Todas las crisis traen un pan debajo del brazo. ¿Qué hemos aprendido de las dos últimas?
No siempre las recesiones son producto del desgobierno. Incluso las economías mejor administradas se ven afectadas por choques externos, como una guerra
Oí una vez que con las guerras se aprende mucha geografía, y es cierto. Las de Yugoslavia nos ayudaron a colocar en el mapa a Belgrado, Zagreb, Liubliana o Split, que hasta entonces creíamos que eran equipos de baloncesto. Tampoco quedarán muchos que, tras la invasión de Ucrania, no sepan dónde están Odesa, la península de Crimea o el mar de Azov.
Con las crisis pasa algo parecido: se aprende mucha economía.
Tema 1. La inflación
Antes de 1973, por ejemplo, había cuajado en buena parte de Occidente (con la excepción de Alemania) la convicción de que la inflación era un mal menor. Franco recurría rutinariamente a ella para estimular el crecimiento y, solo a base de un enorme desgaste, los tecnócratas consiguieron convencerlo de que así no íbamos a hacer carrera. «Nos apretaremos el cinturón, Navarro», le dijo resignadamente en 1959 al entonces ministro de Hacienda, Mariano Navarro Rubio.
Muchos populistas comparten todavía la idea de que una pequeña espiral tampoco es tan grave, pero antes del embargo petrolífero no estaban solo en Venezuela o Argentina, sino en el corazón de la Casa Blanca. Paul Krugman cuenta en Vendiendo prosperidad que «en 1968, Lester Thurow [profesor de Harvard y miembro del Consejo de Asesores Económicos de Lyndon Johnson] abogó por una política nacional de paro del 3%, aceptando las consecuencias inflacionistas, como condición necesaria para sacar a los grupos minoritarios del círculo vicioso de la pobreza».
«Naturalmente», sigue Krugman, «nada de esto ocurrió». El IPC de Estados Unidos se fue al 13% y el desempleo, al 10,7%.
La dura medicina aplicada a partir de 1980 por Paul Volcker desde la Reserva Federal inauguró, por el contrario, un prolongado periodo de bonanza y todos nos concienciamos de la importancia de tener los precios controlados.
Así aprendimos lo que es la inflación.
Tema 2. El déficit público
La siguiente materia del temario fue el déficit público. Recuerdo a un prócer socialista argumentando en La Clave, en vísperas de la arrolladora victoria de Felipe González en 1982, que no había que tener miedo al déficit público. Convirtiendo en regla general lo que John Maynard Keynes consideraba una excepción para tiempos de crisis, los aprendices de brujo de la izquierda pretendían administrar a España una inyección de gasto que, igual que el óxido nitroso de Fast and Furious, nos diera un soberano empujón y nos permitiera recuperarnos en una legislatura de nuestro secular atraso.
Naturalmente, parafraseando a Krugman, nada de esto ocurrió. Sucede que el efímero acelerón inicial se ve más que neutralizado por el peso de la carga financiera, que lastra la capacidad de crecimiento. Este empobrecimiento no es instantáneo, por lo que no es desgraciadamente fácil de apreciar por el ciudadano. De ahí que tantos salvapatrias sigan insistiendo en la falacia de que la deuda (per se y sin otras reformas estructurales) es indispensable para el desarrollo.
Lo que sí es más perceptible es el fenómeno contrario: el progreso que experimenta una nación cuando sanea sus cuentas. Esa disciplina del gasto fue la receta que aplicó el PP tras su victoria de 1996. Lejos de «poner en peligro» gastos e inversiones «fundamentales para un mayor crecimiento futuro», como alertaba el Consejo Superior de Cámaras de Comercio y El País recogía agoreramente, la reducción del déficit público acometida por José María Aznar y Rodrigo Rato suscitó la aprobación entusiasta de los mercados, cuyo viento favorable resultó decisivo para incorporarnos en la primera ola del euro.
Así aprendimos lo que es el déficit público.
