Cien años del 'Manual de espumas' de Gerardo Diego
El tono general del libro es el de broma profunda, el de humorada con visos de trascendencia
Casi como agarrar una medusa, o una tabla llena de algas o de musgos marinos, es agarrar la cantábrica, oceánica, norteña y precisamente espumosa edición que Imanol Bértolo, de la editorial Papeles Mínimos, ha hecho por encargo de la Fundación Gerardo Diego para conmemorar el centenario de la aparición del Manual de espumas, que se cumple exactamente a finales de este 2024.
Aquel libro, el cuarto que publicaba su autor (nacido en 1896), comenzó a circular en realidad a principios de 1925, pero fue a finales de 1924 cuando por fin se imprimió, tras al menos dos años de frustrantes peripecias editoriales, pues veintipico de los treinta poemas que finalmente formaron y forman el libro se escribieron en la primavera de 1922.
Es bien sabido que el calendario de la creación pocas veces coincide milimétricamente con las preferencias o las necesidades de los editores, pero en este caso Diego, por mucho que se impacientara, salió ganando, ya que se produjo un buen disgusto con el primer editor que aceptó el Manual, el poeta Pedro Garfias, pero fue, al cabo, un disgusto muy positivo, pues hizo que, por una carambola fácil (y tras una intervención de Juan Larrea, íntimo amigo de Diego), finalmente pudiera ser colocado por José Moreno Villa en la crucial colección «Cuadernos Literarios», verdadero punto de encuentro de generaciones literarias españolas, una colección tan importante en su catálogo como modesta en su aspecto a la que algún día alguien debería dedicar una monografía exhaustiva.
El Manual de espumas es, para decirlo rápidamente, el libro de un buen chico. Es un libro muy despierto, muy madrugador, muy audaz en sus propuestas (y por eso a Diego le convenía que saliera cuanto antes, adelantándose a otras iniciativas de renovación lírica), pero, como trato de explicar en el prólogo a esa edición, es también un libro lleno de bonita ingenuidad, de inocencia genuina. En el caso de Diego la vanguardia no fue una guillotina sino una piscina de bolas, no una proclama revolucionaria sino un bondadoso chiste de color local pero de vocación universal.
Diego no era poco ambicioso, no quiero decir eso, pero desde luego no quería epatar a nadie, ni ofender a los padres, ni cambiar ninguna cosa. Quería hacer ruido, probablemente, pero siempre que fuera un ruido colorido, no vociferante. Lo dicho: el libro de un buen chico, católico y formal, el libro de un buen hijo, un buen amigo, un inminente buen marido y buen padre y antólogo inclusivo y generoso…, todo lo contrario de un gamberro. Y si tenía algo de agitador, lo tenía estrictamente en el ámbito del verso.
En el libro hay ripios tremendos, y laísmos que, ésos sí, deberían provocar reacciones de la autoridad competente, pero el tono general es el de broma profunda, el de humorada con visos de trascendencia, el de juego que contempla el mar.
Para entonces Diego no era ya un completo desconocido, pero al año siguiente, gracias a Versos Humanos, lograría un Premio Nacional bastante estrafalario (le dieron el de teatro, ya que había otro premiado en poesía -nada menos que Marinero en tierra, de Alberti- y ninguna obra dramática merecía excesiva consideración…), y enseguida legaría toda la operación del 27, en la que Diego tuvo un lugar estratégico principal, algo que se refrendaría con las antologías de 1932 y 1934 (y qué entretenida y enconada polémica tendríamos si alguien, para conmemorar en un lustro el centenario de éstas, recuperara el espíritu original y ofreciera una muestra amplia de la poesía española a la altura de 2032…).
Gerardo Diego fue un poeta muy fecundo, demasiado, y se diría que sufría de esa ansiedad editorial que aqueja a tantos escritores de versos. Pero al echar la vista atrás hacia su obra, lo cierto es que el Manual de espumas sigue destacando como un libro muy especial. La palabra es esa: «especial». Luego habría mejores, o más importantes, pero como a partir de ahora todos los años, hasta dentro de cincuenta, va a ser el centenario de algún libro del santanderino, es importante recalcar que celebrar el de éste era algo oportuno, por su curiosa calidad y por su alcance.
Lo cierto es que, a pesar de ser un libro conocido y estimado, no ha tenido tantas ediciones, ni mucho menos, como cabría pensarse (una en Cátedra, al volante de la profesora Milagros Arizmendi, y en las tres ocasiones en que se ha reunido la poesía completa de Diego, ordenada por el propio autor y editada por Francisco Javier Díez de Revenga), así que esta de hoy era casi necesaria e, insisto, un verdadero acontecimiento tipográfico: la edición en semifacsímil y con álbum iconográfico de imágenes es ejemplar, un poco de océano que colocar en toda buena biblioteca.