El más grande zar de Rusia
«Ayer se cumplió el III Centenario de la muerte de Pedro el Grande, el zar que llevó al mayor país del mundo de la Edad Media a la Edad Moderna»

Pedro el Grande, Emperador y Autócrata de Todas las Rusias, obra del pintor rococó francés Jean-Marc Nattier. | Wikipedia
Los comunistas que criticaron a Stalin en el XX Congreso del PCUS (Partido Comunista de la Unión Soviética), decían que a Lenin le inspiró Pedro el Grande, mientras que el modelo de Stalin fue Iván el Terrible. La diferencia de apelativos de estos zares habla por sí sola, uno un gran estadista, el otro un tirano sangriento, aunque lo cierto es que Iván IV hizo también cosas grandes, y Pedro I cosas terribles, como torturar y matar a su hijo y heredero.
Eran otros tiempos y otras civilizaciones, Rusia era medio asiática y siempre les quedó a sus zares el carácter cruel y arbitrario de lo que en ciencia política se llama «el déspota oriental». Precisamente la gran obra de Pedro I fue europeizar en lo posible a Rusia, aunque para ello utilizase los métodos brutales del déspota oriental.
Resulta imposible pretender contar aquí la obra de un reinado que duró 42 años, en los que no hubo un momento de tranquilidad, pero el mejor resumen de ese reinado tiene una materialización, San Petersburgo, la ciudad de Pedro, que fue la capital de su imperio creada de la nada. No pretendía, como otros monarcas europeos, construir un entorno grandioso para su trono, residir en un lugar maravilloso que asombrara a sus súbditos y a los extranjeros, aunque por supuesto consiguió todo esto. Pero el principal objetivo de Pedro I era abrir un «balcón de Rusia sobre Europa».
Eso también lo consiguió, y con creces. San Petersburgo era, desde luego, una ciudad barroca de diseño racional, con grandes avenidas rectas y bellos canales, que no tenía nada que envidiar a ninguna capital de Europa, pero era sobre todo la única salida que Rusia tenía a un mar plenamente europeo como el Báltico. Por allí se canalizaría nada menos que el 90 por 100 de todo el comercio exterior de Rusia, y uno puede preguntarse ¿Qué hacían los rusos antes de que existiera San Petersburgo? La respuesta es: vivir de espaldas a Europa.
Para enfrentarse a ese destino ancestral, Pedro empezó pronto. Proclamado zar a los diez años, nadie se ocupó de su educación, y recorría las calles de Moscú con una banda de niños de clase baja. Pero una curiosidad innata le hizo frecuentar el barrio de los extranjeros, y se sintió fascinado por aquellas gentes de costumbres tan distintas.
Cuando tenía 25 años decidió hacer un periplo por los países que tanto le atraían, y en 1697 inició un viaje de incógnito, lo que no quiere decir que viajase en secreto, porque lo rodeaba un regio séquito, hasta el punto que lo llamaron «la Gran Embajada». Pretendía forjar una alianza europea contra el Imperio Otomano para conseguir una salida al Mar Negro, que era un lago turco en la época, pero Europa estaba enfrascada en la Guerra de Sucesión de España, y las grandes cortes no mostraron interés por abrir otro frente en Oriente.
Donde sí le hicieron caso fue en la República de Holanda, un país pequeño, pero rico, culto, con una formidable marina que lo hacía una potencia comercial. Conectó bien con el alcalde de Ámsterdam, lo que le permitió hacer una excentricidad insólita para un monarca: trabajar como un obrero en los astilleros de la Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales.
Aunque también estuvo estudiando la construcción naval en Londres y la industria de armamentos en la ciudad prusiana de Könisberg, no cabe duda que Ámsterdam fue el lugar donde mejor encajó y donde hizo sus más fructuosas relaciones. No puede evitarse pensar que los canales de Amsterdam inspirarían los de San Petersburgo, y desde luego cuando salió de Holanda ya tenía madurada la idea de «la ciudad de Pedro». Prueba de ello es que la bautizaría con un nombre neerlandés, pues la capital rusa se llamó inicialmente Sankt Piterburj.
En Holanda contrató un gran número de profesionales de diversas ramas, ingenieros, arquitectos, marinos, constructores navales, geógrafos, incluso simples obreros especializados de los astilleros o la construcción. También compró un buen número de esclavos negros que fueran duchos en diversos oficios.
