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Economía

¿Son los millonarios más felices porque tienen éxito o tienen éxito porque son más felices?

Una investigación refuta la idea de que las carreras brillantes cobran un excesivo peaje en términos de relaciones personales, bienestar emocional e incluso salud

¿Son los millonarios más felices porque tienen éxito o tienen éxito porque son más felices?

En 'Ciudadano Kane', Orson Welles relata el ascenso a la cima de un magnate de los medios y, especialmente, todo lo que se deja en el camino. | TO

Tener éxito no perjudica gravemente la salud. En un encomiable esfuerzo de modestia (y también para no azuzar envidas innecesarias), los ricos llevan siglos exagerando lo molesto de su condición y, cada vez que un periodista les preguntaba si el dinero daba la felicidad, ponían cara de estar pasándolo regular y respondían con evasivas como: «Una vez que rebasas el primer millón de libras, ya no hay mucha diferencia» (Richard Branson, dueño de Virgin Group). «Lo que cuenta es el proyecto, ver hasta dónde se es capaz de llegar» (Anita Roddick, fundadora de Body Shop). «Tener dinero es como ser rubia: es más divertido, pero no imprescindible» (Mary Quant, diseñadora).

La campaña había funcionado bastante bien, pero el pastel ha terminado por descubrirse. Los investigadores Harrison J. Kell, Kira O. McCabe, David Lubinski y Camilla P. Benbow han publicado «Wrecked by Success? Not to Worry» («¿Arruinado por el éxito? No hay de qué preocuparse»), un artículo que refuta la idea de que las carreras brillantes cobran un peaje excesivo en términos de relaciones personales, bienestar emocional e incluso salud.

Crimen edípico

La expresión «carrera del ratón» se usa a menudo para denostar la inanidad de la ambición material, un ejercicio agotador, interminable e invariablemente frustrante. Sigmund Freud fue el primer gran psicólogo en señalar que las molestias que el éxito acarrea no compensan las satisfacciones que procura. Alcanzarlo es a menudo una maldición. Así lo corroboran infinidad de personajes, algunos ficticios (Jay Gatsby, Ebenezer Scrooge, Ciudadano Kane), pero otros muy reales (Howard Hughes, Christina Onassis, Marilyn Monroe).

El propio Freud relata cómo se sumió en la depresión antes de abordar un barco para visitar la Acrópolis, un viaje largamente anhelado. La explicación de su malestar es que cualquier logro es en el fondo un «crimen edípico». El hilo argumental de su caso concreto era que su padre jamás había podido permitirse un crucero por Grecia y, dado que «llegar más lejos que el padre» es «algo tajantemente prohibido» (igual que acostarse con la madre), el inconsciente nos castiga con un lacerante sentimiento de culpa.

La soledad de la cima

Menos enrevesada es la justificación que daría décadas después Steven Berglas en The Success Syndrome.Para este psicólogo, la ascensión a lo más alto expone a un individuo a una variedad de situaciones estresantes, que lo hacen vulnerable a trastornos de todo tipo, desde la ansiedad hasta la toxicomanía y la muerte por sobredosis. La casuística es abundante: Jimi Hendrix, Janis Joplin, Jim Morrison, Whitney Houston, Amy Winehouse… Ni siquiera los deportistas se libran. Hace unos meses, la gimnasta Simone Biles se retiraba de los Juegos de Tokio incapaz de soportar la presión. El futbolista Thierry Henry titula Solo en la cima sus memorias y Andre Agassi reitera una y otra vez en las suyas cuánto odiaba el tenis. «Soy el mejor del mundo y, sin embargo, me siento vacío», escribe.

Y no olvidemos a los gobernantes. Kell et al observan que, a lo largo de sus 50 años de próspero reinado, Abderramán III anotó diligentemente «los días de pura y auténtica felicidad» de que había disfrutado, y apenas sumaban 14. Y en su despedida de la presidencia, James Buchanan le dijo a Abraham Lincoln: «Si te sientes tan dichoso de entrar en la Casa Blanca como yo de regresar a Wheatland, puedes considerarte un hombre afortunado».

Lo que dicen los datos

Sorprendentemente, hasta la fecha nadie se había molestado en contrastar esta hipótesis. Kell et al lo han hecho por partida doble. En un primer estudio, analizaron tres cohortes de 1.826 individuos intelectualmente dotados y de alto potencial y, en el segundo, siguieron durante 25 años la evolución de 2.496 alumnos de doctorado en disciplinas STEM (ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas). Su conclusión es tajante. De ninguna de las dos investigaciones se infiere que los laureles pasen una factura onerosa. Al revés. «En general», señalan, «los individuos excepcionalmente exitosos están mejor física y anímicamente».

¿Cómo podíamos estar tan equivocados? Probablemente tenga que ver con cómo funciona nuestro cerebro. Lejos de ser un instrumento de precisión, la mente humana está llena de parches y agujeros y tendemos a fijar en la memoria los sucesos más vívidos y recientes, con desprecio absoluto de su probabilidad estadística. Este sesgo es el que hace que consideremos que los tiburones son peligrosos y los mosquitos inofensivos, aunque los primeros matan a 10 personas cada año y los segundos a 750.000. Y es el que hace asimismo que las desventuras de lady Di, poco representativas de su colectivo, pero ampliamente aireadas por los medios, nos impresionen más que las penalidades más frecuentes, aunque completamente anónimas, de Juan Español.

La balanza y el cuarteto

Sería, de todos modos, erróneo deducir de «Wrecked by Success?» que para gozar de una existencia plena hay que tener éxito. El artículo no aborda un aspecto crucial: el sentido de la causalidad. ¿Son los ricos más felices porque triunfan o triunfan porque son más felices?

En Liderazgo total, el profesor de Wharton Stewart Friedman, analiza cómo interaccionan la vida laboral y la familiar a partir de una serie de conflictos. En uno de ellos, una consultora inmobiliaria se lamenta de que ha invertido demasiada energía en su carrera, frustrando sus expectativas en otros ámbitos. Se ha perdido «muchas cosas» de sus hijos, no lee ni acude a conciertos y se pasa el día saltando de un área a la otra, «como buscando cierto equilibrio».

Esta imagen de la balanza es la que normalmente asociamos con la conciliación. En un platillo está la esfera personal; en el otro la profesional, y la felicidad consiste en mantener el fiel en un punto medio. Se trata de maximizar nuestro bienestar afectivo sin perjudicar nuestra carrera. A lo más que podemos aspirar es a una faena moderada en ambos terrenos. Cuando cargas demasiado peso en el trabajo, la vida familiar salta por los aires, y viceversa. Es como si dispusiéramos de una reserva fija de agua para regar dos plantas. Debemos trasvasar de una a otra periódicamente, porque si nos volcamos en una, la otra difícilmente sobrevivirá.

Friedman propone otra metáfora. Para él, una existencia plena se parece más a un cuarteto de jazz. El objetivo no es maximizar, sino armonizar, integrar todo y explotar las sinergias, porque lejos de ser incompatibles, estas facetas se complementan y refuerzan mutuamente. Si estás a gusto en casa, rindes mejor en la oficina y refuerzas tu autoestima. Y si discutes con tu pareja, tu concentración y tu productividad se resienten.

El éxito no obliga a renunciar a nada. De hecho, difícilmente se entiende sin el apoyo y la complicidad del entorno más próximo. Por eso, aunque componga tiernos pucheros cada vez que le pregunten por la soledad en las alturas, hay que imaginarse al rico feliz.

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