Tema 3. La balanza exterior
El tercer tema que nos cayó fue la balanza de pagos. Recuerdo una entrevista que le hice a Luis Ángel Rojo cuando en 2006 le concedieron (con toda justicia) el premio Jaime I de Economía. «La situación de España no es sostenible, viene una racha mala», me advirtió. Pongámonos en contexto. Occidente, 2006. «El problema central de la prevención de la depresión está resuelto», sostiene el nobel Robert Lucas. Hemos entrado en la Gran Moderación, asegura Ben Bernanke. Ya no hay ciclos económicos. Alan Greesnpan nos ha enseñado a domesticarlos y Bob Woodward le rinde homenaje con una hagiografía titulada Maestro. La economía mundial crece a un ritmo del 4,5% y la española, del 4,1%. No se ven nubes en el horizonte y nadie ha oído hablar de Nouriel Roubini.
En medio de ese panorama apacible, ¿qué inquietaba a Rojo?
«La inflación y el tremendo déficit de la balanza de pagos», me explicó.
«Pero», le dije yo, «una vez dentro del euro, el endeudamiento que podamos tener con Alemania es como el que tiene Murcia con Soria».
«Los déficits exteriores de las regiones», respondió, «son tan perniciosos como los de los países. Revelan que los agentes de esa región están consumiendo e invirtiendo por encima de lo que les permite su renta, a fuerza de endeudarse […]. Con el tiempo, esos préstamos hay que devolverlos. La región verá cómo el dinero que circula se reduce, igual que una nación con déficit comercial se queda sin reservas, y deberá restringir sus niveles de consumo e inversión».
Dos años después de aquella entrevista, en octubre de 2008, Lehman Brothers quebraba y arrastraba en su caída a todo el sistema financiero. España acumulaba en ese instante un déficit exterior superior al 10% del PIB y se encontró con que nadie le fiaba.
Así aprendimos cómo funciona la balanza de pagos.
Tema 4. El ciclo real
Una sólida formación financiera no es un antídoto infalible, como lo prueba la cantidad de avezados banqueros que cayeron mansamente en la burda estafa piramidal de Bernie Madoff. Pero una ciudadanía consciente de que los desequilibrios crean una ilusión de prosperidad por la que se acaban pagando las pesetas a duros, será menos susceptible a las soluciones mágicas.
Por supuesto que seguirá habiendo recesiones. Como en el Egipto bíblico, vendrán años de vacas flacas, porque habrá catástrofes naturales, enfermedades y guerras. Y esa es la primera lección de Filomena, la pandemia y la invasión de Ucrania: no todas las crisis son producto del desgobierno; incluso las economías mejor administradas se ven sometidas a choques externos.
Y la segunda lección es que, en tales circunstancias, «lo único que podemos hacer es repartir [la miseria]», como señaló el gobernador del Banco de España, Pablo Hernández de Cos, durante su reciente comparecencia ante la Comisión de Asuntos Económicos del Congreso.
Piensen en lo que ha sucedido. El confinamiento quebró el espinazo de decenas de miles de empresas y dejó malheridas a muchas más. ¿Y cuál fue la respuesta de nuestras autoridades? Apoyarlas con un dinero que no teníamos. Los Estados han debido emitir una deuda que les han comprado los bancos centrales con billetes nuevos. Esa avalancha de papel ha multiplicado la masa monetaria respecto de los bienes existentes y ahora cada bien toca a más billetes o, lo que es lo mismo, cada billete compra menos bienes. Esa es la factura más inmediata de la crisis y la estamos pagando entre todos. Ha sido un acto de solidaridad.
Pretender que se nos resarza ahora con un aumento salarial equivalente es poco maduro. Para empezar, ¿qué clase de solidaridad es esa? Y luego, es imposible. Esa riqueza se ha volatilizado. No está ya. Si nos empeñamos en exigir a los empresarios cláusulas de garantía, trasladarán el sobrecoste a los márgenes (con lo que invertirán menos y dejarán de crear empleo) o a los precios (con lo que alimentarán una nueva ronda de subidas).
Es verdad que la inflación es el más injusto de los impuestos, porque la paga igual el rico que el pobre. Por eso, Hernández de Cos es partidario de ayudas «focalizadas en las necesidades de los hogares de rentas más bajas y empresas más vulnerables». El resto debemos resignarnos y cobrar conciencia de que «somos más pobres».
Y esa es la asignatura que aún tenemos pendiente.