¿Se está convirtiendo la universidad en un timo?
La demoledora carta de un catedrático de ‘management’ coincide con la sentencia contra una trama para colar alumnos en universidades de prestigio
«Querido alumno universitario de grado: Te estamos engañando». Ya está. Alguien de dentro se atrevió a decirlo con todas las letras. Semejante confesión abre la carta abierta de un catedrático de la Universidad de Granada: Daniel Arias-Aranda. Para más inri, la publicó en LinkedIn, la red social clave en todo lo concerniente a los recursos humanos. Su perfil en ella, por cierto, lo define como Full Professor of Management. Así, en inglés. Traducido: un tipo que lleva un cuarto de siglo dando clases de gestión viene a reconocer que los títulos que dan hoy en día las universidades españolas son un fraude.
La erupción de Arias-Aranda, que se ha hecho viral, por cierto, pretende ser una llamada de atención ante la deriva de una institución tan importante como la universidad, tomada por unos valores muy concretos. Ya hablamos por aquí de sus prácticas neo-inquisitoriales, por ejemplo. Arias-Aranda va más allá, al núcleo mismo de la cuestión: ¿sirve hoy estudiar unos años en la universidad para algo más que pasar el rato, conocer gente y contentar a unos padres angustiados?
Comienza la carta: «Llevo impartiendo clases en la universidad cerca de 25 años, dos de ellos en la Universidad Complutense de Madrid y el resto en la Universidad de Granada. Por mis clases han pasado directivos de grandes empresas que tenían más o menos mi edad cuando les di clase y otros que, en sus generaciones respectivas, han ido ganándose un puesto en la sociedad gracias a su formación y a su esfuerzo». En los principios, «las constantes preguntas de los estudiantes en clase» le obligaban «a llevar la materia muy preparada. Yo ya tenía 25 años y no recuerdo estudiar más que entonces». Los exámenes duraban horas.
Clases sin alumnos
En un giro dramático, la carta cambia de ritmo con una frase miltoniana: «Todo lo anterior es tan sólo un eco del pasado». Arias-Aranda se explica: «Los grupos hoy son de unos 50 alumnos, de los cuales raramente viene a clase más de un 30%. Los que vienen, lo hacen en su mayoría con un portátil y/o un teléfono móvil que utilizan sin ningún resquemor durante las horas de clase. Las caras de los alumnos se esconden tras las pantallas (…) Es raro que alguien pregunte, por mucho que se les incite a hacerlo. Quince minutos antes de que acabe la clase ya están recogiendo sus cosas, deseosos de salir (…). Cada vez me siento más como un profesor del instituto de una serie mediocre de los 80 que como un catedrático. A menudo tengo que callarme porque el rumor generalizado se extiende por el aula y me da vergüenza mandar callar a universitarios constantemente».
Entiende que es «un estímulo más que compite con las redes sociales y el vasto imperio de internet. Evidentemente, soy más aburrido que un video de influencers de Tiktok». Y repasa la «respuesta a este panorama», que sigue «las cambiantes normativas universitarias (siempre peores que las anteriores)», por los profesores. Básicamente: bajar el nivel. Con ello, permiten al alumno vivir «en una mentira que nosotros edulcoramos». Tirando de la metáfora (ya algo manida) de Matrix, se explaya en «lo que hay detrás». Nueve puntos demoledores. Entre los más concretos: «Jamás hubieras superado esta asignatura hace 10 o 20 años». «Tu vocabulario es muy básico». «Tu nivel de lenguas extranjeras es nulo». El más triste, quizá: «No te dignas a respetar la institución milenaria que te acoge».
