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Gastronomía

Zalacain, medio siglo de leyenda

Con pequeños gestos, se escribe la historia de la alta restauración patria. El sueño de los Oyarbide cumple medio siglo.

Zalacain, medio siglo de leyenda

Restaurante Zalacain. | Forbes ESPAÑA

“Ir a Zalacain es saber que vas a vivir un momento de felicidad con solo hacer una llamada y reservar una mesa”, proclama Luis Suárez de Lezo, en las páginas del libro ‘Zalacain 50 años’, recientemente publicado por Planeta Gastro. “Esta búsqueda constante de la perfección detrás de cada detalle, ya sea en cocina, en sala o en bodega, es lo que ha convertido este restaurante en un referente, en una parte viva de nuestra historia gastronómica, en el iniciador de un legado que todavía permanece y que ha generado alumnos ya convertidos en maestros”, prosigue el presidente de la Real Academia de Gastronomía.

Zalacain –escrito en euskera, sin tilde– fue el primer restaurante español de la historia en ser ungido con las tres estrellas de Michelin, que suponen el ingreso en el Olimpo de la alta cocina planetaria. Corría 1983 y aquel reconocimiento de la prestigiosa guía internacional se adelantó tres años a la entrada de nuestro país en la Comunidad Económica Europea, certificando el buen momento que vivía España tras una transición política casi ejemplar.

Inaugurado en enero de 1973 en una discreta calle del barrio residencial de El Viso, Zalacain pronto ascendió al podio de la escena culinaria capitalina, codeándose con santuarios del lujo viejuno como Horcher o Jockey, gracias a su estudiada combinación de un recetario vasco-navarro pasado por el tamiz de la nouvelle cuisine francesa, con un servicio de sala de alta escuela y un decorado exquisito, lleno de obras de arte contemporáneo, vajillas de porcelana y cuberterías de plata. Tras el proyecto se hallaba un matrimonio visionario originario de Alsasua, Jesús María Oyarbide y Chelo Apalategui, que ya había cosechado ingentes fidelidades en el barrio de Chamartín con Príncipe de Viana, el primer comedor burgués que abrieron en los 60 en la Villa y Corte.

“Oyarbide no era cocinero, sino un refinado gourmet. Con la ayuda de su esposa, seleccionaba los mejores productos de temporada. Detrás de cada una de sus recetas había reiterados viajes a Francia, lecturas incansables y no pocas reflexiones. Cultura gastronómica con mayúsculas… Hombre afable, humano e intransigente, anteponía la idea del restaurante a la figura de los cocineros y sus atrevidas creaciones, tendencia que en los 80 se comenzaba a denominar cocina de autor”, recordaba en un artículo nuestro amigo José Carlos Capel.

Tomando como emblema el personaje de una novela de Pío Baroja, Zalacaín el aventurero (1908), el restaurante más ambicioso de los Oyarbide pronto fue adoptado como cuartel general por las nuevas clases dirigentes de la política y las finanzas, pero también por la beautiful people emergente, que acaparaba las páginas del papel couché en aquella piel de toro que se iba librando lentamente de las cicatrices del tardofranquismo. Un caso de éxito que hoy se estudiaría en las escuelas de negocios, donde además del momento oportuno confluyeron otros muchos factores, empezando por el componente humano. Y es que las modas pasan, pero los buenos profesionales permanecen y son quienes contribuyen decisivamente a fidelizar a la clientela.

En Zalacain 50 años, las autoras de los textos, Susana Gómez, Noelia Jiménez y Sibely Valle, destacan especialmente el papel jugado por los llamados “cuatro fantásticos” –acertada alusión a los super-héroes creados por Stan Lee y Jack Kirby en 1961 para Marvel–, en la ascensión a los altares de este icono de la gastronomía española en los 80. Se refieren, claro, a un cuarteto al frente de una bien engrasada orquesta de 60 profesionales, sin el cual no se podría concebir la presente historia. Se trata del chef Benjamín Urdiain, el maître José Jiménez Blas y el sumiller Custodio Zamarra, trío fundacional al cual se uniría en 2005 el maître Carmelo Pérez, tras media vida ejerciendo en Jockey.

