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Cultura

Otra forma de contar la conquista del Oeste

‘El exterminio de las tribus indias de Norteamérica’ (Almuzara) narra el genocidio que marcó el destino de Estados Unidos

Otra forma de contar la conquista del Oeste

El guerrero apache Gerónimo (a la derecha, con rifle largo) y tres de sus guerreros. De izquierda a derecha, Yanozha (cuñado de Gerónimo), Chappo (hijo de la segunda esposa de Gerónimo) y Fun (medio hermano de Yanozha) en 1886.

Resulta apasionante, aunque también descorazonador, hacer memoria de lo que ocurrió a lo largo del siglo XIX con las culturas nativas de Estados Unidos. De ello se ocupa, cumplidamente, el nuevo libro de José Manuel Azcona Pastor y Miguel Madueño Álvarez, un auténtico festín para los aficionados a la divulgación histórica.

El lector interesado en las guerras indias y el exterminio de los antiguos habitantes de Estados Unidos, dos de los cimientos del wéstern como género literario y cinematográfico, encontrará en esta obra una actualizada síntesis de lo que fue en la vida real la conquista del Far West.

Atentos a cuanto hoy se sabe sobre la materia, Azcona y Madueño ofrecen una visión alternativa de ese proceso. Escuchando la versión de los vencidos, relatan una epopeya trágica, con el desolador resultado que todos conocemos.

La verdad es que el enfrentamiento entre colonos, soldados y tribus indias ejerce todavía, sobre todo en las generaciones educadas por el cine, un enorme poder de fascinación. La cultura popular, tan espontánea como pragmática, ha impreso en nuestro imaginario estampas difíciles de olvidar. ¿Quién no ha fantaseado alguna vez con ellas? El Séptimo de Caballería avanzando hacia las Colinas Negras mientras suenan las notas de «Garry Owen». El hechicero de la tribu que inicia la danza del Sol al son de los tambores. Los guerreros sioux, adornados con plumas de águila, un tomahawk en la mano y el rostro pintado de rojo. El explorador que distingue, casi por instinto, si una lanza descubierta en la pradera pertenece a los crow o a los pies negros. Los colonos blancos, encerrados en una cabaña bajo la luz de la luna, a la espera de la primera nube de flechas. Y sobre todo, el corneta que, al galope, anuncia con su toque de carga la llegada providencial de la caballería.

Pese a que hablamos de un ensayo desmitificador, El exterminio de las tribus indias de Norteamérica atraerá con mayor intensidad a quienes aún vibran con esas imágenes u otras parecidas.

Azcona y Madueño también nos remiten, por los temas que tratan, a lecturas iniciáticas que aún no han caído en el olvido.

Como bien sabrán los mayores de cincuenta años, a los españoles lo que nos gustaba era el Oeste inventado por Zane Grey, Marcial Lafuente Estefanía, Karl May y José Mallorquí. Por otro lado, libros como De Sasacus a Jerónimo, de Miloslav Stingl, publicado por la editorial Juventud en su inolvidable colección amarilla, o Enterrad mi corazón en Wounded Knee, de Dee Brown, editado entre nosotros por Bruguera, fueron decisivos para la educación sentimental de numerosos aficionados.

Ya puestos, si uno se deja arrastrar por la nostalgia, El exterminio de las tribus indias de Norteamérica evoca, desde luego sin pretenderlo, aquellos innumerables tebeos del Oeste que inundaron los quioscos desde los años cuarenta hasta principios de los ochenta.

Ilustración de C. D. Graves. ‘Deeds of valor’ (1901).

No importa cuántas veces nos hayan contado las mismas peripecias. Ver en acción a indios y a cowboys sigue siendo un puro gozo, aunque en este caso, Azcona y Madueño pongan en tela de juicio la versión dulcificada que impuso Hollywood. Por supuesto, aparecen en su libro los ‘casacas azules’ y los guerreros emplumados, pero a diferencia de otras obras similares, aquí el relato no se deja llevar por la épica y asume con todas sus consecuencias la triste realidad de los hechos.

El gran mito americano

Cuando en 1970 Dee Brown acusó la caballería estadounidense de aniquilar a los indios entre 1860 y 1890, el revisionismo de la expansión hacia el Oeste también llegó a Hollywood. Películas como Soldado azul (1970), de Ralph Nelson, o Pequeño Gran Hombre (1970), de Arthur Penn, incidieron en la denuncia que ya había anticipado John Ford en El gran combate (1964). El indio pasó entonces a ser la víctima en buena parte de los wésterns posteriores, en un proceso de idealización que también, inevitablemente, caía en falsedades. Solo los apaches ‒una tribu poco amigable, por decirlo suavemente‒ han permanecido hasta hoy en el bando peligroso.

Visiones más equilibradas, como las de los historiadores militares Peter Cozzens y Stephen E. Ambrose ‒dos escritores estupendos, por otra parte‒ han contribuido a esclarecer este choque tan desigual. En este ámbito, resulta curioso que un país con tanto que decir sobre el asunto como España no haya tenido más peso en la bibliografía de las guerras indias.

