¿No es un escándalo que una entrada para ver a Rosalía cueste casi medio SMI?
Cada cual es libre de pensar lo que le dé la gana, naturalmente, pero los mercados se dedican a asignar recursos, no a impartir justicia
Las entradas del Motomami World Tour de Rosalía han desatado una pequeña tormenta en Twitter. En el Wizink Center de Madrid, los precios alcanzan los 413 euros y un tal SergioOpina los considera «deplorables, máxime en plena pospandemia».
Este problema de la carestía de la gira no es exclusivamente español. The Guardian titulaba en febrero que «a las clases trabajadoras se les está impidiendo ver a los cantantes que ama». En el artículo, la agente musical Natasha Gregory argumenta en su descargo que la covid ha obligado a realizar limpiezas mucho más exigentes y que las cancelaciones de última hora han disparado los reembolsos. Por su parte, Greg Parmley, director ejecutivo de LIVE, la patronal británica de los espectáculos en directo, aduce las «bien conocidas presiones inflacionarias que afectan a la economía general».
El diario precisa, sin embargo, que la subida de las entradas «rebasa con creces la del IPC» y cita el último informe trimestral de Live Nation, el mayor organizador de conciertos del mundo, en el que se congratula porque «la fortaleza de la demanda ha permitido subir los precios».
Vamos, que las entradas están más caras porque les da la gana y la gente traga. ¿Es eso justo?
El sistema de precios
En El uso del conocimiento en la sociedad, uno de los trabajos por los que recibiría el Nobel en 1974, Friedrich von Hayek explica que, para «establecer un orden económico racional», un planificador debería «disponer de la información relevante». Por desgracia, esta se encuentra dispersa en una infinidad de agentes y es dudoso que ninguna autoridad fuese capaz de agregarla, aunque únicamente sea porque a menudo ni siquiera se manifiesta. Pero es que, además, no hace falta. Las señales que envían los precios permiten hacer un uso eficiente de los recursos. Hayek cita el caso del estaño: si su cotización aumenta, no hay que romperse la cabeza determinando cuál es la causa para ponerle remedio. Consumidores y productores reaccionarán automáticamente consumiendo menos y produciendo más, igual que un ingeniero que tiene delante las manecillas de un manómetro.
Este mecanismo tiene la belleza de su simplicidad y la ventaja de que no es muy intensivo en neuronas. Hayek sospechaba que por eso no gozó nunca del favor de los expertos y en El uso del conocimiento… no se resiste a traer a colación una cita del filósofo Alfred Whitehead: «Es un tópico profundamente erróneo, repetido en todos los manuales y en los discursos de personajes eminentes, el de que deberíamos cultivar el hábito de pensar en lo que hacemos, cuando lo que ocurre es justamente lo contrario: una civilización avanza a medida que aumenta el número de operaciones importantes que sus miembros pueden realizar sin pensar en ellas».
El que el sistema de precios sea elegante y fácil de usar no significa que esté exento de pegas. Hay numerosos ejemplos. Sin salir de los Nobel, George Akerloff demostró en El mercado de los limones que el temor a ser estafado impide que el comprador de un automóvil de segunda mano pague un precio elevado, lo que induce a los vendedores de los vehículos que están en mejor estado a sacarlos del mercado. La consecuencia es una selección adversa, en la que los limones (coches malos) desplazan a los melocotones (coches buenos).
A pesar de estos fallos, nadie ha conseguido «diseñar un mecanismo alternativo», dice Hayek, y no solo por la imposibilidad de agregar la información relevante. Tampoco compartimos una escala de prioridades. A diferencia de lo que ocurre en matemáticas o física, donde cada problema tiene una y solo una solución, en política todo está sujeto a debate. Para unos la virtud suprema es la libertad, para otros la igualdad y no hay modo de resolver racionalmente esta disputa, de modo que cualquier intento de basar la justicia distributiva en una moral concreta conduce a la opresión, como la historia ha demostrado reiteradamente.
Equilibrio aceptable
El mercado asigna recursos, no imparte justicia. El resultado final deja seguramente que desear desde un punto de vista ético, pero, como plantea André Kostolany, ¿qué prefiere usted: un pastel grande repartido de forma poco equitativa o un pastel pequeño repartido equitativamente y cuyos mayores trozos son más pequeños que los trozos menores del pastel grande?
Los Gobiernos occidentales se han afanado por buscar un equilibrio aceptable entre eficiencia y justicia y disponen de diferentes instrumentos, pero limitar los precios no es el más aconsejable. La imposición de un techo provoca invariablemente una caída de la producción. «Los artistas no son cerdos materialistas», me objetará, «siguen una vocación y no se arredran ante la falta de incentivos económicos». No discuto que eso sea así en algún caso, pero a juzgar por lo activo que es el sector demandando subvenciones, me da a mí la impresión de que la mayoría se rige por la ley de la oferta y la demanda, como el resto de los mortales.
Naturalmente, vivimos en una democracia y, si tras el correspondiente debate se determina que asistir a los conciertos de Rosalía es un derecho de las clases trabajadoras, el Estado podría ayudar a los ciudadanos que acreditaran unos ingresos inferiores al 60% del salario mediano. Pero, ¿por qué bonificar las entradas de Rosalía y no las del Atlético de Madrid?
Sí, la vida es un asco e, increíblemente, no podemos hacer todo el tiempo todo lo que nos apetece.