Parte de esta saga ya había sido narrada en primera persona en el libro de Urdiain y Zamarra 33 años en Zalacaín: primer tres estrellas de España (Alianza, 2005), una recopilación de las mejores recetas del primero acompañadas por vinos escogidos por el segundo, que venía prologada por mi añorado amigo Lorenzo Díaz, el cual retrataba en el texto a Benjamín como “el primer gran maestro de la cocina española, a años luz de tantos mozalbetes atolondrados ebrios de ambiciones y justos de técnica culinaria”.

Lorenzo Díaz, que también fue autor de Custodio L. Zamarra: memoria de un sumiller (Armero Ediciones, 2003), conocía la casa como nadie y, con su verbo afilado, gustaba evocar en la intimidad anécdotas de personajes de la farándula que se vieron aquejados de miedo escénico al cruzar el umbral bajo palio de la calle Álvarez de Baena número 4, y salieron luego pletóricos y confiados, unas horas después, tras dejarse mimar por aquel equipo encomiable que tenía la hospitalidad y el servicio como una forma de vida.

Dicen las páginas del presente libro que “en las mesas de Zalacain se escribió la historia de España” y no se puede negar dicha afirmación puesto que su comedor y sus salones privados fueron favoritos de la realeza europea y despacho oficioso de una nueva clase económica. “La cocina son sensaciones, la sala son emociones y la bodega son historias”, indicaba hace algunos días Custodio Zamarra durante la presentación oficial de esta retrospectiva, a la que asistieron los supervivientes de la saga y donde se echó en falta especialmente al maestro Urdiain y a Jesús Oyarbide y sus hijos Iñaki y Javier, que ya no están entre nosotros.

En su ausencia, el venerable gastrónomo Rafael Ansón, buen amigo de la casa, recordó que la experiencia de Zalacain siempre fue más allá del paladar, puesto que en sus reservados se fraguó la Constitución y la reciente historia de España, mientras que por sus mesas desfilaban desde Salvador Dalí hasta Camilo José Cela, pasando por Marlon Brando, María Callas, Julio Iglesias, Maradona o los Rolling Stones. Todos salían fascinados por platos emblemáticos como el adictivo búcaro Don Pío, la ensalada de bogavante, los raviolis de ternera con trufa y foie, la lasaña de hongos y foie, el tartar de lubina con caviar, el descomunal bacalao Tellagorri –una evolución del bacalao a la vizcaína añadiéndole nata, brandy y manzana–, las manitas de cerdo rellenas de cordero con salsa de mostaza, la faisana a las uvas, el steak tartar preparado concienzudamente en sala, las inigualables patatas soufflées que acompañaban muchos de los platos principales, el soufflé al Grand Marnier o esas canónicas crêpes Suzette elaboradas frente al comensal en una sartén de cobre, con una base de mantequilla, azúcar, zumo de mandarina y un chorrito de triple sec, que luego se flambeaban con brandy.

Todo el que ha visitado este templo tiene un recuerdo imborrable de la primera vez. La mía fue a comienzos de los 90, en una comida organizada por Eric de Rothschild, en la cual el banquero-bodeguero francés compartió con los presentes un mágnum de su legendario Château Lafite-Rothschild de la extraordinaria cosecha de 1961.

Por supuesto, para acceder al reducto de los elegidos, tuve que respetar escrupulosamente las normas de etiqueta habituales en los palaces de la Vieja Europa, poniéndome chaqueta oscura y corbata, como era preceptivo en cualquier mesa de alcurnia de aquel tiempo. Pero el esfuerzo vestimentario valió la pena. No puedo olvidar el búcaro, el Tellagorri o las patatas soufflés, pero tampoco las cremosas croquetas del aperitivo ni la enorme y crujiente teja de almendra que venía con el café. Lo más bonito de los mitos es que no te defrauden. Lo peor es cuanto los embates de la recesión los ponen al borde del abismo.

