Los beneficios no son justos ni injustos; solo nos indican las preferencias de los consumidores
El ánimo de lucro lleva al empresario a producir la máxima cantidad posible de mercancías, de la mayor calidad y al menor precio que las circunstancias permitan
Entiendo el argumento solidario: hay que repartir equitativamente las cargas de la crisis.
«No puede ser una excusa para ganar más», señala la ministra de Trabajo Yolanda Díaz. «Que los que más tienen paguen lo que les corresponde», añade la titular de Derechos Sociales Ione Belarra, una habitual de esta sección. «Se lo pueden permitir», remacha, en fin, el presidente Pedro Sánchez.
Hay, no obstante, una línea que yo respetaría.
La que traspasa a menudo Podemos cuando cuestiona la licitud de los beneficios. En diciembre pasado, Pablo Fernández, el portavoz de la formación, sostenía que muchos de los incrementos de precios de Mercadona no están vinculados a los costes y «se van de manera ilegítima a las grandes cadenas».
¿Cómo sabemos que eso no es así?
Porque sus márgenes se están estrechando. De acuerdo con las cuentas que el martes presentó Juan Roig, la compañía cerró 2022 con una de las rentabilidades «más bajas de su serie histórica»: 0,025 euros por cada euro vendido, frente a los 0,027 de 2021. Pese a ello, ha ganado 718 millones, un 5% más.
¿Debería quizás renunciar a cualquier beneficio hasta que amaine el temporal o, mejor aún, para siempre?
El origen de los beneficios
Para la izquierda, los beneficios son un residuo de la combustión del capitalismo y un testimonio de la explotación del hombre por el hombre. «Cualquiera que se esfuerce en obtenerlos», escribe Frank Shostak, «es inmediatamente catalogado de enemigo público», de bulto sospechoso «que debe ser detenido antes de que ocasione más daño».
En una economía libre, sin embargo, los beneficios no tienen que ver con ninguna explotación.
Surgen cuando alguien detecta que determinados factores están desaprovechados. Es el caso famoso que cita Adam Smith del industrial que descompone en diferentes tareas la elaboración de alfileres. La división del trabajo le permite abaratar costes, captar más clientes y embolsarse, en definitiva, un buen dinero sin necesidad de empeorar la situación de nadie.
Al contrario, la sociedad es más rica, porque ahora gasta en alfileres menos que antes y puede destinar la riqueza liberada a otros bienes o servicios.
Los beneficios del industrial smithiano revelan que «la producción y los deseos de los consumidores coinciden», explica el sacerdote y filósofo Martin Rhonheimer. Son «un indicador», añade Shostak, «de que el ahorro se está empleando de la manera más eficaz» y está contribuyendo a promover «el bienestar de la gente». Y sentencia: los que degradan la calidad de vida son, en todo caso, quienes «dilapidan el ahorro».
Los beneficios, según Francisco
¿Y no existe otro modo de orientar la actividad emprendedora?
Para el papa Francisco, la labor del patrono es fecunda «si entiende que la creación de puestos de trabajo es parte ineludible de su servicio». Una economía basada en el empleo sería, en su opinión, más deseable. Y si además prescindiéramos de empresarios y capitalistas, podríamos financiar con sus obscenos salarios y dividendos todo tipo de conquistas sociales.
De ahí la fijación de los intervencionistas de toda laya con las nacionalizaciones.
La experiencia revela, por desgracia, que no funcionan. Cuando Telefónica era un monopolio estatal, los burócratas que la dirigían ofrecían a la plantilla unas condiciones difícilmente superables, de conformidad con la recomendación franciscana. Pero a los ciudadanos nos cobraban por las llamadas lo que les daba la gana y podían demorarse hasta seis meses en ponerte una línea.
Hoy, las compañías privadas te regalan las llamadas y tardan minutos en facilitarte un móvil operativo.
Los beneficios y la justicia
Invocar la justicia en una encíclica o un mitin es sencillo, pero impartirla no lo es, porque «la consideración que merece al común de las gentes el concepto de precio y salario justo es totalmente dispar», como advierte Ludwig von Mises.
«Para el no filósofo», argumenta el economista austriaco, «es justo que los precios de los servicios y bienes que ofrece se eleven constantemente y los de los bienes y servicios que desea desciendan cada vez más». Este comprensible punto de vista determina que allí donde prevalece el interés de los empleados, como en la antigua Telefónica, el bienestar general acaba resintiéndose.
No sucede lo mismo en un régimen de libre competencia.
«La fuerza impulsora del sistema es el ánimo de lucro», dice Mises, «que constriñe al empresario a producir la mayor cantidad posible de mercancías, de la máxima calidad y al precio más bajo que las circunstancias permitan». Si no lo hace él, otro competidor lo hará y lo expulsará del mercado. Y concluye: «¿Quién nos conviene más que mande, el consumidor o el burócrata?»
Los beneficios no crecen a costa de los salarios
Es falso el antagonismo entre patronos y obreros que postula Podemos y que el papa parece haber asumido.
Los beneficios no crecen a costa de los salarios, como confirma el hecho de que ambos hayan mejorado desde la Revolución industrial. Tampoco es el trabajo la única fuente de valor, ni siquiera la principal. Este procede en mayor medida de la innovación del emprendedor. Henry Ford no expolió a sus empleados. Les proporcionó una cadena de montaje que multiplicó su eficiencia y, con ella, su remuneración.
Patronos y obreros no son rivales, sino aliados.
«Obviamente el empresario necesita a los trabajadores, esto es trivial», escribe Rhonheimer. «Menos trivial es esto otro: si no hubiera empresarios e inversores, las personas […], por diligentes que fueran, apenas estarían en disposición de garantizar su propia subsistencia».
Los beneficios no son justos ni injustos
De todo lo anterior no se desprende que el capitalismo sea un dechado de perfecciones.
«El beneficio no es justo ni injusto», insiste Mises. Simplemente alerta sobre qué prefieren en cada momento los consumidores. Y otro austriaco insigne, Friedrich Hayek, recalca igualmente que «las recompensas materiales» que otorga el mercado no se corresponden con «lo que los hombres reconocen como mérito».
La oferta y la demanda no entienden de consideraciones éticas.
Mientras los narcotraficantes nadan en la abundancia, los maestros de escuela a duras penas llegan a fin de mes. Y mientras en el Reino Unido se gastan 20.000 libras en una boda de perros, millones de niños mueren en África de enfermedades prevenibles. Vivimos en un planeta lleno de cosas incomprensibles y no hace falta que Díaz y Belarra nos lo recuerden a cada paso.
Pero su reparación será más sencilla si no aplicamos recetas trasnochadas, que dilapidan los recursos y coartan la libertad.