Mario Vargas Llosa, Carmen Balcells y cómo la especulación contribuye a la creación literaria
El libro de Jaime Bayly sobre la amistad entre Vargas Llosa y García Márquez encierra, además de un montón de chismes, una lección de economía financiera
Mario Vargas Llosa conquistó muy pronto el reconocimiento.
A los 26 años ganó el premio Biblioteca Breve con su primera novela y, con las dos siguientes, se consagró como uno de los grandes autores del siglo XX. «La crítica […] más exigente, no solo la española, pero también la francesa, la alemana, la italiana, la inglesa, la portuguesa, afirmaba que Vargas Llosa […] había publicado no una, no dos, pero tres obras maestras: La ciudad y los perros, La casa verde y Conversación en La Catedral», cuenta Jaime Bayly. Y recuerda que, cuando en el verano de 1967 coincidió en Caracas con García Márquez, «Mario, con apenas 31 años, era el escritor famoso y Gabriel, 40 años recién cumplidos, el aspirante» que pugnaba penosamente por hacerse un nombre en el mundo literario.
Sin embargo, una cosa es el aplauso de los especialistas y otra, el del público.
A pesar de su enorme prestigio, el escritor peruano tardó en alcanzar la autonomía económica. Ahora no nos sorprende que cobre un millón de euros en concepto de adelanto por sus libros, pero a mediados de los 60 debía simultanear la creación con otras actividades, como la de reportero o profesor, para mantener a su familia.
Entonces apareció Carmen Balcells y le hizo una proposición financiera.
¿Para qué sirve un especulador?
Los especuladores no tienen muy buena fama.
El común de los mortales considera que «no hacen nada práctico», dice Walter Block: «No amasan pan ni elaboran medicamentos ni enseñan matemáticas o violonchelo». Viven de parasitar a otros que sí suministran esos bienes y servicios tan necesarios.
Peor todavía.
John Kemp, un analista de Reuters, denunciaba hace unos años que «productores y consumidores de materias primas llevan tiempo culpando a los especuladores de distorsionar unos precios que deberían fijarse por la oferta y la demanda físicas».
Es una acusación que carece de fundamento.
Lo que tienen en común el fútbol y las finanzas
Los futuros (o las opciones) son contratos por los que una parte adquiere la obligación (o el derecho) a comprar o vender un activo en una fecha dada y a un precio determinado.
Se trata básicamente, como argumentaba The Economist en el verano de 2008 a propósito del petróleo, de una apuesta «sobre la evolución del precio». Quien la realiza no retira del mercado ningún barril, de modo que no influye en la oferta y, por tanto, «en el precio más de lo que las apuestas deportivas afectan al resultado de un partido de fútbol».
Una buena prueba la tenemos en el comportamiento del níquel: la inversión especulativa se redujo un 40% entre 2015 y 2022, mientras su precio casi se triplicaba en ese mismo periodo.
Pillarse los dedos con la tapa del baúl
Quienes abogan por ilegalizar la especulación, argumenta el catedrático de Stanford Darrell Duffie, la confunden con la manipulación del mercado. Un claro ejemplo de esto último es lo que acaban de hacer Arabia Saudí y otros miembros de la OPEP con su «recorte voluntario» de producción. El mero anuncio disparó el precio del barril más de un 8%.
Hacer algo así en un sector no cartelizado no es, sin embargo, sencillo.
Los hermanos Nelson y William Hunt lo intentaron en 1979. Acapararon «derivados de plata que representaban aproximadamente la mitad de la producción mundial anual», cuenta Duffie. No cayeron, lamentablemente, en la cuenta de que para realizar los beneficios derivados del encarecimiento del metal había que deshacerse antes de él «y a medida que vendían los precios caían, causándoles pérdidas calamitosas».
Una función vital
En realidad, y pese a su mala reputación, los especuladores cumplen una función vital.
Como explicó Myron Scholes en su discurso de aceptación del Nobel, los especuladores se limitan a «segregar los productos [financieros] en sus partes integrantes y venderlas por separado». En términos más llanos, se lucran quedándose con el riesgo que otros no quieren.
«¿Está eso mal?», se pregunta Duffie. «Nadie me ha explicado por qué».
Los agricultores llevan siglos beneficiándose de esta ingeniería financiera. Se garantizan mediante contrato un precio para sus cosechas y eso les permite sufragar la siembra. Sin el avieso especulador que se expone a que el trigo o el maíz valgan menos mañana, nadie dejaría dinero a los granjeros y se produciría menos comida.
Rey del Glam Rock, príncipe de las finanzas
Lo mismo sucede con la energía.
Los futuros y las opciones «ayudan a las compañías aéreas y a otros grandes consumidores a protegerse de un alza de precios del petróleo», señala The Economist, «y proporcionan a los productores unos ingresos más predecibles, lo que les permite expandirse con más confianza y obtener préstamos más baratos».
«Cuando una empresa puede cubrirse», añade Scholes, «se alienta la inversión en proyectos que de otro modo nunca habrían tenido lugar».
El mundo de la cultura no es una excepción.
En 1997 David Bowie renunció a sus derechos de autor durante los siguientes 10 años a cambio de 55 millones de dólares. Cedía el riesgo a un tercero (el banquero de inversión David Pullman) y se cubría ante cualquier contingencia. Pensaba seguramente en una sequía de inspiración o en la pérdida del siempre voluble favor del público, pero lo que vino en los años siguientes fue un auge de la piratería. Y aunque la venta de cedés se desplomó, los ingresos del rey del Glam Rock no se vieron afectados.
Historia de la literatura
Bowie ha pasado a la historia como un genio de las finanzas aplicadas al arte, pero varias décadas antes se le había adelantado Carmen Balcells.
En 1966, al término de la lectura de La casa verde, se acercó a Vargas Llosa y le propuso «renunciar a su trabajo como profesor de español en una prestigiosa universidad [de Londres] y mudarse a Barcelona a coronar el sueño que había acariciado desde niño, el de ser un escritor profesional, a tiempo completo», cuenta Bayly.
«Si vienes a Barcelona, te pagaré un sueldo mensual, el doble de lo que ganas en Londres como profesor», le dijo. «Vendas muchos libros o pocos libros, te pagaré siempre un sueldo que te permitirá dedicarte por completo a escribir».
Vargas Llosa accedió, Balcells se convirtió en su agente y el resto es historia de la literatura… y de la especulación, aunque rara vez se mencione.