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Economía

Hemos hecho enormes avances en la lucha contra la pobreza y el hambre, pero aún queda

En 1990 fallecieron de inanición 656.314 personas y, desde entonces, la cifra había ido cayendo ejercicio tras ejercicio hasta las 212.242 muertes de 2019

Hemos hecho enormes avances en la lucha contra la pobreza y el hambre, pero aún queda

La combinación de cambio climático, covid y conflictos ha disparado el número de personas en riesgo de inanición. | Europa Press

En Europa andamos angustiados por si Putin nos corta el gas y pasamos un invierno regular, pero son tortas y pan pintado comparado con la que se les avecina en el Tercer Mundo. Según el Programa Mundial de Alimentos de la ONU, «323 millones de personas se dirigen hacia la inanición y 49 millones están literalmente al borde de la hambruna». El director de la agencia, David Beasley, alerta de que la invasión de Ucrania y el bloqueo de sus puertos por parte de Rusia han agravado la situación. Pero solo la han agravado, porque él ya había alertado de que «2022 y 2023 iban a ser los peores años en términos de crisis humanitarias desde la Segunda Guerra Mundial». Las razones son las tres ces: cambio climático, covid y conflicto.

¿Qué podemos hacer?

El profesor del IESE Javier Díaz Giménez abordó el asunto en El Gris Importa este domingo. «Déjame que cuente la historia de la niña y las estrellas de mar», me pidió al final del podcast. La ha relatado otras veces. Una tormenta ha arrojado a la playa miles de estrellas. Es mediodía, se están secando al sol y hay una niña que va cogiéndolas de una en una y devolviéndolas al agua. Coge una estrellita y la tira, coge otra estrellita y la tira. En esto se le acerca un señor y le pregunta: «¿Qué estás haciendo, hija?» «Estoy salvando a las estrellitas», responde ella alegremente. El señor mira desolado a su alrededor. Hasta donde la vista le alcanza, la arena aparece cuajada de estrellas. El sol está en todo lo alto, hace un día cegador. «Hija mía», le dice condescendiente, «¿no te das cuenta de que, por mucho que te esfuerces, no vas a cambiar nada?»

Un triunfo no reconocido

La lucha contra el hambre es sin duda una tarea formidable, pero hay que decir que, hasta que estalló la pandemia, llevábamos dados unos pasos de gigante. En 1990 fallecieron de inanición 656.314 personas en todo el planeta y, desde entonces, la cifra había ido cayendo ejercicio tras ejercicio hasta las 212.242 muertes de 2019. Como escribe el investigador de la Universidad Tufts Alex de Waal, se trata de «uno de los grandes triunfos no reconocidos de nuestra era», y señala tres claves principales: (1) la revolución verde, que disparó el rendimiento de los cultivos; (2) la liberalización económica, que redujo espectacularmente la pobreza en Asia, y (3) la integración de los mercados agrícolas, que facilita el acceso a los alimentos de otras regiones en caso de mala cosecha.

¿Y la ayuda internacional? El profesor de Columbia Xavier Sala i Martín me explicó en 2003 que Occidente llevaba 50 años dando ayuda oficial al desarrollo (AOD) y no había servido para nada. «No conozco», decía, «ningún país que haya salido de la pobreza gracias a la tasa Tobin, al 0,7% o al gobierno de la globalización. Todos lo han conseguido a base de crecer».

El economista de la Universidad de Nueva York William Easterly va más lejos. Sostiene que la AOD es contraproducente, porque desanima a los destinatarios a buscar soluciones propias y corrompe las instituciones locales. Como se ha comentado sarcásticamente, es una transferencia que los pobres de los países ricos hacemos a los ricos de los países pobres.

La verdad de la ayuda

Un antiguo colega de Sala i Martín en Columbia, Jeffrey Sachs, cree, por el contrario, que las naciones pobres lo son porque se encuentran en entornos hostiles, poco fértiles, infestados de malaria. Haría falta darles un empujón para sacarlos de la trampa en la que están atrapados y, si la AOD no ha funcionado hasta ahora, es porque ha sido modesta y esporádica.

«La mayoría de los programas dirigidos a los pobres del planeta», coinciden los premios Nobel Abhijit V. Banerjee y Esther Duflo en Repensar la pobreza, «son financiados con recursos propios. Por ejemplo, la India prácticamente no recibe ayuda externa y […] en África, donde desempeña un papel mucho más importante, apenas representó el 5,7% del total de los presupuestos públicos en 2003».

¿Quién lleva razón? ¿Sala i Martín o Sachs? ¿Easterly o Banerjee y Duflo?

A ver si va a ser cosa de los alienígenas

«En un vídeo producido para MTV», cuentan Banerjee y Duflo, «se ve a Jeffrey Sachs y a la actriz Angelina Jolie visitando la aldea keniana de Sauri […]. Allí saludan a Kennedy, un joven agricultor que ha recibido una donación de fertilizante y, gracias a ello, ha multiplicado por 20 su cosecha». La moraleja del documental es que Kennedy había caído en una trampa de pobreza y la inyección de capital lo ha liberado.