En verano de 2021, tras siete meses cerrado, Zalacain resucitó de la mano de nuevos propietarios. El responsable de insuflar una nueva vida al restaurante fue el Grupo Urrechu, bien conocido por el éxito de sus establecimientos de cocina vasca evolucionada y el carisma de su chef ejecutivo, el televisivo Íñigo Pérez, alias Urrechu. No era la primera crisis que superaba, pero sí la más severa.

Unos lustros atrás, con Oyarbide enfermo y las cuentas en números rojos tras la Primera Guerra del Golfo, el restaurante había sido traspasado en 1995 a uno de sus mejores clientes, el empresario inmobiliario Luis García Cereceda, impulsor de la urbanización de lujo La Finca, en Pozuelo de Alarcón, que declaró su intención de mantener el modelo fundacional. Échenle la culpa a las sucesivas jubilaciones de los líderes de aquel dream team, al cambio de paradigma en los gustos de la clientela o a la ausencia de la mirada exigente de Don Jesús, el caso es que Zalacain terminó perdiendo el liderato de la escena gastronómica madrileña y también las codiciadas estrellas de la guía roja.

En 2017, dos años después de que los inspectores anónimos de la empresa de neumáticos le retirasen el solitario florón que ostentaba, se intentó una operación de relanzamiento a instancias de Susana García Cereceda. Pero de poco sirvieron la reforma integral de las instalaciones, en un estilo más minimalista y luminoso, ni el fichaje de jóvenes profesionales. El público parecía haberse olvidado de esta dirección y la pandemia terminó de rematar un proyecto con costes fijos elevados, que acabó en concurso voluntario de acreedores.

Desde hace unos años, Urrechu y sus socios, Manuel Marrón y Antonio Menéndez, han asumido el reto de resucitar el mito, tras imponerse en las pujas por el restaurante y por su negocio de eventos (In Zalacain), con la intención de convertirlo en buque insignia del grupo. Para ello, decidieron conservar el equipo humano y retocar algunos detalles escénicos.

La sala ha recuperado los manteles de lino y sus paredes han compensado el minimalismo grisáceo de la anterior metamorfosis con unos tapizados color caldero y unos coloridos cuadros de expresionismo abstracto firmados por José María Ciria que entroncan con la estética de su periodo de esplendor. Bajo la supervisión de Pérez, la cocina está dirigida por Jorge Losa, un veterano de la casa que fue alumno Urdiain y sabe ejecutar mejor que nadie sus platos clásicos. Mismo caso para los maîtres Roberto Jiménez y Luis Miguel Polo, que llevan años en el equipo; igual que para el sumiller, Raúl Miguel Revilla, discípulo aventajado de Custodio. Así que nada de giros de timón arriesgados, sino un sensato continuismo.

Para muestra, esos callos con los que Jorge Losa triunfó hará tres años en el IV Campeonato Mundial de Callos celebrado en Madrid. “¿Desde cuándo este fue un plato emblemático de la casa?”, se interrogarán los parroquianos más mayores y puntillosos. Pues desde que Carmelo Pérez llegó a Álvarez de Baena para relevar en la dirección a un José Jiménez Blas en edad de jubilación. Los fieles de Jockey le siguieron hasta su nuevo domicilio, solicitándole con no poca insistencia que introdujera este culmen de la cocina de los despojos vacunos en el recetario vasco-francés de Zalacain. Pérez se resistió durante años a incluirlo en carta, proponiéndolo sotto voce a los iniciados. Pero como el cliente siempre manda, el suculento plato terminó convirtiéndose en un fijo atemporal de Zalacain.

Con pequeños gestos, se escribe la historia de la alta restauración patria. El sueño de los Oyarbide cumple medio siglo. Restaurantes como este deberían ser inmortales.

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