La copa falsa de Messi o los dineros de la iconografía deportiva
La anécdota de la final muestra el alza de la industria del fetichismo deportivo, donde empresas como Fanatics llegan a los 30.000 millones de euros de valoración
El Mundial de Qatar dejó la semana pasada un epílogo lindante con el surrealismo. El diario argentino Clarín confirmó el rumor que había empezado a correr por las redes sociales: la copa que Messi alzaba tras su victoria definitiva en el estadio Lusail era falsa. Para describir la anchura de tal sacrilegio, varios medios acudieron al adjetivo «icónica» para referirse a la imagen que unía al héroe con el objeto mágico que recompensa su épica. «Mítica» podría valer. La peripecia de Messi encaja con, por ejemplo, el esquema arquetípico de Joseph Campbell que suele resumirse con el concepto de «monomito». En realidad, hay análisis más rigurosos del mito (véase, por ejemplo, la del académico Juan José Prat), pero el de Campbell ha obtenido una mayor difusión en buena parte porque acierta a explicar que cualquiera puede ser ese «héroe», algunas realizaciones resuenan con mayor fuerza en el imaginario colectivo. Por ejemplo, la de Messi más que la mía. Porque Messi es un icono. La RAE le da una segunda acepción al término como «persona que se ha convertido en símbolo o representante de algo». Messi, con la copa del mundo, es el éxito, el fútbol, Argentina… Lo que quieran. ¿Por qué su corona de laureles era falsa, entonces? Por el dinero.
En la ceremonia ad hoc, el presidente de la FIFA, Gianni Infantino, le dio la copa auténtica, de oro macizo, a Messi, que lógicamente se la llevó a sus compañeros. Ahí pasó de mano en mano, hasta que le llegó a Ángel Di María. Este contó más tarde que, cuando le tocó disfrutarla, se le acercaron unos agentes de seguridad que le instaron a no dársela a nadie más. El extremo ahora en la Juventus miró hacia la otra punta del campo, donde estaba entonces el Héroe con mayúsculas, y lo vio con otra copa. Una versión falsa, en realidad un souvenir bastante logrado, que habían colado unos aficionados argentinos.
Los responsables de seguridad del estadio Lusail aprovecharon la oportunidad (quizá incluso la provocaron, quién sabe) para evitar que el icónico objeto corriera más riesgos de los necesarios. Había precedentes.
El trofeo de 6.142 kilos, cinco de ellos de oro, que unge al campeón del mundo recibe actualmente el nombre de Copa Mundial de la FIFA. Nació en 1974, para el Mundial de la República Federal Alemana. Hasta entonces, tal misión correspondía al trofeo Jules Rimet, que Brasil se quedó en propiedad en 1970 al conseguir su tercer título.
Aunque se entregaba desde el primer campeonato, en 1930, la Jules Rimet recibió su nombre definitivo en 1946, en homenaje al primer presidente de la FIFA. Procedente de una época más respetuosa con los mitos (el concepto de elegancia es más relativo), la figura de Niké, diosa griega de la victoria, tenía mayor relevancia que en la versión actual. Sobre una base de lapislázuli en la que se grababan los nombres de los campeones, se alzaban 3,8 kilos de plata chapada en oro. Alimento para la codicia.
Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, los nazis unieron la codicia con la soberbia para arramblar con todo lo que consideraban de valor. La copa Jules Rimet reposaba en un banco de Roma, ya que su custodia correspondía a Italia, última ganadora del Mundial, en 1938. En una historia digna de Hollywood, el vicepresidente de la Federación Italiana de Fútbol, Ottorino Barassi, intuyó que la Gestapo terminaría allanando el banco, así que se la llevó a su casa y la guardó en una caja de zapatos.
Terminado el conflicto, el trofeo vivió décadas de sosiego hasta que, poco antes del Mundial de 1966 en Inglaterra, lo robaron del Central Hall Westminster de Londres, donde se exhibía junto a una exposición filatélica. El escándalo internacional fue mayúsculo. Aunque Scotland Yard se empleó a fondo, fue Pickles, el perro de un tal Mr Corbett, el que descubrió el tesoro de la FIFA en un arbusto, envuelto en papel de periódico. Una marca de productos para mascotas recompensó a Pickles con alimento de por vida. Tan tarde como en 2018 se reveló que el ladrón, conocido como Mr. Crafty, pensó en pedirle 150.000 libras a la federación inglesa. Una fortuna en aquella época: el valor «icónico» del fútbol cotizaba ya al alza. El chantaje no culminó porque Mr. Crafty, que murió en 2005 sin que lo hubieran pillado, se asustó cuando la Policía detuvo a un cómplice.
