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La otra cara del dinero

La secretaria de Igualdad y la amenaza de la dictadura de lo políticamente correcto

Ángela Rodríguez ‘Pam’ ha terminado atrapada en la cada vez más compleja y asfixiante red de corrección política que ella misma promueve desde el Ministerio.

La secretaria de Igualdad y la amenaza de la dictadura de lo políticamente correcto

A la secretaria de Estado de Igualdad, Ángela Rodríguez, le ha caído la del pulpo por mofarse de quienes critican la 'ley del solo sí es sí'. | TO

A la secretaria de Estado de Igualdad, Ángela Rodríguez Pam, le ha caído la del pulpo por mofarse de quienes critican la ley del solo sí es sí, que son, según ella, los mismos que censuraron la autodeterminación del sexo. «De los creadores de Las personas van a ir al registro para cambiarse de sexo todas las mañanas, llega Los violadores a la calle», ironizó en una mesa redonda organizada por Podemos.

En el vídeo se aprecia cómo la ocurrencia es celebrada por el resto de las panelistas, lo que ha provocado una catarata de reprobaciones que varían en su virulencia, pero que comparten una misma tesis: no se puede frivolizar sobre algo tan grave.

La censura no es infrecuente en estos tiempos de corrección política, aunque estábamos habituados a verla circular en sentido contrario. Es generalmente la izquierda la que brama contra la broma. Fernando Simón tuvo que disculparse hace un par de años tras realizar un comentario desafortunado sobre «las enfermeras infecciosas» que el Consejo General de la Enfermería consideró «una vejación a la mujer y a la profesión». Y cuando el Ayuntamiento de Zamora utilizó chistes machistas para concienciar sobre la violencia de género, la campaña fue rápidamente tildada de vergonzosa.

El delito de lesa burla es tan nefando, que la propia Pam argumentó inicialmente que se habían tergiversado sus palabras en la mesa redonda «para sugerir que me parece divertido frivolizar con la violencia machista».

Pero las risas ahí estaban y, al final y a regañadientes, ha acabado pidiendo perdón.

La revolución exige una falta absoluta de humor

«Los vecinos de Cartago», escribe el economista Carlo Maria Cipolla, «fueron sorprendidos en el anfiteatro cuando los vándalos atacaron la ciudad. Los patricios de Colonia celebraban un banquete cuando los bárbaros se hallaban próximos a las murallas». Y sentencia: «La construcción de un imperio exige una falta absoluta de humor».

Con las revoluciones ocurre lo mismo. El historiador Iain Lauchlan recuerda que, entre las víctimas más tempranas de la policía secreta soviética, figura una pareja de payasos. En la primavera de 1918 habían empezado a satirizar a los bolcheviques, cuando unos «enfurecidos oficiales de la Checa que se encontraban en el local […] interrumpieron la actuación a tiros (para regocijo del público, que pensaba que formaban parte del número) y se los llevaron detenidos».

En los discursos que se conservan de Hitler aparece sistemáticamente cabreado. Tampoco él toleraba la menor tontería. A un actor de vodevil al que se le ocurrió parodiar el saludo nazi, el Reich lo recluyó 12 años en diferentes campos de concentración. Y se calcula que 200.000 personas acabaron en las cárceles de Stalin por contar chistes «subversivos».

¿Puede una sociedad prescindir del humor?

El humor como correctivo

La risa está «hecha para humillar», dice Henri Bergson. Es el correctivo que la sociedad aplica a aquellos comportamientos que se desvían de la norma, aunque no lo suficiente como para merecer «una represión material». Por ejemplo, la avaricia es indeseable, pero no constituye un delito, así que la ridiculizamos a través del Harpagón de Molière.

Lo mismo sucede con el exceso de celo.

«Hace unos años», cuenta Bergson, «naufragó en los alrededores de Dieppe un gran paquebote. Algunos pasajeros lograron salvarse en una embarcación después de muchas penas. Unos aduaneros que habían acudido valerosamente a socorrerles empezaron por preguntarles si no tenían algo que declarar».

