuerzo por cerrar debidamente el círculo de la saga Yellowstone tras la deserción inesperada de su estrella principal (Costner), Sheridan haya escogido este clásico como alegato final: un canto de rebeldía que reivindica un mundo en franca extinción.
De eso trataba, en su origen, el movimiento outlaw, encarnado fundamentalmente por Jennings, Willie Nelson y Kris Kristofferson, a la sazón autor del Me and Bobby Mcgee que popularizara Janis Joplin. A finales de los 60, la industria del country se había atrincherado en un sonido almibarado, remplazando los tradicionales banjos, dobros y steel guitars por violines y voces engoladas con la intención de trascender los límites comerciales del mercado local. «Es el sonido del dinero», lo había definido el influyente productor Chet Atkins, al tiempo que hacía sonar unas monedas que llevaba aquel día en el bolsillo. No se me ocurre mejor definición.
El country siempre ha tenido la tentación de invadir las listas pop del Billboard y lo ha conseguido en numerosas ocasiones, gracias a figuras que han renunciado a sus raíces para alcanzar una audiencia masiva, empezando por Shania Twain, Faith Hill y Garth Brooks y culminando en la rutilante Taylor Swift. En el otro lado de la balanza, también se ha dado el caso a la inversa, con estrellas de otros ámbitos seducidas por la temática vaquera, como si se tratara de un anuncio de Marlboro. Pero esa es otra historia…
Volviendo al movimiento outlaw que inspira Yellowstone, ya desde su nombre reivindicaba la resistencia de unos forajidos vocacionales respecto a la pujante industria musical encarnada en aquel tiempo por las poderosas filiales de RCA y Columbia en Nashville. Como en un relato épico del Salvaje Oeste, digno de Owen Wister o de Fenimore Cooper, sus abanderados no pretendían asaltar ni cambiar el establishment, sino que buscaban un espacio propio de creación artística en una década pletórica en cambios como fueron los años 60.
Por supuesto, estos chicos malotes con barba, sombrero texano y fama de juerguistas, que emulaban en su look a los protagonistas de algún western crepuscular de Sam Peckinpah –recordemos de Kristofferson protagonizó Pat Garrett y Billy the Kid (1973)–, no solo anhelaban la independencia y el díscolo estilo de vida de los Rolling Stones. También se esforzaron por ampliar el espectro musical del country sacando del olvido los patrones del honky tonk o el rockabilly y dejándose influir por el country rock de los Flying Burrito Brothers, cuando no por los ritmos de soul y rythm’n’blues que llegaban del vecino estado de Alabama, donde los estudios Muscle Shoals se habían impuesto como factoría de sonidos nuevos.
Si lograron sus propósitos al completo no viene al caso. Lo cierto es que abrieron la puerta para la diversificación estilística imperante en nuestros días y dejaron el camino allanado para la aparición de nombres como Joe Ely, Steve Earle o Lyle Lovett y el posterior advenimiento del sonido Americana. Pero nos estamos desviando.
Estoy seguro de que a Willie Nelson, que terminó registrando unos años después la versión más famosa de My Heroes Have Always Been Cowboys, le habrá encantado que el tema cierre Yellowstone, con todo lo que eso significa. Dicha grabación se había realizado originalmente para la banda sonora de la película El jinete eléctrico (1979, Sidney Pollack), donde Robert Redford interpretaba a un excampeón de rodeo metido a su pesar en turbios enredos del showbiz. Así que esta recuperación de la misma por una teleserie que retoma el enfrentamiento entre el conservacionismo sin cabeza y la especulación sin escrúpulos debe de haber encantado al más hippy de los ídolos del country, activista comprometido y defensor del consumo libre de marihuana que llegó a fumarse un porro en la azotea de la Casa Blanca con el hijo de Jimmy Carter. ¡Qué le den un papel en la próxima entrega de la saga!
Y es que Sheridan ya ha estrenado en televisión dos precuelas fascinantes como son 1883 (con Sam Elliott y Faith Hill) y 1923 (con Helen Mirren y Harrison Ford), al tiempo que anda preparando otros spin-offs como Lawmen: Bass Reeves (sobre el primer alguacil de color), 1944 (tercera entrega de las precuelas) o 6666, enclavada en el rancho texano ficticio al que es enviado el escuchimizado y despistado Jimmy Hurdstrom –interpretado por Jeffferson White en Yellowstone– para convertirse en un verdadero cowboy. Así que no debería haber problema para darle un cameo a Nelson, que ya demostró su valía ante las cámaras actuando en La cortina de humo (1997, Barry Levinson), encarnando a un cantautor que trata de ayudar con una campaña de distracción mediática a un presidente pillado en un escándalo de faldas. ¡Como la vida misma, oiga!