Pero, entonces, se preguntarán los escépticos, ¿cómo superamos la indigencia los que hoy somos ricos? Salvo Erich von Däniken, pocos creen que el progreso se deba a la desinteresada colaboración de unos alienígenas que pasaban por nuestro sistema solar. Si el fertilizante de Sachs es tan rentable, cualquiera podría comprar un poco, aplicarlo a una parte de su parcela y, mediante la venta de la producción extra, reinvertir en más fertilizante al año siguiente. Al cabo de varias iteraciones, su nivel de bienestar se habría elevado, igual que lo hizo el de Occidente. ¿Por qué no imitan los kenianos algo que parece tan de sentido común?

Easterly cree que las trampas de pobreza no existen y que la raíz del problema son las instituciones. Mientras en el Tercer Mundo no dispongan de estados de derecho funcionales y sigan tiranizados por unas élites extractivas, que se apropian de los beneficios de los emprendedores con cargas fiscales confiscatorias o, directamente, mediante la rapiña, nadie tendrá interés en ahorrar o invertir, en innovar o adoptar nuevas tecnologías.

La trampa de la malaria

Banerjee y Duflo no comparten el pesimismo de Easterly. Creen que las trampas de pobreza no son un invento de Sachs y las ONG para captar subvenciones. «En Costa de Marfil o Zambia», razonan, «al menos el 50% de la población está expuesta a la malaria y la renta per cápita representa un tercio de la de otras regiones donde la enfermedad se ha erradicado. Y como Costa de Marfil y Zambia son más pobres, es más difícil que adopten medidas para prevenir la malaria, lo que a su vez las mantiene en la pobreza». Esta es una clara trampa y, para sortearla, bastaría algo tan básico como una partida de mosquiteros.

Pero igual que sucede con otras soluciones baratas, como las pastillas para potabilizar pozos y erradicar la plaga letal de las diarreas infantiles, resulta que cuando se las suministras a muchos africanos e indios, apenas las usan. Algunos expertos sostienen que habría que cobrárselas, porque de ese modo apreciarían su valor, pero los experimentos controlados revelan que no es cierto. Es mejor regalarlas, aunque tampoco supone una diferencia decisiva. «Los pobres», concluyen tristemente Banerjee y Duflo, «no parecen dispuestos a sacrificar muchos recursos o mucho tiempo para obtener agua limpia, mosquiteros […] o harina enriquecida».

O sea, las trampas de pobreza existen, pero un empujón de dinero no va a sacar a la gente de ellas.

Ser pobre es muy duro

En La carga del hombre blanco, Easterly habla de mosquiteros que se usan como velos de novia. También hay casos de retretes convertidos en tiestos y de preservativos inflados como globos para decorar fiestas de cumpleaños. Cuando escuchas estas cosas inevitablemente te planteas si el subdesarrollo no estará en la mente, pero Banerjee y Duflo nos invitan a ser más comprensivos con los desafíos cotidianos que afronta un pobre.

«Cuanto más rico eres, más decisiones acertadas toman por ti», argumentan. «Los pobres no tienen traídas de agua y, por tanto, no se benefician del cloro que el ayuntamiento vierte en los depósitos. Si quieren beber agua limpia, deben depurarla por su cuenta. No hay supermercados con cereales preparados y enriquecidos, así que tienen que cerciorarse cada mañana de que sus hijos ingieren los nutrientes suficientes. No disponen de sistemas automáticos de ahorro (como los planes de pensiones o las contribuciones obligatorias a la Seguridad Social), por lo que han de recurrir a otros mecanismos. Estas decisiones son difíciles para cualquiera. Requieren asumir hoy un coste cuyas ventajas no se verán hasta un futuro remoto, y es inevitable caer en la procrastinación».

Todo esto, señalan Banerjee y Duflo, no debe desanimarnos. Existen mecanismos que permiten a los pobres a tomar buenas decisiones. «La sal enriquecida con hierro y con yodo podría abaratarse tanto que todo el mundo la comprara. Las cuentas de ahorro (que convierten en una operación sencilla el ingreso de efectivo y en otra algo más complicada su retirada) deberían generalizarse […]. Debería ponerse un dispensador de cloro junto a cada fuente».

Lo ideal sería, por supuesto, que todos los habitantes del planeta vivieran bajo gobiernos honestos y democráticos, pero, mientras esa revolución llega, no podemos quedarnos mano sobre mano. Pensemos en la niña con la que arrancaba este artículo. Después de escuchar educadamente cómo el señor le decía que su esfuerzo no iba a cambiar nada, recogió otra estrella, la arrojó al mar y le dijo: «Pues a esa estrella sí le ha cambiado algo».

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