El balcón a Europa
Pedro I regresó a Rusia y se enfrentó al primer problema para construir su «balcón a Europa»: no tenía territorio con una buena salida al Mar Báltico. Ello le obligó a desencadenar la Gran Guerra del Norte, para conquistarle a Suecia esa salida al Golfo de Finlandia. Puede decirse con justicia que el terreno donde se levantaría la ciudad de Pedro estaba regado con sangre, aunque si murieron muchos en la guerra, morirían aún más en la construcción.
Pedro quería levantar una ciudad de nueva planta, en un terreno virgen y desierto, y lo que encontró con estas características tenía también las de ser tierra pantanosa e insana. En 1703 inició la construcción de San Petersburgo, y comenzaron las muertes de los trabajadores. Serían millares, aunque no se sabe cuántas víctimas produjo, pero se han calculado unos 10.000 fallecidos al año durante 20 años: ¡200.000 muertos!. Por supuesto, la mano de obra no especializada fue a base de trabajadores forzosos, prácticamente de esclavos, actuando Pedro como «Autócrata», titulo que incluso asumiría oficialmente al final de su reinado, junto al de «Emperador de Todas las Rusias».
También los primeros habitantes de Sankt Piterburj serían llevados a la fuerza, pues nadie quería ir a un lugar que había cobrado fama de matadero. Los nobles fueron obligados por decreto a levantar palacios de piedra y a residir en San Petersburgo la mitad del año.
Aunque Pedro, que murió el 8 de febrero de 1725, no vería terminada su ciudad, el resultado sería espléndido, «una maravilla del mundo, teniendo en cuenta sus magníficos palacios», según un diplomático extranjero. Entre esos palacios el más importantes sería, naturalmente, el del propio zar, el Palacio de Invierno. En realidad Pedro hizo construir tres residencias sucesivas para que le sirvieran de casa, la primera de ellas una simple cabaña, pero el tercero era ya el embrión del fabuloso palacio verde que ha llegado a nuestros días.
Hoy es la sede de uno de los grandes museos del mundo, el Hermitage, cuya creación se atribuye a Catalina la Grande, sin embargo aquello también lo había empezado Pedro el Grande. A principios del siglo XVIII había cazadores que en Siberia profanaban las tumbas de los antiguas nómadas, saqueando delicados trabajos en oro del tiempo de los escitas. El zar se interesó por ellos, comenzó a acapararlos e incluso montó las primeras excavaciones científicas que se realizaron en Rusia, contratando arqueólogos alemanes para la misión. El resultado fue la llamada Colección Siberiana de Pedro I, la piedra fundacional no sólo del Hermitage, sino de toda la museística rusa.
Es cierto que Lenin miraba a la figura histórica de Pedro el Grande con admiración, y que hasta cierto punto intentó emularlo. El Plan de Electrificación de la Unión Soviética que Lenin puso en marcha en 1920, con éxito, recuerda los proyectos de modernización de Rusia de Pedro. Por eso cuando Lenin, seriamente enfermo, se enteró o sospechó que había planes para cambiarle el nombre a San Petersburgo para dedicársela a Lenin, lo prohibió expresamente.
En realidad en ese momento ya le habían cambiado el nombre. En 1914 Nicolás II, el último zar, al entrar en guerra contra Alemania, cedió a las presiones de los nacionalistas, a quienes San Petersburgo sonaba muy alemán. Los nacionalistas son igual de tontos en todas partes, porque ya hemos explicado que el origen del nombre era holandés. El caso es que Nicolás II la rebautizó «Petrogrado», que quiere decir exactamente «Ciudad de Pedro» en ruso.
Pero los afanes de Lenin porque se respetara ese monumento a la labor de Pedro el Grande, resultaron inútiles. Tres días después de su muerte, el 24 de enero de 1924, el régimen soviético rebautizó a la Ciudad de Pedro como Leningrado, la Ciudad de Lenin.
El destino quiso que ese nombre entrase en la Historia por derecho propio, pues en la Segunda Guerra Mundial el sitio y resistencia de Leningrado, asediada por los alemanes durante 872 días, constituye unos de sus episodios heroicos, de heroísmo colectivo, pues murieron un millón de sus habitantes.
Sin embargo en 1991, tras la caída del comunismo y la desintegración de la Unión Soviética, la capital imperial recuperó su histórico nombre de San Petersburgo y volvió a ser la Ciudad de Pedro.