La falta de escrúpulos de Pedro Sánchez lleva la democracia española al borde del abismo
Las leyes se pueden retorcer, los órganos de control se pueden ocupar, la opinión pública se puede manipular. ¿Y qué nos queda entonces?
En los últimos tiempos hemos visto cómo Pedro Sánchez traspasaba una serie de líneas rojas que los dos grandes partidos constitucionalistas venían respetando desde 1978. Tras afirmar que «no dormiría por las noches» con Pablo Iglesias como vicepresidente, que «con Bildu no vamos a pactar» y que iba a «incorporar en el Código Penal un nuevo delito para prohibir de una vez por todas la celebración de referéndums ilegales en Cataluña », el presidente se ha fundido en un abrazo fraternal con el primero, ha negociado los Presupuestos con el segundo y ha reformado el Código Penal, pero para facilitar la convocatoria de otro 1 de octubre.
Si en España existiera un partido prorruso con representación parlamentaria y Sánchez necesitara sus escaños, ¿condenaría la invasión de Ucrania?
He escrito a lo largo de mi carrera los suficientes editoriales como para saber que se pueden encontrar argumentos plausibles para justificar prácticamente cualquier posición. Sánchez diría que la mejor manera de preservar la paz es el diálogo, que el rearme de Volodímir Zelenski solo contribuye a prolongar el sufrimiento y aplazar lo inevitable y que los verdaderos agresores son la OTAN, Joe Biden y (naturalmente) Alberto Núñez Feijóo.
¿No hay nada que pueda frenar a este hombre en su afán por mantenerse en el poder?
La primera línea de defensa
Frente a la tentación autoritaria, las democracias liberales disponen de algunas líneas de defensa.
La primera es el control de constitucionalidad. Por abrumadora que sea la mayoría de un partido en el Parlamento, no puede hacer lo que le dé la gana. La voluntad popular tiene unos límites y esos límites son los que hacen posible la propia voluntad popular, porque si no se respetaran determinados derechos y libertades (de pensamiento, de expresión, de información, etcétera), no habría modo de determinar legítimamente qué opinan los ciudadanos.
Para velar por que nadie vulnere el espíritu de la carta magna, existe un Tribunal Constitucional.
Desgraciadamente, estamos hartos de ver cómo los políticos maniobran para disponer de una composición dócil a sus planteamientos en el órgano.
El voto inútil
Una segunda línea de defensa es la responsabilidad política.
En principio, el descaro con que Sánchez nos ha mentido debería penalizarlo en las próximas citas electorales, y así parecen indicarlo los sondeos. La media que elabora la web electocracia.com refleja una caída de sus expectativas, pero sorprendentemente moderada. Desde enero, la intención de voto del PSOE ha pasado del 28% al 25,5%, y no está nada claro que no vaya a repetir en La Moncloa (de hecho, ha empezado a remontar).
¿Por qué le sigue votando tanta gente?
Resulta tentador concluir que hay mucho idiota, pero yo nunca lo he creído. Sucede, más bien, que la democracia ha evolucionado muy poco desde los tiempos de los griegos y, como me explicó en cierta ocasión José María Maravall, con una papeleta debes pronunciarte sobre un montón de aspectos: la economía, la diplomacia, la justicia… Y aunque a muchos socialistas les disgusten los escarceos del presidente con Bildu y los secesionistas, siguen pensando que una alianza de progresistas es preferible al «regreso a la caverna» que supondría un Gobierno del PP.
Lo que nos deja con un único y último bastión.
La España ensangrentada
El escritor Arthur Koestler (1905-1983) fue en su juventud un rabioso comunista.
Vino a España durante la Guerra Civil, oficialmente como corresponsal del News Chronicle, pero en realidad como agente de propaganda. Su labor consistía en recopilar relatos escabrosos que luego se usaban en la elaboración de libelos antifranquistas, como La España ensangrentada. En febrero de 1937 los nacionales lo capturaron y lo internaron en la prisión de Sevilla.
Once días después le comunicaban su condena a muerte por espionaje.
Aunque finalmente lo canjearían por la mujer de un piloto franquista (el famoso capitán Haya), durante casi tres meses se acostó cada noche con la angustia de no saber si sería la postrera. Muchas madrugadas oía cómo conducían al paredón a otros reclusos. Algunos se subían a los camiones cantando; otros sollozaban o gritaban apagadamente «madre» y «socorro».
Fue una experiencia terrible, pero le ayudó a cobrar conciencia de una dimensión en la que no había reparado.
La guerra de dos mundos
Hasta aquel momento, la fe marxista de Koestler no había presentado ninguna fisura. Si había que mentir por la causa, se mentía, y si había que matar o morir, se mataba o se moría igualmente. El fin de la sociedad sin clases justificaba cualquier medio.
Entonces, a pocos días de acabar su reclusión, recibió la visita del cónsul británico.
«Era un hombre tranquilo y reservado», recuerda Koestler, que debía comprobar qué había de cierto en la historia de aquel corresponsal del News Chronicle «detenido arbitrariamente por haber expresado sus simpatías por el Gobierno republicano». No tardó en salir a relucir La España ensangrentada y el cónsul le preguntó si tenía pruebas de todo cuanto afirmaba en el libro.
«Fue», dice Koestler, «como si el dentista me hubiera tocado con su fresa el nervio de una muela».
Se desmoronó y admitió que la autenticidad de buena parte del material era dudosa. Inmediatamente vio reflejada en la mirada de su interlocutor el efecto de su confesión. Aunque no dijo nada, no pudo ocultar «su silenciosa repulsión» y poco después se marchó «con un lánguido apretón de manos».
Aquella breve entrevista transformaría a Koestler.
«Reflejaba el choque de dos mundos: el de la recta decencia, limitada intelectualmente y carente de imaginación, basada en los valores tradicionales, y el retorcido mundo de las artimañas y los engaños al servicio de una utopía inhumana. Y había terminado con la humillación y la derrota del segundo».
El último bastión
A última hora, siempre es un puñado de hombres honestos el que salva la civilización.
Las leyes se pueden retorcer, los órganos de control se pueden ocupar, la opinión pública se puede manipular. ¿Y qué nos queda entonces? Gente que, como el cónsul de Koestler, considera imperativo ir con la verdad por delante y jugar limpio.
Sin esa recta decencia (asumida desde la convicción religiosa o ideológica o, simplemente, como una norma de convivencia), todo termina por venirse abajo tarde o temprano.