THE OBJECTIVE
La otra cara del dinero

No se crea todas las historias que cuentan Iglesias y sus ‘minions’: los ricos también molan

Hay que acabar con el mito del patrono rico que succiona la plusvalía al trabajador y lo tira luego al vertedero. Eso ocurre en los regímenes de planificación central.

No se crea todas las historias que cuentan Iglesias y sus ‘minions’: los ricos también molan

Amancio Ortega acaricia a su mascota, como esos ricos malos de película de James Bond. | TO

Hay un viejo vídeo en el que Pablo Iglesias explica que «los poderosos normalmente no necesitan la ley». Es más, les incomoda y procuran eludirla, porque «tienen mucho dinero», que guardan en paraísos fiscales, y siempre pueden conseguir un médico que les opere o «comprarse un órgano» si les hace falta un trasplante o incluso pagar «a un asesino a sueldo para que mate a alguien y le quite el hígado y se lo pongan».

Podría tratarse de uno de esos excesos retóricos de juventud, pero cuando en 2021, siendo ya vicepresidente, Fernando González Gonzo le preguntó en Salvados si los ricos eran tan malos como los pintaba antes de llegar al Gobierno, Iglesias respondió tajante: «Peores».

Esta aversión hunde sus raíces en la teoría marxista, según la cual existe un antagonismo de clases irreconciliable. El «trabajo viviente», es decir, el del obrero humano, no el de la máquina, es la única fuente de valor, pero el burgués lo remunera menos de lo que le correspondería y se queda con la diferencia. La consecuencia es el constante enriquecimiento de un reducido número de patronos a costa de la proletarización de una inmensa mayoría.

De acuerdo con este esquema, la pobreza es un residuo inevitable de la combustión del capitalismo y el que los ricos sean cada vez más ricos es una pésima noticia. De ahí la alarma con que, en un reciente Foro de Davos, la directora ejecutiva de Oxfam Internacional Winnie Byanyima denunció que el 1% más opulento acaparaba ya casi la mitad de los activos mundiales.

Pero, simultáneamente, ¿no tenía también razón Martin Sorrell, director ejecutivo del grupo publicitario WPP, cuando en ese mismo acto se negó a «pedir disculpas por haber fundado una empresa hace 30 años con dos personas y emplear hoy a 179.000 en 111 países»?

¿Son los ricos de verdad el enemigo?

Taxonomía de los ricos

Vivimos en un planeta globalizado, donde las compañías han adquirido proporciones colosales, igual que las fortunas de sus propietarios. Y no hablamos únicamente de Bill Gates, Jeff Bezos o Amancio Ortega. El chino Jack Ma, el indio Dilip Shanghvi o el turco Ahmet Nazif Zorlu, con patrimonios que superan los miles de millones de dólares, forman parte de una nueva casta de emprendedores que exhiben el mismo tipo de «habilidades capitalistas» asociadas con el héroe schumpeteriano: innovación, creatividad, amor al riesgo. Carolina Freund, ex economista jefe del Banco Mundial para Oriente Próximo y el Norte de África, calcula en Rich People, Poor Countries que alrededor de una tercera parte de los megarricos de las naciones emergentes son «hombres hechos a sí mismos».

¿Y los otros dos tercios? Los integran, principalmente, los herederos de toda la vida y los arribistas que usan sus conexiones políticas para beneficiarse de privatizaciones o de lucrativos contratos de explotación de materias primas.

Freund no abriga idénticos sentimientos por estas diferentes subespecies. El heredero y el arribista son típicos de sociedades estamentales, del capitalismo de amiguetes o de regímenes de planificación central, y no contribuyen al bienestar general. Pero los Ma, los Shanghvi y los Zorku entran definitivamente en la categoría de ricos buenos y, piense lo que piense Oxfam Internacional, cuanto mayores sean sus proyectos, tanto mejor para el territorio en el que operan, porque una gran corporación es mucho más eficiente que un millar pymes y, al final, el desarrollo consiste en sacar el máximo provecho de los recursos disponibles.

La irrupción de empresas florecientes y de empresarios ricos en el Tercer Mundo, concluye Freund, «es un signo de salud económica», y es muy difícil encontrar ejemplos de naciones prósperas en los que no se den esos episodios de ganancias extremas.

El trabajo del capital

No voy a discutir que sea políticamente legítimo odiar a los que ingresan más de 150.000 euros al año, como se desprende de los dichos de Iglesias y de los hechos de Pedro Sánchez. Es más, está lleno de sentido, porque hay bastantes más votantes por debajo de esos niveles de renta que por encima. Pero económicamente deberíamos empezar a discriminar. Hay que acabar con el mito del patrono explotador, que succiona la plusvalía al trabajador y, una vez exhausto, lo arroja al vertedero de la historia. Eso ocurre en todo caso en los regímenes de planificación central.

En una economía de mercado, el dividendo no crece a expensas del salario, como confirma el hecho de que ambos hayan progresado espectacularmente desde la Revolución industrial. Ni el capitalista es un parásito ni el «trabajo viviente» es la única fuente de valor. Este procede al menos en igual medida del ingenio del emprendedor que, primero, detecta una necesidad insatisfecha y, después, discurre el procedimiento más eficaz para colmarla. Henry Ford no expolió a su plantilla. Al contrario. Le proporcionó una cadena de montaje que multiplicó su productividad y permitió elevar su remuneración y su bienestar.

No existe ningún antagonismo de clase irreconciliable, como sostiene Iglesias. Patrono y obrero no promueven intereses estructuralmente opuestos. No son rivales, son aliados. «Obviamente», argumenta Martin Rhonheimer, «el empresario necesita a los trabajadores; esto es trivial. Menos trivial es esto otro: si no hubiera empresarios e inversores, las personas […], por diligentes que fueran, apenas estarían en disposición de garantizar su propia supervivencia».

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