THE OBJECTIVE
La otra cara del dinero

¿De verdad tienen Colón y los conquistadores españoles la culpa del atraso latinoamericano?

Yo no sé cómo quedaría el subcontinente tras la independencia, pero seguro que no peor que Alemania después de 1945 y miren dónde están hoy uno y otra

¿De verdad tienen Colón y los conquistadores españoles la culpa del atraso latinoamericano?

El presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, alimenta un relato que atribuye a España el atraso de América Latina. | Ismael Rosas/ Eyepix Group / Zuma Press / ContactoPhoto

«Quizá la persona más influyente en el sorprendente resurgimiento de Alemania [tras la Segunda Guerra Mundial]», escribe Gregory Gethard, «fue Walter Eucken». Su corriente de pensamiento se conoce como ordoliberalismo y combina elementos capitalistas y socialistas. Aunque confía la asignación de recursos al mercado, no desaconseja la intervención del Estado para corregir los eventuales excesos y prevé un generoso estado de bienestar. Eucken no toleraba las desviaciones presupuestarias y era, finalmente, partidario de un banco central independiente, que garantizara la fortaleza de la moneda.

Este liberalismo matizado escandaliza hoy a muy poca gente, pero en la Alemania de la posguerra no gozaba de ningún prestigio. Tras los estragos de la Gran Depresión y la hiperinflación de Weimar, pocos se mostraban dispuestos a entregar el aparato productivo al libre juego de la oferta y la demanda. Tanto los sindicatos como los principales partidos defendían un modelo en el que el Gobierno mantuviera un firme protagonismo.

«No les escuche, general»

Sucedió, sin embargo, que las fuerzas de ocupación no sabían muy bien por dónde tirar y, en medio de las dudas, cayó en sus manos un ensayo sobre la reconstrucción firmado por un tal Ludwig Erhard. Pensaron que por lo menos había alguien que parecía tener las ideas claras y, sin clara conciencia de lo que era un ordoliberal, le encomendaron las finanzas.

Siguiendo las enseñanzas de Eucken, la primera propuesta de Erhard fue prohibir el déficit presupuestario y la segunda, deshacerse del viejo marco, que era totalmente inservible y condenaba a la población a recurrir al trueque para procurarse alimentos y ropa. La conversión que dispuso era salvaje: la cantidad de dinero en manos del público iba a reducirse de la noche a la mañana en un 93%.

No contento con este golpe, Erhard decidió que había que levantar simultáneamente los controles de precios para acabar con la escasez de artículos de primera necesidad. Era «un movimiento extremadamente controvertido» y Lucius Clay, el comandante de la zona estadounidense, lo convocó para disuadirlo.

«Mis asesores», le dijo Clay, «me alertan de que sus políticas son un terrible error».

«No les haga caso, mi general», respondió Erhard. «Mis asesores me dicen lo mismo».

La culpa es de los españoles

«¿Por qué algunos países prosperan y otros simplemente dan asco?», se plantea en Eat the Rich P. J. O’Rourke y, aunque el recetario puede variar de un economista a otro, una amplia mayoría incluye una divisa fuerte, rigor presupuestario y libertad de mercado.

Este consenso académico trae, sin embargo, sin cuidado a la caterva de indocumentados que se ha hecho cargo de las finanzas latinoamericanas. Desde el río Grande a la Patagonia, en todas las cancillerías resuenan los más absurdos diagnósticos sobre el origen de su pobreza.

Uno que resurge con virulencia es el histórico.

En un congreso latinoamericano al que acudió a impartir una ponencia hace unos años, Alfredo Ramírez Nardiz se encontró con que el conferenciante inaugural defendió con absoluta seriedad la idea de que «en el fondo, si [los latinoamericanos] estamos así es porque nos colonizaron los españoles y no los ingleses».

El presidente de México, Andrés Manuel López Obrador (AMLO), ha enviado una carta a Felipe VI exigiéndole que se disculpe públicamente por los atropellos de la conquista y el de Venezuela, Nicolás Maduro, incluso ha constituido una comisión para esclarecer los «crímenes, genocidios y saqueos» del colonialismo y, en su caso, solicitar «una indemnización final».

¿Es esa la raíz de sus males? ¿Puede el pasado determinar irreparablemente la suerte de una nación?

Un pueblo maldito

El medievalista Claudio Sánchez-Albornoz sostenía que los pueblos no «son capaces de ilimitadas posibilidades» y que, ante cada nueva encrucijada, «no pueden elegir sino uno de los varios caminos que su estilo de vida presenta a su libre decisión». Ese «estilo de vida» era, en su opinión, lo que pesaba como una losa sobre España y le había impedido sumarse a la Revolución industrial.

