Qué es lo que sujeta la cotización del bitcóin y por qué prohibirlo sería un pecado de soberbia
Ningún activo está libre de fiebres especulativas. Es una regla universal y afecta lo mismo a las criptodivisas que a los tulipanes, los cuadros de Monet o los pisos
En mayo de 2016, a mi amigo Javier Díaz-Giménez lo invitaron a comer unos inversores y, durante la sobremesa, uno de ellos le comentó que el bitcóin valía ya 600 dólares y que su progresión parecía imparable.
—Esto se va a 1.000, Javier —le dijo—, yo creo que esto se va a 1.000.
Javier da clases de economía en el IESE y, muy académicamente, ajustó su respuesta a lo que dicen los manuales al uso.
—¿Cómo que a 1.000? —exclamó—. ¡A cero se tiene que ir!
A lo largo de la historia, la mayoría de los objetos que la humanidad ha empleado como instrumentos de pago (las pepitas de oro, los saquitos de sal, las cajetillas de cigarros, las latas de caballa) han tenido un valor intrínseco que actuaba como suelo. Si de repente dejaba de aceptarse para los intercambios, siempre podías fumarte la cajetilla o comerte la caballa o vendérselas a alguien. Pero, ¿qué haces con un bitcóin? Es una anotación en un registro digital. Carece de valor intrínseco. No tiene suelo. No podía irse a 1.000.
Pero, ¿y si sí?
Los enemigos de la libertad
Cuando algo se nos antoja evidente, que nos contradigan nos sume en una molesta perplejidad que generalmente despejamos denigrando al antagonista. No sabe de lo que habla, esconde algún motivo inconfesable.
Es una reacción que goza de ilustres precedentes. Para Jean Jacques Rousseau, el problema político por excelencia era construir una comunidad en la que cada cual, sin dejar de hacer lo que quisiera y manteniéndose tan libre como en el idílico estado de naturaleza, viviera en armonía con los demás.
¿Cómo podían conciliarse las dos exigencias? Rousseau se sintió muy atormentado por este dilema hasta que «súbitamente, surgió ante sus ojos una respuesta cegadora», cuenta Isaiah Berlin. «En una carta a Malesherbes hace un minucioso relato de cómo se le ocurrió». Se dirigía a visitar a su amigo Denis Diderot a la prisión, cuando lo golpeó de pronto un rayo de inspiración tan deslumbrante, que «se sentó a un lado del camino y lloró».
¿Cuál era esa solución? La libertad del hombre, observa Rousseau, consiste en que no se le impida disfrutar de aquello que desea, pero, advierte a renglón seguido, no todo deseo es igualmente legítimo. Lo bueno debe cumplir determinadas condiciones. Y del mismo modo que lo que un científico demuestra adecuadamente es aceptado por el resto de los científicos, la conclusión a la que en el ámbito de la ética llega alguien a partir de una premisa verdadera y con ayuda de las reglas correctas, coincidirá necesariamente con la que el resto de las personas racionales alcancen.
Las consecuencias de esta argumentación son inquietantes. Cualquiera que se separe de la opinión dominante en un momento dado ha sido corrompido. Basándose en esta premisa verdadera y con ayuda de las reglas correctas, Stalin y Hitler confinaron a millones de compatriotas en campos de concentración o de exterminio.
Podríamos pensar que Occidente aprendió aquella lección, pero la lógica de Rousseau persiste en infinidad de reclamaciones bienintencionadas. Hay que censurar a Chanel, porque «baila para seducir a vuestro padre, marido, hijos, hermanos y vecinos» y, con cada caderazo, los sume en un frenesí insoportable. Hay que expulsar a Donald Trump de Twitter, porque las redes están llenas de débiles mentales que pueden caer en la tentación de hacerle caso o, peor aún, de votarle. Hay que cerrar la Fox porque sus presentadores alientan teorías disparatadas que inducen a cometer atentados. Hay que prohibir las criptodivisas para proteger a los ciudadanos de su propia codicia.
Todas y cada una de estas propuestas se fundamentan en la suposición universal de que yo soy listo y los demás, idiotas.
Pero, ¿y si no?
La base de la confianza
Ningún activo está a salvo de fiebres especulativas. Nunca faltará gente que compre o venda simplemente porque ve que otros compran o venden. Es una regla universal y afecta lo mismo a las criptodivisas que a los tulipanes, las pinturas impresionistas o los pisos. Las burbujas se inflan y desinflan al compás de las emociones y con independencia del valor intrínseco del objeto de inversión.
¿Cuál es, por otra parte, el valor intrínseco de un billete de 100 dólares? Unos pocos centavos. Aunque en su día existía la posibilidad de convertirlo en oro en el banco central, ese compromiso ha desaparecido y hoy aceptamos el papelito básicamente en la confianza de que otros lo aceptarán. Esa confianza es la que actúa como suelo.
Pero el dólar, dirán, cuenta con el respaldo de la Reserva Federal de los Estados Unidos. Y el bitcóin, responden los expertos, con el de una comunidad de millones de personas. Puede ser un suelo más movedizo y complicado de determinar, pero no deja de ser un suelo.
Aquella tarde de mayo, mientras regresaba de su comida, Javier no había caído aún en esa explicación. Le reconcomía la constatación de todas las ocasiones en las que había estado firmemente convencido de algo que, al cabo del tiempo, se había revelado erróneo.
¿Y si esta era otra de esas ocasiones? ¿Y si sí?
En su casa tiene una caja antigua de galletas en donde mete de cuando en cuando 100 euros. Es un dinero que usa luego para caprichos, como comprarse una bicicleta. La abrió mientras en la cabeza le martilleaba la frase del inversor. «Esto se va a 1.000, Javier, yo creo que esto se va a 1.000». Hizo un rápido recuento. Había 2.000 euros y se los gastó en tres bitcóins. «Total», se dijo, «la bici me la acaban robando normalmente».