Menos suerte tuvo la Jules Rimet en 1983. Desde que Brasil la ganara por tercera vez en México 1970, reposaba de forma definitiva (o eso se pretendía) en la sede de la Confederación Brasileña de Fútbol. Una banda de ladrones locales se hizo con ella y cometieron el peor sacrilegio imaginable: se la dieron a un joyero para que fundiera los metales preciosos. Para colmo, el joyero era argentino… La Policía capturó a los ladrones gracias a la denuncia de un cómplice habitual de la banda que se había negado a dar ese golpe porque su hermano había muerto de un infarto por la emoción de la final de 1970. En según qué geografías, la cotización del valor «icónico» oscila más abruptamente entre el mercado sentimental y el financiero. Lamentablemente, el joyero había cometido ya su sacrilegio y de la Jules Rimet original solo queda la base de lapislázuli.
El fútbol y su condición icónica se repusieron y siguieron creciendo, robustos y lucrativos, hasta llegar a un Mundial celebrado en invierno y en un país sin tradición futbolera, pero con mucho dinero. ¿Cuánto valdría la Copa Mundial de la FIFA que alzó Messi en el estadio Lusail? El pasado mayo, Sotheby’s subastó la camiseta de la mano de Dios de Maradona, la de aquel gol a Inglaterra en el Mundial 86, por 8,5 millones de euros, arrebatándole el récord de objeto deportivo más caro de la historia a la camiseta del jugador de béisbol Babe Ruth, vendida por cinco millones de dólares.
La nota sobre la camiseta del catálogo de Sotheby’s culmina con una cita de la autobiografía de Maradona: «Fue como ganarle a un país, no a un equipo de fútbol. Aunque antes del partido dijimos que el fútbol no tenía nada que ver con la guerra de Malvinas, sabíamos que allí habían muerto muchos chicos argentinos, que nos habían acribillado como pajaritos… Era nuestra revancha, era… recuperar una parte de Malvinas. Todos decíamos de antemano que no debíamos mezclar las dos cosas, pero era mentira. ¡Una mentira! No pensamos en nada más que en eso, ¡como el infierno iba a ser un partido más!».
En una suerte de justicia poética, el poseedor del objeto icónico subastado era el centrocampista inglés Steve Hodge, que había cedido involuntariamente el balón a Maradona en la jugada de la mano de Dios. Se la pidió al icono mismo tras el partido y se la llevó a su casa. Desde 2002 la dejó en préstamo en el Museo Nacional del Fútbol de Manchester… hasta que el valor icónico del mercado financiero, alimentado por el factor nacionalista de la arenga maradoniana, pesó más que la nostalgia.
Símbolos, en fin. Materializaciones de poderosas pulsiones. Y, detrás, siempre pisándole los talones, el ánimo de lucro. Por ejemplo: la multinacional del merchandising deportivo Fanatics acaba de alcanzar una valoración de 29.600 millones de euros, más que muchas empresas de nuestro Íbex 35; el MarketWatch del Dow Jones instaba a los inversores a no perderla de vista.
A veces son los mismos deportistas los que le sacan rendimiento a su aura. Aquí ya explicamos cómo Autograph, la empresa de autógrafos en NFT que el jugador de fútbol americano Tom Brady cofundó en julio, ya había recaudado en enero 170 millones de dólares en una ronda de financiación.
Y, también, que Messi, el hombre icónico por antonomasia estos días, presentó un par de meses antes del Mundial su holding Play Time, una empresa de inversión con sede en San Francisco. Entonces nos preguntábamos cuánto podría costar un autógrafo digital, autentificado a través de NFT, de un Messi a punto de afrontar uno de sus últimos partidos en un Mundial. Volvemos a plantear la pregunta ahora que una anécdota sobre su imagen icónica se convirtió en una de las grandes noticias de los últimos días.