Cuando pregunto a José Manuel Azcona y Miguel Madueño sobre esa aparente timidez de los historiadores españoles en este tema específico, ambos aclaran que hay un cambio de rumbo.

«Si existe un país en el que el debate sobre el descubrimiento, conquista y colonización esté más de actualidad ‒explican‒, ese es España. Hay colecciones completas de libros de historia, sujetas a método científico, como la de Ultramar de Sílex Ediciones, y múltiples obras de divulgación que revisan y reinterpretan nuestra historia constantemente. Somos un país en el que la autocrítica ha conducido a creernos nuestra propia leyenda negra, incluso revitalizando una corriente opuesta o leyenda rosa que trata de dignificar nuestra historia, olvidando que la historia es una interpretación de los hechos que ocurrieron, no la construcción de relatos ad hoc para prevalecer ideológicamente».

La caza del búfalo en un cuadro de Charles Marion Russell. A comienzos del siglo XVIII, se calcula que había en Norteamérica entre 30 y 60 millones de ejemplares. Tras la caza sistemática de este animal, básico para la supervivencia de los indios de las praderas, su población se redujo en 1880 a un millar de individuos.

«En España ‒añaden‒ se hace una investigación de calidad que apuesta por publicaciones destinadas a arrojar la verdad sobre la historia y somos tan válidos como los estadounidenses para narrar la historia de su país. Desde Nueva España tuvimos una enorme influencia en los territorios del norte, algunos tan importantes como Texas o California, y por ello tenemos una responsabilidad con la construcción y revisión de la historia de Estados Unidos«. 

Como ya quedó claro al comienzo de estas líneas, no es que sea fácil desprenderse de la leyenda rosa del wéstern. Los propios autores, preguntados sobre ello, sienten que esta fascinación también les afecta. «Por supuesto ‒me dicen‒. Formamos parte de una generación en la que los vaqueros eran los buenos y los indios los malos. La mayor parte de las películas de wéstern conducen a un relato maniqueísta que caló en una sociedad que, lamentablemente, tenía menos acceso a la información de la que tenemos en la actualidad. Y tampoco era un problema el que tuviéramos un canal de televisión, a lo sumo dos. La cuestión radica en que el cine de Hollywood funcionó así para construir los cimientos de su propia historia y legitimar las barbaridades que se cometieron en la consolidación de su nación.  Es el cine que mayoritariamente consumimos y en la mente de un niño, ciertos mensajes pueden ser muy poderosos».

Militares estadounidenses buscan a los indios seminolas entre los manglares de Florida (‘Marines battle Seminole Indians in the Florida War’, 1835-1842).

El destino manifiesto

Las guerras indias se resisten a cualquier análisis sencillo, pero son un poco más fáciles de entender si seguimos la motivación principal del expansionismo de Estados Unidos: el destino manifiesto. Frente a los pueblos precolombinos y a vecinos como México, los gobernantes ‘anglos’ impusieron la idea de que su país debía ocupar un territorio que, por designio divino, les correspondía.

Azcona y Madueño vinculan históricamente esta doctrina con el protestantismo y con las ideas deterministas que defendieron sus predicadores. Aquello tuvo consecuencias. Deslumbrados por el destino manifiesto, los americanos de estirpe anglosajona arrollaron a los amerindios como si estos fueran una plaga a exterminar.

El general Custer consulta unos planos junto a su explorador indio predilecto, Cuchillo Ensangrentado (de rodillas, a la izquierda), y otros exploradores de la tribu arikara. Custer y Cuchillo Ensangrentado perdieron la vida poco después, en la batalla de Little Bighorn.

En el libro figuran, como ejemplo de esta soberbia colectiva, las siguientes líneas del navegante John Davis (1550-1605): «No hay duda de que nosotros, la gente de Inglaterra, somos ese pueblo redimido y predestinado a ser invicto ante estos gentiles en el mar, en las islas y en los famosos reinos, para allí predicar la paz del Señor. Pues ¿acaso no hemos sido puestos sobre el monte Sion para derramar nuestra luz sobre el resto del mundo? Solo nosotros, por tanto, debemos ser esos refulgentes mensajeros del Señor ¡y nadie más que nosotros!».

¿Queda algo de todo ello en la mentalidad estadounidense? «Sí ‒responden los autores‒, el destino manifiesto continúa presente en el sesgo cultural de los estadounidenses. El cine y la literatura, los años y décadas de repetir los mismos mensajes han dejado un poso difícil de eliminar. La gran mayoría de los estadounidenses están convencidos de que su país es el baluarte de la libertad y los derechos. Durante la Guerra Fría se autodenominaban los líderes del mundo libre, cuando la mayor parte de los países del continente americano estaban sujetos a dictaduras sustentadas desde Washington y cuando sus intervenciones militares y políticas en el mundo eran constantes. Estados Unidos jamás ha tenido reparos morales en condicionar las políticas de otros países si el fin justificaba los medios, y eso, en parte, es consecuencia del destino manifiesto. La creencia, por mandato divino, de que debían crear una gran nación a costa del sometimiento de aquellos que consideraban un obstáculo: los indios. En la actualidad, el discurso no ha cambiado demasiado».

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