THE OBJECTIVE
La otra cara del dinero

La increíble y triste historia de Boris Becker o lo que la economía nos enseña sobre la felicidad

Aunque los ciudadanos de los países ricos son más felices que los de los pobres, la influencia del dinero está sujeta a rendimientos decrecientes y se acaba diluyendo

La increíble y triste historia de Boris Becker o lo que la economía nos enseña sobre la felicidad

El que fuera en su momento el tenista más joven en ganar Wimbledon, fotografiado a la entrada del juzgado británico en abril pasado. | .Tayfun Salci / Zuma Press / ContactoPhoto

La primavera pasada, un tribunal londinense condenó a dos años y medio de prisión a Boris Becker por alzamiento de bienes. La noticia daba nuevo sentido a una frase que el tenista repite a menudo: «He hecho cosas que ningún otro alemán ha logrado hacer». No le falta razón. Aparte de ganar Wimbledon con 17 años y embolsarse a lo largo de su carrera más de 25 millones de dólares en premios (patrocinios aparte), ha realizado inversiones ruinosas y ha mantenido una tumultuosa vida social y afectiva, que incluye la adicción al alcohol y los somníferos, conducir a 300 por hora, un sonado divorcio, varias aventuras y la casi circense concepción de una niña en la despensa (o el escobero, las fuentes no se ponen de acuerdo) de un restaurante.

A esta variada experiencia le faltaba únicamente la guinda de la cárcel. Desde mayo cumple condena en Huntercombe, a hora y media de Londres. «Se encuentra bien, dadas las circunstancias», comenta su abogado en Bild. «Se ha integrado de forma constructiva en la rutina penitenciaria». El tabloide explica que ya no bebe, se entrena regularmente en el gimnasio, ha perdido ocho kilos y adiestra a otros reclusos en un tipo especial de meditación que ayuda a encajar los altibajos de la fortuna.

Las derrotas y las victorias.

Mitología buenista sobre la felicidad

El novelista Javier Moro me confesó hace años que había visto más sonrisas en las chabolas de Calcuta que en el paseo de la Castellana de Madrid. También a Ignacio de la Torre, economista jefe de Arcano y autor de Sobre la felicidad y la desigualdad en España, le llamó la atención el optimismo reinante en una leprosería de Camerún en la que pasó un verano como cooperante. Inicialmente pensó que era un mundo «de mierda y alegría», pero luego resultó que la mierda era real y la alegría, no.

Aunque hay mucha mitología buenista alrededor de la pobreza, los estudios revelan que los ciudadanos de los países en desarrollo son mucho más desgraciados que los de los países ricos. De no ser así, viviríamos como los trogloditas que Borges describe en El inmortal: sucios y desnudos en el fondo de un agujero.

Ahora bien, la influencia del dinero se diluye a medida que satisfacemos nuestras necesidades. En términos económicos, está sujeta a rendimientos decrecientes. Cuanto mayor es la renta, menor es la utilidad de cada incremento adicional. Mi hijo le dio unas navidades un billete de 10 euros al rumano que toca el violín en la esquina de Alcántara con Ortega y Gasset y el hombre se levantó conmovido para abrazarlo, pero cualquier profesional medio se tomaría como un insulto una subida de sueldo de ese importe.

El punto de saciedad se aleja a medida que progresamos. Como ya observó Arthur Schopenhauer con fatalidad, nos frustra fracasar en nuestros anhelos, pero alcanzarlos apenas nos reporta un fugaz instante de placer. De la Torre cuenta en su libro que el profesor Michael Norton planteó a los acaudalados clientes de un banco de inversión con qué fortuna se darían por contentos y la respuesta que le dieron fue, en promedio, tres veces la que poseían.

La terrible orfandad de sí mismo

Este afán de superación tiene mucho sentido desde el punto de vista evolutivo, porque ha impedido nuestro estancamiento como especie, pero nos condena como individuos a una insatisfacción permanente. Aunque George Harrison fue uno de los músicos más célebres del siglo XX, vivió atormentado porque no era John Lennon ni Paul McCartney.

Y no piensen que la comezón desaparece cuando uno se alza a lo más alto del podio. A menudo empeora, porque a partir de ese instante compites con la rival más encarnizada: tu propia leyenda. ¿Cuántas veces no habrá tenido que escuchar Rafa Nadal (o Messi o Cristiano Ronaldo): «Ya no es el que era»?

En un relato de Isaac Asimov, un amante despechado planea una venganza terrible. Pide a un geniecillo que conceda a la mujer que lo ha rechazado una voz perfecta, pero una sola noche. Al domingo siguiente, los fieles de la iglesia en la que canta se quedan estupefactos y la ovacionan en pie. Ha estado perfecta, pero jamás podrá repetirlo y pasará el resto de sus días lamentándolo.

También Becker experimentó la terrible orfandad de sí mismo. A quien ha visitado las alturas empíreas, todo se le antoja gris y mortecino. En un documental de Paloma Concejero, Antonio Vega rememora cómo terminó enganchado a la heroína. «En el momento [en] que yo subí al escenario, [en] que tuve la oportunidad […] de empezar a vivir aquel mundo de magia, de fantasía que yo me había dibujado desde abajo […] fue como descubrir las puertas del cielo». Y pensó: «Si yo esto lo adorno […] con tal sustancia, va a ser […] lo más».

Lo que te salva la vida

Hay un famoso apólogo chino. Un granjero pierde su valioso caballo y, cuando un vecino acude a compadecerlo, se encoge de hombros y contesta: «Nunca se sabe». Al cabo de unos días, el caballo regresa y trae con él varias yeguas salvajes. «¡Qué buena suerte!», le dice el vecino, pero él reitera inexpresivo: «Nunca se sabe». Entonces, al intentar domar una de las yeguas, el hijo del granjero se rompe una pierna. El vecino le transmite sus condolencias y él vuelve a comentar: «Nunca se sabe». Y efectivamente, al poco el reino entra en guerra y el ejército se lleva a todos los jóvenes de la aldea, salvo al hijo cojo del granjero.

Nuestra satisfacción depende de los sucesos externos mucho menos de lo que nos gusta reconocer. Una vez garantizados unos niveles decorosos de libertad y bienestar, el papel de la política y la economía se agota y, como dice De la Torre, la felicidad se convierte en «una responsabilidad individual». Ni la fama ni el dinero, por deseables que nos parezcan, son imprescindibles y quizás Becker descubra en la cárcel, como el granjero del apólogo, que lo que a primera vista parece una desgracia es lo que te acaba salvando la vida.

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