¡Qué graciosos, Stalin y Hitler!

Como instrumento de coerción puede parecer menor y poco intimidatorio, pero ya advierte Mark Twain por boca del Diablo que «ante el asalto de la risa nada se tiene en pie». Los dictadores lo saben bien y por eso se afanan no en abolirla, sino en monopolizarla.

Porque es falso que carezcan de sentido del humor.

Tras entrevistarse con él en Moscú en 1934, George Bernard Shaw regresó a Occidente con la feliz nueva de que Stalin poseía «un agudo sentido de la comedia».

Existe abundante evidencia.

Donald Rayfield cuenta que Stalin reía hasta saltársele las lágrimas mientras uno de sus lacayos imitaba a Grigori Zinóviev suplicando por su vida ante el pelotón de ejecución. También le divertía hacer bailar a Nikita Jrushchov como el «oso ucraniano» que según él era, una afición que compartía por lo visto con Hitler, quien disfrutaba igualmente escarneciendo a sus generales.

La revista más audaz

Los intentos de expropiación del humor no suelen ser, sin embargo, muy exitosos. No hay terreno más propicio para su florecimiento que una dictadura. La comicidad se nutre en gran medida de la transgresión. Consiste en decir lo indecible, en pasearse al filo de lo intolerable, en bordear los límites.

De ahí la proliferación de chistes políticos en la URSS.

Y de ahí la abundancia de revistas satíricas (La Codorniz, Por Favor, Hermano Lobo) durante el franquismo, un negocio que se vino abajo a medida que la Transición iba levantando límites. Ahora las gracias hay que hacerlas a costa del buen gusto o de lo políticamente correcto.

Lo que nos devuelve a la reacción suscitada por la secretaria de Estado de Igualdad: ¿hay asuntos sobre los que, incluso en una democracia, no se puede frivolizar?

Bajas colaterales

«En general», filosofa Bergson, «es indudable que la risa cumple una función útil», pero de ello no se sigue que sea benévola ni justa. Es «un mecanismo montado en nosotros por la naturaleza» que, una vez en marcha, «no tiene tiempo de pararse a ver dónde da» y «castiga ciertas faltas casi del mismo modo que la enfermedad castiga ciertos excesos, hiriendo a inocentes y respetando a culpables», sin examinar separadamente cada caso.

Reírse es, en gran medida, un acto de crueldad.

Requiere una suspensión previa de toda empatía o, en palabras de Bergson, «una anestesia momentánea del corazón». Alguien altamente sensible, en cuya alma todo tuviera una fuerte resonancia sentimental, carecería de humor.

Por suerte, nadie es así, porque la existencia le resultaría insoportable.

Necesitamos separarnos de las cosas para no hundirnos en la depresión ante las constantes desgracias propias y ajenas. Eso es lo que hace el humor: diluye las emociones y nos convierte en fríos espectadores.

Siempre habrá chistes

Bergson dice que debemos desimpresionarnos para apreciar lo cómico de una situación, pero el mecanismo funciona también al revés: apreciar lo cómico de una situación nos ayuda a desimpresionarnos, a marcar distancias, a evadirnos aunque solo sea con la imaginación de lo que nos angustia.

Es una habilidad básica para sobrevivir y reprimirla no sería, por ello, una buena idea, aparte de que es impracticable. ¿Dónde ponemos el límite? La sensación subjetiva de agravio no sirve como referencia, porque se construye y nunca faltará alguien dispuesto a dejarse ofender por un comentario, una imagen, un gesto.

Asumámoslo: siempre habrá chistes.

Lo único que está en nuestras manos es decidir cómo se hacen. Podemos confiar la elaboración de un código a un sanedrín de intelectuales o podemos, simplemente, aprender a reírnos todos de todos. En este último supuesto habrá inevitablemente quien se pase, pero es lo democrático.

Lo del código suele acabar con una secretaria de Estado prohibiéndonos a los demás que frivolicemos sobre algún asunto, para frivolizar luego ella sobre ese mismo asunto en cuanto piensa que no la estamos mirando.

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