“Los vaqueros no son fáciles de amar y son más difíciles de retener / Prefieren darte una canción que diamantes u oro / Hebillas de cinturón de estrella solitaria y Levis viejos y descoloridos / Y cada noche comienza un nuevo día / Si no lo entiendes y no muere joven / Probablemente simplemente se irá / Mamás, no dejen que sus bebés crezcan y se conviertan en vaqueros / No les dejes tocar guitarras ni conducir camiones viejos / Porque nunca se quedarán en casa y siempre estarán solos / Incluso con alguien que aman”, cantaban a dúo Jennings y Nelson en 1978 en el álbum Waylon & Willie. Dos años después del arranque oficioso del movimiento outlaw, este Mammas Don’t Let Your Babies Grow Up To Be Cowboys redundaba en la advertencia de que la profesión de cowboy no era recomendable para los buenos chicos americanos.
Mi madre nunca debió prestar atención a dicho aviso, porque en casa veíamos a piñón todos los clásicos en blanco y negro de indios y vaqueros que programaban en la primera cadena. Mi infancia está ligada esa edad dorada del wéstern, con John Ford como apóstol irrenunciable. Por no hablar de otros cineastas clásicos que se acercaron al género con excelentes resultados, como Howard Hawks, Budd Boetticher, Anthony Mann, Raoul Walsh… Como buen fordiano, habré visionado no menos de una docena de veces Pasión de los fuertes (1946), Centauros del desierto (1956) o El hombre que mató a Liberty Valance (1962) y absorbido debidamente los valores que desprendían.
En nuestra inocencia infantil, jugábamos en el patio del colegio a ser cowboys y también en vacaciones, puesto que la finca de Tabernas (Almería) donde se rodaron en los 70 algunos clásicos del spaghetti western era –creo que ya lo he contado alguna vez– de mi tío Pepe. Aquellos subproductos de serie B, filmados en escenarios que me resultaba tan familiares, los veía luego en programa doble en cines de barrio de sesión continua: esa institución del ocio del siglo XX, perdida lamentablemente para generaciones posteriores, que proyectaba sobre todo wéstern crepuscular, peplum de cartón piedra y comedias de detectives patosos como el inspector Clouseau.
Aunque Taylor Sheridan es cinco años más joven que yo, no me cabe duda que se formó como espectador y luego como profesional del séptimo arte con los mismos largometrajes revisionistas que le dieron una vuelta de tuerca al género en los turbulentos años 70, rompiendo los estereotipos buenistas para mostrarnos un Oeste más descarnado y veraz: Dos hombres y un destino (1969, George Roy Hill), La leyenda de la ciudad sin nombre (1969, Joshua Logan), Pequeño Gran Hombre (1970, Arthur Penn), Los vividores (1971, Robert Altman), Las aventuras de Jeremiah Johnson (1972, Sydney Pollack), El juez de la horca (1972, John Huston)… Seguramente cayó fascinado cuando Kevin Costner, un actor de tercera metido a director novato, se llevó siete estatuillas en los Oscar de 1990 con Bailando con lobos.
Así que es muy probable que se acordara de la mirada circunspecta de un Costner en horas bajas cuando estaba escribiendo el proyecto del Yellowstone. Igual que los planos aéreos de las montañas y los campos de Montana rodados con dron deben mucho a la fotografía del oscarizado Dean Semler, un australiano que rueda excepcionalmente los espacios abiertos, como ya demostró en Bailando con lobos y en la saga de Mad Max: otra serie de películas que son un wéstern sin parecerlo; igual que la primera entrega de Star Wars (1979), episodio cuarto en la serie final, incluida en muchos rankings de los mejores wésterns de todos los tiempos.
Hoy las pelis de cowboys ya no son lo que eran, de lo cual me alegro mucho. Como el country tras el advenimiento de los outlaws, se han desencorsetado con el cambio de milenio para ganar amplitud de miras gracias a la labor desacralizadora de filmes como Sin perdón (Clint Eastwood, 1992), Los odiosos ocho (2015, Quentin Tarantino), El poder del perro (2021, Jane Campion), Pozos de ambición (2007, Paul Thomas Anderson) o No es país para viejos (2007, Joel y Ethan Coen), basada esta última en una novela de Cormac McCarthy, un premio Pulitzer que, desde niño, siempre quiso contar historias de vaqueros modernos. Como nuestro admirado Taylor Sheridan, que ya ha trasladado su visión épica del asunto al mundo petrolero texano en la teleserie Landman (2024). Y la rueda sigue girando y el Oeste no dejará nunca de hechizarnos como escenario inabarcable de relatos atemporales sobre las pasiones humanas, el apego a la tierra y la lucha por la vida y el territorio.