Recomendaciones
Pero el más preocupante para el corto y medio plazo del destinatario de la carta es este: «Hace años que no recomiendo a ningún alumno para ninguna empresa». Y recordemos uno de aquellos «ecos del pasado»: «Por mis clases han pasado directivos de grandes empresas». Por supuesto, se trata de una cuestión de competitividad. «Podemos echarle la culpa a la universidad pública [en la que él trabaja] y tiene bastante, pero no toda. «Si quieren calidad, que se vayan a la privada», he escuchado por ahí. Y los números van apuntando en esa dirección. Quizás, el pago de una matrícula de cuatro ceros aumente la motivación en lugar de las irrisorias tasas académicas públicas. Puede que la universidad pública reaccione cuando la privada le coma la tostada, cosa que está haciendo muy bien. Lo que está claro es que si tú, estudiante, no tienes interés, yo no puedo plantarlo en ti. Pero sí puedo hacerte creer que vales, aunque sepa que es mentira».
En las privadas también hacen eso. Es una evidencia. Todos los sabemos. Quien escribe este reportaje ha dado clases en una durante una docena de años. Esta frase de Arias-Aranda resuena con especial fuerza, por ejemplo: «No obstante, mis evaluaciones docentes son muy buenas». Se les dora la píldora al alumno-cliente… y a otra cosa. Total, es lo que quieren, ¿no? Y, al final, todo depende del prestigio de la marca de cada universidad, del networking endogámico (¿quiénes van a ser tus compañeros en una universidad cara?), de la bolsa de trabajo, etc.
Dinero y universidad
Lo del prestigio de marca ha llegado a crear una industria muy significativa de fraudes en la admisión. A principios de año, un tribunal federal de Boston condenó a tres años y medio de prisión a William Singer, el cerebro de una trama que ingresó 25 millones de dólares (que se sepa) colando a niños ricos en las mejores (o, al menos, más prestigiosas) universidades de EEUU con todo tipo de trucos: desde la adulteración de notas al soborno a entrenadores para conseguir becas deportivas. Más detalles aquí.
Si los padres pagan tales dinerales por meter a los niños en esas universidades es, obviamente, porque saben que, aunque sean unos zotes, terminarán sacándose el título y las empresas picarán. Evidentemente, lo más probable es que no se conviertan en el próximo Steve Job (que solo duró un semestre en la universidad, por cierto), pero algo encontrarán y, sobre todo, podrán fardar de estatus. La última temporada de la maravillosa serie The Good Place muestra el caso patológico de un pijo absurdo, el summum del clasismo, la antipatía y la inanidad, que no puede dejar de repetir compulsivamente que ha ido a Princeton. Los protagonistas hacen lo que pueden por salvar su alma.
El problema, por supuesto, es de fondo. Arias-Aranda apuesta por «fomentar la cultura de la competición», tanto en profesores como alumnos, para lo cual deberíamos atrevernos a reintroducir el concepto de mérito: «No somos todos iguales. Hay estudiantes con vocación e interés eclipsados por la mediocridad imperante. Centrémonos en ellos». Etcétera.
Número de universitarios
Su receta incluye ingredientes concretos con mucho sentido común. Por ejemplo: «Con 18 años no sabes, salvo que tengas una vocación innata, que es lo que quieres estudiar (yo no lo sabía, pero tuve suerte al elegir). Flexibilicemos los primeros años universitarios y de FP. Las titulaciones no han de ser bloques de cemento. ¿Empiezas Informática y no te gusta? Hagamos pasarelas. Implantemos el major y el minor como en EEUU. Que una mala decisión no frustre una vida».
Pero eso son solo detalles. La clave es la actitud de fondo. El final de la carta lo clava: «En todo caso, no busques la solución en el estado, ni en los sindicatos, ni en los cantos de sirena de los -ismos, ni en las redes sociales. La solución está en ti. Si tú cambias, el mundo cambia. Y si no quieres cambiar, no te preocupes, te seguiremos engañando, haciéndote creer que lo estás haciendo muy bien».
Porque el negocio no va mal. El último informe al respecto de la Fundación CYD concluía que el número de alumnos universitarios no deja de aumentar en nuestro país, tanto en las públicas como en las privadas. En eso sí que estamos por encima de la media de la UE. En paro, también. En perspectivas de futuro… ya veremos.