'Vivir en la Tierra': un viaje a través de 3.700 millones de años
Peter Godfrey-Smith estudia en un libro fascinante cómo los seres vivos han cambiado el destino del planeta

Gorila de montaña (Gorilla beringei beringei). | Wikimedia Commons
Charles Darwin no zarpó en el Beagle para cambiar la historia. No pensaba en revoluciones científicas ni en teorías que harían temblar los cimientos del pensamiento occidental. Buscaba piedras e invertebrados. Insectos, rocas volcánicas, moluscos… Lo otro vino después, como un rayo en la oscuridad. Fue la revelación de que la vida no solo se adapta al entorno, sino que lo talla, lo moldea, lo reconfigura. Como un escultor ciego que, al rozar la piedra, la transforma con una precisión casi sobrenatural.
Dos siglos después, Peter Godfrey-Smith, filósofo, buceador y profesor de Historia y Filosofía de la ciencia en la Universidad de Sídney, recoge el testigo de Darwin en Vivir en la Tierra. La vida, la consciencia y la formación del mundo natural. Un libro que no solo es un libro, sino un registro de los seres vivos que han dado forma a nuestro planeta. También es la culminación de una trilogía que disecciona el despliegue de los habitantes de la Tierra como si fuesen dedos apretando arcilla.
Hace años, Godfrey-Smith inauguró esta serie con Otras mentes. El pulpo, el mar y los orígenes profundos de la consciencia (2016), un descenso a la mente alienígena de los pulpos: esos seres prodigiosos que piensan con los tentáculos. Pocos años después, dio un paso más allá con Metazoos. La evolución de la vida y el nacimiento de la consciencia (2020), un acercamiento biológico al desarrollo de la percepción, el dolor y la voluntad. Ahora, en Vivir en la Tierra (2024), la visión se amplía y se completa: no solo importa cómo evolucionan los organismos, sino cómo reconfiguran el mundo a su paso.
«Una vez que se empieza a observar nuestro planeta desde el punto de la vida, entendida esta como causa -escribe el autor-, muchas cosas se antojan diferentes».

Cómo la vida configura el mundo que conocemos
El relato científico de Godfrey-Smith se estructura en tres actos, como sucede con casi todas las buenas historias. Acto primero: la vida como arquitecta. La fotosíntesis, el momento en que una célula decidió que vivir en grupo era mejor idea que hacerlo en soledad. Las plantas alterando el clima, modelando ríos, terraformando el planeta antes de que existiera la palabra «terraformar»… Acto segundo: la mente humana como herramienta de cambio. El lenguaje, la cultura, las manos que tallan piedras, los ojos que ya vislumbran un futuro que se acelera… Acto tercero: la humanidad como fuerza geológica. No como algo externo a la naturaleza, sino como una variable dentro de la ecuación.
La idea no es nueva: el biólogo y filósofo Jakob Johann von Uexküll ya hablaba del Umwelt, el medio ambiente propio de cada criatura. Un murciélago percibe el aire en forma de ondas, un pez cebra lee el agua como un libro abierto. Ninguno ve el mundo tal como es, porque «tal como es» no significa nada, a no ser que adoptemos la mirada de un dios. En realidad, cada organismo selecciona su realidad y, al hacerlo, también la altera.
Ejemplo: hace 2.400 millones de años, unas bacterias insignificantes, sin cerebro ni voluntad, comenzaron a liberar oxígeno. Sin consultarlo con nadie, sin un plan ni un manifiesto, cambiaron la atmósfera y pavimentaron el camino para la existencia de músculos, nervios, cerebros. Aquella fue la mayor revolución biológica de la historia.
Si unas bacterias pudieron alterar un planeta entero, ¿qué no podrá hacer una especie como la nuestra?
Porque aquí entramos nosotros, los Homo sapiens. Que no solo existimos, sino que transformamos. Que convertimos ríos en presas, bosques en asfalto, animales en datos. Que, al igual que las cianobacterias, hemos desencadenado un cataclismo que ha modificado la superficie del globo. Con el matiz de que nosotros, a diferencia de nuestras antecesoras, sabemos lo que estamos haciendo.

