Mamet: «Las personas que iban con mascarilla estaban haciendo un cursillo de esclavitud»
«Trump», dice Mamet, «fue vilipendiado porque sostenía que la prosperidad se debía disfrutar como legítima recompensa del sacrificio y de la cultura americana»
David Mamet (Chicago, 1947) vive en Los Ángeles. En abril del año pasado, viajó a Texas para grabar un episodio del podcast The Joe Rogan Experience y, nada más preguntarle su anfitrión qué tal, abrió fuego: «Fenomenal», dijo, «encantado de encontrarme en Estados Unidos de vuelta de la República Popular de California». Rogan se rió y concedió que, efectivamente, California se había convertido en «un lugar extraño, casi irreconocible».
«Bueno», sentenció Mamet, «sería reconocible para George Orwell».
Mamet es uno de los dramaturgos de culto de Estados Unidos. Ha estrenado obras como Glengarry Glen Ross, Variaciones de patos o Perversión sexual en Chicago, aunque en España se le conoce más por su labor de guionista. Algunas de las películas que ha firmado son El cartero siempre llama dos veces, Los intocables o Hannibal. Ahora ha vuelto a acaparar los focos, pero por Himno de retirada, una recopilación de artículos políticos.
El ensayo no ha sido muy bien acogido en los ambientes progresistas.
«Himno de retirada», escriben en The Washington Post, «no es un libro, sino un maclibro», un catálogo de los prejuicios «más vulgares de la derecha». Y en Forward apuntan: «La gente […] tiende a volverse conservadora con la edad», pero «Mamet no ha evolucionado: ha esprintado».
Uno de los nuestros
Porque, hasta hace no mucho, Mamet era efectivamente de izquierdas.
«Yo era uno de ellos», confiesa en Himno de retirada. «El mío era un grupo de expatriados y […] judíos intelectuales refugiados sobre todo de Nueva York (yo de Chicago), que fueron a parar al centro de Vermont a finales de la década de 1950 y principios de la siguiente».
¿Y cómo acabaron allí?
Primero, porque «era y es el lugar más bello de la tierra». Y segundo y más importante, porque podían vivir del cuento. «Una gente muy astuta fundó una universidad hippy, el Goddard College», que «no daba clases» y «había confeccionado una estafa llamada período de prácticas: dos meses a mitad del año lectivo durante los cuales se cobraba a los alumnos por estar en otro lado».
«La mayoría», recuerda Mamet, «trabajábamos como autónomos en el Goddard College, nuestra vaca lechera».
Los méritos que más se valoraban en tan curioso centro no eran los académicos. «Un compañero de clase prendió fuego a la garita de vigilancia de la universidad; escribió una tesis explicando que era una expresión de cómo interpretaba a Heidegger, y obtuvo el título». Por lo demás, celebraban «encuentros de grupo», consistentes en «fines de semana enteros de charlas, de no dormir nada y beber mucho, tomar drogas, hacernos confesiones mutuas y llorar».
El camino de Damasco
Tras una juventud disipada, Mamet conquistaría Broadway y Hollywood con sus feroces alegatos anticapitalistas.
«Las batallas en las que se enzarzan los personajes de Mamet», escribe Terry Teachout, el crítico de teatro de The Wall Street Journal, «son juegos de suma cero en los que solo puede haber un ganador. Como proclama uno de ellos en [el drama de 1975] El búfalo americano […]: ‘Se trata de patear el culo [kickass] o de besarlo [kissass], Don, y mentiría si te dijera algo distinto’. Cuando se estrenaron, estas piezas se interpretaron como descalificaciones del sueño americano en toda su espantosa falsedad».
Entonces, en 2007, mientras preparaba Noviembre, una obra en la que un (avieso) político conservador debate con su (idealista) ayudante progresista, Mamet tuvo una epifanía.
«Había aceptado como dogma de fe que los gobiernos son corruptos y las empresas se dedican a explotar a los trabajadores», recordaría en The Village Voice. Estos sencillos preceptos se habían revelado, sin embargo, «cada vez más insostenibles». Porque no era cierto que todo fuera fatal, como preconiza la cosmovisión progre. No lo era, desde luego, de su existencia particular, pero tampoco de la comunidad en la que vivía, ni de su país.
La pregunta pertinente
La lujuria, la avaricia, la envidia, la pereza y sus compinches campaban a sus anchas, por supuesto.
