Anne Michaels, contar el trauma desde el interior
La autora teje una red en la que las secuelas y el desarraigo tras la guerra se perpetúan de diferentes formas
Cuando Anne Michaels (Toronto, 1958) publicó su primera novela, Piezas en fuga (1996), el escritor John Berger rebatió la famosa frase de Theodor Adorno, «No se puede escribir poesía después de Auschwitz», para afirmar que, por fin, había sido posible. Para entonces, la autora ya contaba con una trayectoria sólida como poeta, pero fue la novela la que la catapultó al éxito, con numerosos premios, traducciones, una adaptación al cine y años en la lista de libros más vendidos de Canadá.
Piezas en fuga exploraba el trauma, el duelo, la pérdida y la memoria a propósito del Holocausto, que se propagan generación tras generación en una familia, aunque unos no sufrieran el genocidio en primera persona. Con una narración sensorial y sutil, la autora focaliza la narración en la vida interior más que en los hechos, en la percepción que cada uno tiene en relación con el dolor y, por extensión, con su entorno, con lo que escucha en los supervivientes y lo que callan. Ella misma, que no vivió la Segunda Guerra Mundial pero creció como niña de la posguerra, sabe bien de lo que habla.
En sus novelas sucesivas ha continuado explorando esos temas desde diferentes marcos históricos y planteamientos narrativos. La segunda, La cripta de invierno (2009), que se hizo esperar trece años, se desarrolla en el Egipto de los años sesenta y entra de lleno en el conflicto de la pérdida de territorio, del espacio físico como lugar de pertenencia y de legado colectivo, en relación con la construcción de la gran presa de Asuán, llevada a cabo bajo el régimen de Nasser en plena Guerra Fría. Más allá de las tensiones políticas, y pese a ir ligada a una etapa de expansión económica del país, el proyecto ocasionó pérdidas significativas de patrimonio cultural en Nabia, asunto que Anne Michaels conecta con la vida de un judío polaco que huyó de su país tras la invasión nazi.
Su última novela, El abrazo (2023; Alfaguara, 2024, trad. Eva Cruz) se ha demorado otros catorce años; al leer su voz elusiva, destilada como un licor de alta graduación, con una impronta poética cuasi etérea, se comprende bien por qué. Esta vez la acción nos retrotrae a la Francia de la Primera Guerra Mundial, donde un soldado británico malherido yace en el campo de batalla, a la intemperie. Desde allí, mientras espera la muerte, solo puede recordar. En la siguiente parte, el joven, recuperado, ha regresado a su tierra, donde regenta una tienda de fotografía junto a su pareja. Pero no es oro todo lo que reluce, y las consecuencias de lo vivido años atrás se cuelan en el día a día.
Con una estructura que alterna lugares, tiempos y generaciones, la autora teje una red en la que las secuelas y el desarraigo tras la guerra se perpetúan de diferentes formas. Pese al fondo histórico, la autora no busca fines didácticos, ni lo que se dice una narración «inmersiva». No se centra en los acontecimientos, lo externo, sino en la conciencia, el aliento íntimo de cada personaje. Es ahí donde encuentra los nexos entre ellos, aunque los separen décadas, aunque se mezclen entre ellos sujetos imaginarios y reales: la muerte, el dolor, la compasión, la posibilidad del amor entre almas rotas después de una vivencia traumática. Esa dificultad para forjar y mantener los vínculos emocionales tras la experiencia bélica del soldado es uno de los puntos fuertes, la prueba más clara de la naturaleza ilusoria de la idea de retorno, de supervivencia. Se vuelve de la guerra, quizá, pero aunque se vuelva vivo no se vuelve como antes.
Ese daño irreparable, tan pesado que se arrastra generación tras generación por mucho que los descendientes vivan en entornos (teóricos) de paz, dota de un peso singular la narración de Anne Michaels. Se suele pensar que se tarda menos en leer un libro breve (El abrazo no llega a las doscientas páginas, con un tamaño de letra cómodo) que un «ladrillo» extenso, pero en la práctica el tiempo depende del estilo, de la hondura de la narración, de la agilidad del ritmo, de lo que pide, exige, cada autor. La prosa de Anne Michaels no es densa en un sentido barroco o difícil; aun así, ese revestimiento lírico, junto con la composición fragmentaria, mantiene una cadencia suave, más insinuante que explícita, que lleva a una lectura atenta, entre líneas, de las que gustan de detenerse en un pasaje, releer, cavilar, subrayar (quien tenga esa costumbre).
Hay otro motivo recurrente, los artes o técnicas de captura de imágenes; además de la mencionada tienda de fotografía, aparecen un pintor figurativo o un fotorreportero de guerra. Es la pregunta latente acerca de cómo miramos, cómo captamos la realidad, qué comunicamos al mundo a través de la imagen, qué separa lo artístico de lo informativo o funcional. Interviene asimismo un sombrerero, descendiente de una estirpe de sastres que se enriqueció cosiendo uniformes para el ejército durante la guerra; la línea no tan lejana entre la prenda exquisita y la indumentaria fabricada en serie, despersonalizada, concebida para terminar en el barro, rota, manchada de sangre.
En comparación con Piezas en fuga, en El abrazo aumentan el número y la dispersión de los personajes y escenarios, algo que conlleva menos desarrollo de cada uno y que puede dificultar su lectura, porque los nexos entre ellos no son siempre evidentes ni se logra la implicación emocional del largo alcance. No sería descabellado preguntarse hasta qué punto pueden haber afectado, en su concepción, los avances tecnológicos de las últimas décadas, que reducen la atención prolongada y conducen a lo fragmentario. La escritora Joyce Carol Oates, al reflexionar sobre el asunto, admite que desde que trabaja en el ordenador se ve incapaz de escribir un manuscrito del tirón, de principio a fin, que redacta por escenas, reescribiendo más cada frase sobre la marcha gracias a las facilidades del procesador de textos.
En cualquier caso, la fuerza poética de Anne Michels, el halo como de ensoñación que impregna sus obras y la resonancia de temas con trascendencia moral siguen ahí, y explican por qué El abrazo ha sido finalista del Premio Booker 2024, entre otros reconocimientos. La novela es una demostración brillante de cómo reflexionar sobre la memoria histórica sin hacer novela histórica, cómo reflejar la brutalidad de la guerra (en múltiples vertientes) sin entrar en detalles escabrosos ni recrearse en la violencia (algo tan frecuente en literatura de un tiempo a esta parte). Al contenerlo todo en la psique de los personajes, en los silencios, pone de relieve esa otra violencia que, precisamente por no estar a la vista, es más inaccesible y cuesta de ver. Sus libros, El abrazo también, tienen una elegancia en el decir y una hondura en el fondo difíciles de igualar.