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El ascensor social sigue funcionando, y bastante mejor en Europa que en EEUU

Muchas de las quejas de la juventud actual están más que justificadas, pero las profecías de un futuro apocalíptico no son más que ciencia ficción y charlatanería

El ascensor social sigue funcionando, y bastante mejor en Europa que en EEUU

En las colas que se forman ante las oficinas del Servicio Público de Empleo Estatal (SEPE) abundan los jóvenes. | Óscar Cañas (Europa Press)

Cuando en el verano de 1984 me licencié del Ejército como cabo tomatero (me pillaron copiando en el examen para cabo primero), mis perspectivas profesionales no eran las más halagüeñas. Había venido al mundo en medio de la gran explosión demográfica de finales de los 50, el famoso baby boom, y me incorporaba a un mercado aún conmocionado por la no menos famosa crisis del petróleo. O sea, que mi cohorte no solo era más numerosa que las precedentes, sino que tenía menos huecos donde encajar. La economía, que había crecido a tasas anuales del 7% entre 1960 y 1973, no llegaba ahora al 2%. El paro juvenil, cuya magnitud del 29,8% nos escandaliza hoy, superaba el 44%. El tipo de interés hipotecario rondaba el 14% y el pago de las cuotas consumía más del 50% de la renta utilizable, frente al 30,18% actual.

Yo no lo sabía, pero como me explicaría un tiempo después el sociólogo Julio Camacho, éramos además «una generación atrapada entre dos generaciones protagonistas»: la que había ganado la guerra, cuyos miembros se habían aferrado al poder hasta bien entrada la sesentena, y la que había ganado la Transición, que eran casi unos adolescentes. «A comienzos de los 80», observaba Camacho, «los representantes españoles en los foros internacionales llamaban la atención por su bisoñez. En un mitin de las Juventudes Socialistas, a Felipe González lo presentaron encareciendo a los asistentes lo afortunados que eran por tener un presidente de su edad y él respondió que no estaba tan seguro. Por un lado, suponía una sensibilidad más cercana a sus problemas, pero también provocaba una situación objetiva de bloqueo».

Teníamos buenos motivos para lamentarnos y hacer nuestras las acusaciones que mi coetáneo Douglas Coupland pone en boca de Dag, uno de los protagonistas de su novela Generación X. «¿Crees que disfruto oyéndote hablar de tu nueva casa de un millón de dólares?», le espeta a su jefe, un antiguo hippy reconvertido en yuppy de cola de caballo. «Una casa que ganaste en la lotería genética, podría decir, por el mero hecho de haber nacido en el momento adecuado de la historia. Ahora mismo, Martin, no durarías ni 10 minutos si tuvieras mi edad. Y tendré que aguantar a majaderos como tú el resto de mi vida, tipos que siempre se llevan el mejor trozo de la tarta y luego ponen alambre de espino alrededor de lo que queda».

Por primera vez desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, el progreso parecía haberse congelado. ¿Se había estropeado el ascensor social?

Movilidad absoluta y relativa

Hay dos grandes formas de evaluar la movilidad social. La primera consiste en comprobar «si los ingresos de los hijos son mayores o menores que los que tuvieron sus padres cuando tenían su edad (corregidos por las diferencias en el coste de la vida)», escribe el investigador de Caixabank Research Josep Mestres.

Esta movilidad se conoce como absoluta y está muy condicionada por la marcha del país. Puede, por ejemplo, desplomarse por el estallido de una guerra, como les acaba de ocurrir a los ucranianos, o puede por el contrario dispararse tras la revalorización de tus bienes de exportación, como les sucedió a los venezolanos y los árabes en 1973 con el petróleo.

En ausencia de eventos extraordinarios y dado que la competencia obliga a las compañías a innovar y mejorar constantemente su productividad, las economías de mercado tienden a impulsar los niveles de vida de una generación a otra, y así lo corrobora para Europa un informe de Eurofound de 2017. En Estados Unidos el asunto está menos claro. Varios estudios establecen que «entre el 65% y el 85% de los individuos tienen hoy en día unos ingresos superiores a los de sus padres», dice Mestres. «Sin embargo», puntualiza a renglón seguido, «esta afirmación no está libre de controversia». Un artículo publicado por Raj Chetty en 2017 rebaja a apenas el 50% los estadounidenses nacidos en los 80 que estarían mejor que sus progenitores. El deterioro habría sido «particularmente grave» en el llamado Rust Belt (Cinturón del Óxido), la región situada al sur de los Grandes Lagos, cuyas manufacturas se han visto desplazadas por las importaciones asiáticas.

De todos modos, aunque la movilidad absoluta es importante, la que asociamos con la igualdad de oportunidades y el ascensor social es la relativa. «Incluso si todos fuesen más ricos que sus padres», escriben Richard Reeves y Joanna Venator, del think tank Brookings, «pocos se sentirían satisfechos si permanecieran estancados en el mismo punto de la pirámide de ingresos. Queremos crecimiento y prosperidad, pero también fluidez y equidad». Para determinarla, se suele usar «la probabilidad de que un hijo pase al quintil más alto de renta si su padre estaba en el quintil más bajo», escribe Mestres. Y todos los cálculos coinciden en que ese parámetro no ha experimentado cambios relevantes en las últimas décadas, ni en Europa ni en Estados Unidos.

«Parece, pues, que el ascensor social continúa funcionando», concluye Mestres.

Por qué traicionamos a nuestros hijos

Al final, mi generación se las arregló bastante bien. Encontramos empleo, prosperamos personal y profesionalmente y, a pesar de la malhadada lotería genética, también pudimos comprarnos casas. De hecho, nos compramos tantas casas que a principios del siglo XXI provocamos una burbuja inmobiliaria.

No discuto que los jóvenes actuales carezcan de motivos de queja. En un artículo de Actualidad Económica titulado «¿Por qué traicionamos a nuestros hijos?», el economista jefe de Arcano Research Ignacio de la Torre enumeraba algunas claras injusticias de las que son víctimas. Primero, les estamos dejando «una deuda pública históricamente desproporcionada». Segundo, recortamos los capítulos de gasto que más les afectan y preservamos los que favorecen a los adultos, como quedó demostrado durante la Gran Recesión: «de las tres mayores partidas (pensiones, sanidad y educación), la elegida para sacrificar fue justamente la tercera». Finalmente, hemos levantado un sistema laboral que «se ceba» con ellos.

A todo ello habrá que meterle mano, y mejor pronto que tarde. Pero tampoco nos pongamos tremendos. Como me decía el economista de la Pompeu Fabra Sergi Jiménez Martín, estas profecías de un futuro apocalíptico son «ciencia ficción, charlatanería barata». Y añadía: «Los jóvenes se adaptan y finalmente dominan, es una ley natural. Los que están hoy arriba se verán sustituidos por los que vienen detrás, y no hay más. Puede que se dé cierto retraso, pero eso es todo».

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