A pesar de ello, «parece que nos las arreglamos», especialmente en Estados Unidos, donde «gozamos de circunstancias maravillosas y privilegiadas» y «formamos una mezcla de individuos normales (codiciosos, lujuriosos, tramposos, corruptos, inspirados; en suma, normales) que viven sometidos a un pacto espectacularmente eficaz llamado Constitución».
Mamet decidió reconsiderar sus convicciones.
Empezó por cuestionar su odio a las empresas, «cuyo origen, descubrí, no era sino la otra cara de mi apetito por aquellos bienes y servicios que proporcionan y sin los cuales no podríamos vivir». Prosiguió con su desconfianza hacia los «malísimos militares», que, según comprobó, «eran entonces y son ahora hombres y mujeres que arriesgan sus vidas para protegernos de un mundo muy hostil». Y concluyó que la pregunta pertinente no era «¿Es todo perfecto?», sino «¿Cómo podría ser mejor, a qué coste y según la definición de quién?»
Y una vez planteada la alternativa en esos términos, resultó que las cosas no estaban tan mal.
Pánico a la prosperidad
Mamet ha pasado de conspirar contra el sistema a luchar por preservarlo, y de eso va Himno de retirada.
«Trump fue vilipendiado con mucha mayor vehemencia que cualquier otro que se recuerde en Occidente», escribe. «Lo odiaban porque lo temían, porque sostenía que la prosperidad se debía disfrutar como legítima recompensa del sacrificio, de la lucha y del patriotismo y de la cultura americana que los aglutinaba».
Lo políticamente correcto es, por el contrario, instigar «el pánico a la prosperidad».
«Hemos condenado el consumo y ensalzado a los pobres, a la clase baja, a los sintecho, a los palestinos, a los convictos y a los inmigrantes ilegales porque poseen, según el concepto de la progresía, lo que esta no puede poseer: pobreza, lo que para la mente desequilibrada puede, por sí solo, frenar el pánico a tener demasiado».
Se trata de una opinión peculiar, pero perfectamente legítima. Lo que Mamet rechaza es el modo en que se intenta imponer.
«La izquierda, que lleva tiempo sosteniendo que los hechos son engañosos, ha llegado ahora a negar que existan siquiera: los hombres pueden dar a luz; los niños nacen sin sexo; todos moriremos por nuestros pecados medioambientales en 10 o 12 años».
Los motores de la libertad
El puritanismo que mayo del 68 echó por la puerta nos lo han vuelto a colar por la ventana.
«Las nuevas leyes sobre alimentos son tan estrictas como el halal y el kashrut, y considerablemente más complejas: de proximidad, sin gluten, bienestar animal garantizado, criado en libertad, orgánico, comercio justo o sostenible». Y la «insistencia en la pansexualidad ha sustituido a los anteriores mandamientos de castidad».
Lo que está en juego no son las próximas elecciones, sino la misma democracia.
«Los tres motores de la cohesión cultural, los que evolucionaron para ventilar las diferencias y ayudar a dirimirlas, están en su lecho de muerte. Sobre la educación, y en especial sobre las universidades, cuelga desde hace tiempo una señal de advertencia». Los políticos, por su parte, han sido siempre «una confederación de putas», pero lo que más alarma a Mamet es la degradación de la prensa.
«¿Cómo expresar mi dolor por su transmutación en órganos de propaganda del Gobierno?», se lamenta.
«A los tertulianos políticos», añade, «les encanta decir que su candidato es capaz (y el candidato contrario, incapaz) de unir el país. Si entendemos que eso significa la completa unanimidad, esta solo se puede encontrar en un Estado esclavo. […] Esa disparidad de opinión, en la política, no solo es inevitable: aceptarla es un síntoma de buena salud».
Regreso a Voltaire
Himno de retirada está lleno de verdades como puños, aunque no faltará quien considere (yo entre ellos) que a Mamet se le va la olla por momentos.
Por ejemplo, cuando sostiene que, durante la pandemia, «los oligarcas de Silicon Valley» forzaron el cierre de la economía para «poder recomprarla más barata». O cuando se burla de «los ciudadanos obedientes que iban con mascarilla, confiando en que lo hacían por su propia seguridad y por el bien público», cuando en realidad «estaban realizando un cursillo de esclavitud». O cuando compara California con la Oceanía de 1984.
No comparto todo lo que dice, pero, como el Voltaire de Evelyn Beatrice Hall, todos debemos hoy defender con nuestras vidas su derecho a decirlo.