Américo Castro llegó a una conclusión similar, aunque hablaba de «morada vital» en lugar de «estilo de vida». Esta era la única coincidencia, porque en todo lo demás discreparon ásperamente. Sánchez-Albornoz creía que existía «un homo hispanus, formado desde la noche de los tiempos» y cuyo carácter «apasionado, idealista, independiente y guerrero» nos abocaba a periódicos enfrentamientos fratricidas.

Castro, por su parte, negaba que hubiera ninguna identidad eterna. En su opinión era absurdo considerar españoles a los iberos, los visigodos o «cuanto romano ilustre nació en Hispania». Nuestra condición de pueblo maldito arrancaba de la coincidencia en la península de las tres religiones. El enfrentamiento constante entre judíos, moros y cristianos había convertido la intolerancia en nuestro rasgo definitorio y había vuelto «endémica entre nosotros la necesidad de arrojar del país, o de exterminar, a quienes disentían de lo creído y querido por los más poderosos».

A qué llamamos España

Sánchez-Albornoz y Castro se sumaban a una larga saga de cazadores de la esencia española que arranca en los arbitristas del siglo XV, pasa por Cadalso, Unamuno, Ganivet y Ortega, y se prolonga hasta la Transición. Cuando en 1976 me matriculé (con escaso aprovechamiento) en Filología, una de las lecturas obligatorias era A qué llamamos España, de Pedro Laín Entralgo, un epígono de Castro.

El texto es una conmovedora y probablemente necesaria invitación a la concordia, a «la confederación armoniosa de modos de vivir y pensar», pero rezuma desdén «al insaciable dios de la economía». En un momento dado, mientras compara el País Vasco francés con el español, Laín Entralgo confiesa que no sabe dónde es mayor la renta per cápita, y añade: «nada más lejos de mi oficio», una puntualización como poco sorprendente en un ensayo histórico.

Por fortuna, a partir de los años 50 fue abriéndose paso una mentalidad diferente entre la clase política, que dejó de atribuir nuestras desgracias a Viriato, los godos o la batalla de Trafalgar, y se dedicó a desregular la economía y administrarla con prudencia.

Del cero al infinito

Yo no sé cómo quedaría América Latina después de la independencia, pero seguro que no peor que Alemania después de 1945. Los aliados descargaron sobre ella casi dos millones de toneladas de bombas. Mataron a medio millón de personas y destruyeron unas 60 ciudades, algunas por completo, como Dresde, y otras casi, como Colonia, cuya población pasó de 750.000 a 35.000 habitantes.

Sin embargo, apenas cinco años después de la rendición, el diario The Times hablaba con asombro del «milagro económico alemán». Gracias al programa de Erhard, la zona occidental cobró nueva vida casi de un día para otro. El levantamiento de los controles de precios incentivó la producción de bienes y los estantes de los comercios volvieron a llenarse. También se disparó la productividad. Los marcos que los empleados recibían no eran ya inútiles trozos de papel, sino marcos valiosísimos y no tenían que abandonar la fábrica o el despacho a mitad de jornada para trocar sus enseres por huevos, pan o leche.

Relatos disparatados

«En mayo de 1948, los alemanes perdían unas 9,5 horas laborables cada semana buscando alimentos», escribe Gethard. «En octubre, poco después de que se introdujera la nueva divisa y se levantaran los controles de precios, la cifra se había reducido a 4,2 horas». La producción industrial, que en junio apenas suponía un 50% de la de 1936, se había recuperado hasta el 80% para fin de año. Cuatro décadas después, la renta per cápita de la República Federal superaba la británica y la francesa y en 1989, cuando cayó el Muro de Berlín, el PIB de la Alemania reunificada se convirtió en el tercero del planeta.

«Ya», me dirán, «pero también contaron con los 1.400 millones de dólares del plan Marshall», y es verdad, pero desempeñaron un papel menor. Algunos estudios estiman que, durante su periodo de vigencia, el programa «aportó menos del 5% a la renta nacional alemana», dice Gethard.

La clave fueron las reformas ordoliberales. Su aplicación es, sin embargo, impopular e impopular es todo lo contrario que populista. Por eso, antes que contrariar a su amplia y distinguida clientela, AMLO y Maduro prefieren agarrarse a relatos disparatados sobre su atraso, como que la nación quedó atrapada en una indeseable «morada vital» debido a algo que alguien hizo en la noche de los tiempos.

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