La ética vista desde la biología
Godfrey-Smith observa sin condenar, pero tampoco absuelve los pecados de nuestra especie: «Una panorámica de nuestro lugar en la evolución, en la historia de la Tierra, no nos dice lo que tenemos que hacer. Puede indicarnos acciones, compromisos que podríamos asumir, pero todo ello es, en gran medida, una elección. Podemos afrontar el proyecto de proteger la naturaleza salvaje, pero también podríamos ir en otra dirección, en busca de una Tierra futura más benigna en algunos aspectos, aunque también más empobrecida».
En este sentido, el autor examina la hipótesis Gaia de James Lovelock (la Tierra como un sistema autorregulado, casi como un enorme ser vivo) con ceja arqueada y bisturí en mano. No compra esta teoría, pero la comprende. Al fin y al cabo, la interdependencia de los organismos no es misticismo, sino bioquímica.
También revisa estudios sobre la sincronía en tareas cooperativas –cuando dos mentes trabajan juntas, sus ondas cerebrales laten al unísono– y se pregunta qué significa eso para la evolución de la inteligencia.
Pero ojo, porque, a la hora de observar estos fenómenos, queda claro que la cultura no es un rasgo exclusivo de nuestro linaje. «Esto –subraya el autor–, hoy en día, se antoja falso, y cada vez aparecen más comportamientos aprendidos culturalmente en otras criaturas, sobre todo chimpancés, pero también en muchos más. Las aves lira y los pergoleros son dos ejemplos de ello, las aves lira con sus repertorios de canto y (probablemente) los pergoleros con sus estilos decorativos. Incluso las abejas muestras formas sencillas de aprendizaje cultural. La pregunta de por qué otros animales carecen de cultura ha sido sustituida por otra. ¿Por qué despegó y se volvió tan elaborada en los humanos, mientras que en otras especies siguió siendo, por así decir, un elemento menor (casi inadvertido durante mucho tiempo)?».
No hay respuestas cerradas en Vivir en la Tierra. Hay ideas lanzadas como bengalas en la noche. Por eso, el libro no avanza en línea recta. Es un delta, una red de meandros. De pronto, estamos en la transición del nomadismo a la agricultura; un pestañeo después, en la inteligencia artificial. Las digresiones no son desvíos, sino raíces. Todo se conecta. Todo influye en todo.

Pero hay una constante en esta obra: la ética. Por ello, la cuestión no es si los animales sufren (spoiler: sí, lo hacen), sino qué hacemos con esa información. No se trata de abolir la ganadería, desde luego que no, sino de preguntarse quién querría reencarnarse en un cerdo de granja industrial. En un pollo que jamás verá el sol. En una vaca que nunca caminará sobre la hierba.
«Una vida que valga la pena ser vivida». La frase flota sobre el libro como una amenaza. O como una súplica.
Godfrey-Smith no es un vegano intransigente ni un fanático animalista. No dicta sentencias. Solo observa el cuadro completo y deja que el lector saque sus propias conclusiones.
Y luego está la pregunta final. La que sobrevuela todo el libro, la que late bajo cada página como un tambor de guerra. Si la vida es tan ingeniosa, si la evolución ha construido mecanismos tan improbables como un cerebro que se pregunta por su propia existencia, ¿por qué la vida inteligente parece tan escasa?

Bacterias, algas, líquenes: de esos hay a montones. Pero no ocurre lo mismo con una mente capaz de mirar las estrellas y preguntarse qué hay más allá. Una mente como la del Homo sapiens, que teorice, que imagine, que escriba libros como este. Tal vez no haya nadie más en el universo capaz de ello. Tal vez sí. Tal vez no importe.
Al final, en las últimas páginas, Godfrey-Smith vuelve al océano. Al agua salada, a las criaturas que pululan en la oscuridad de los mares. A ese lugar donde todo comenzó y donde, quizá, todo termine. Llegados a este punto, no hay conclusiones grandilocuentes ni moralejas forzadas. Solo la certeza de que la vida sigue, incansable, transformando el mundo a cada latido.