El ‘management’, según Francisco Ibáñez: por qué el jefe tenía que ser Filemón, y no Mortadelo
La mayoría de nosotros no somos jefes y nos complace pensar que solo los desalmados y los tramposos lo consiguen
Mi hijo Carlitos no tenía ni ocho años cuando una mañana se puso a aporrear furiosamente la puerta del baño.
«¡Papá, papá, papá!», repetía como si la casa ardiera por los cuatro costados. Salté fuera de la ducha con el corazón en un puño y abrí a toda prisa, chorreando y medio envuelto en una toalla. «¿Qué pasa, hijo, qué pasa?», exclamé alarmado.
«¿Por qué Filemón es el jefe?», me preguntó entonces Carlitos.
Me miraba desde detrás de sus gruesas gafas de niño miope, genuinamente intrigado y sereno, a la espera de mi veredicto. Le colgaba del brazo un manoseado ejemplar de la colección Olé! en la que Francisco Ibáñez publicaba sus historietas desde los años 70, y recuerdo que pensé: «¿Lo estrangulo con mis manos desnudas o lo tiro por la ventana?».
Me contuve, no obstante, y mientras terminaba de afeitarme convine en que la pregunta no estaba tan mal tirada.
La suerte de llevar una cachiporra
Aunque atolondrado e inoportuno, Mortadelo es bastante más ingenioso y competente que Filemón. Si atendiéramos a lo que son estrictos méritos, debería ser sin duda quien mandara. La razón por la que no lo es nos la ofrece el propio Ibáñez en La historia de Mortadelo y Filemón.
Tras cumplir el servicio militar, Filemón se personó en una empresa de detectives que había abierto un proceso de selección. El anuncio decía: «Agencia de información necesita jefe y ayudante. Bien retribuidos. Razón: Pito, 7». Allí se encontró con Mortadelo, que, como es natural, también aspiraba al puesto de jefe. «Vamos, vamos, señores», sugirió el empleador al ver cómo se insultaban y se sacudían (¡PAF! ¡BOUM! ¡CREEC!) sin piedad, «¿por qué no lo echan a suertes?»
«Y lo echaron a suertes», cuenta Ibáñez, «ganando Filemón, que tuvo la suerte de llevar encima una cachiporra mucho más gorda».
«¡Corra, jefe, corra!»
Es una explicación poco satisfactoria, pero ¿qué esperaban de una sátira? ¿Que el jefe fuese el listo, el simpático y el trabajador?
La comicidad de Ibáñez se basa en lo mal que les va a sus personajes. Otilio es incapaz de reparar una estufa sin que arda media ciudad y termina todas sus aventuras gritando a Pepe Gotera: «¡Corra, jefe, corra!», mientras los persigue algún cliente enfurecido. Tampoco se sabe de ningún documento confiado al botones Sacarino que haya llegado a su destino. Y en 13, Rue del Percebe los tomates del tendero van andando solos a la báscula y, cuando encargas al sastre «algo informal para salir al monte», te entrega un disfraz de cabra.
Ibáñez se inscribe aquí en una larga tradición de humor negro.
Luis Carandell recoge en Celtiberia Show un chiste terrible. Dos guardias civiles escoltan a un condenado a muerte al punto donde deben fusilarlo. Es una cruda madrugada de invierno y, en medio del páramo helado, el reo suspira: «Qué frío hace». «¡Pues y nosotros, que tenemos que volver!», replica uno de los picoletos.
¿Por qué nos divierte tanto el infortunio ajeno?
Compasión ahorrada
«No hay mayor enemigo de la risa que la emoción», dice Henri Bergson.
Lo cómico requiere «una anestesia momentánea del corazón». Un alma pura y sensible, en la que cualquier suceso encuentre fuerte resonancia, carecerá de sentido del humor. No se puede disfrutar de El Lazarillo de Tormes sin marcar distancias con el protagonista. Si nos dejáramos enternecer por sus penurias, dejaría de ser una novela picaresca y se convertiría en Oliver Twist.
Sigmund Freud habla de «la compasión ahorrada» como «una de las más generosas fuentes de placer humorístico».
«Mark Twain», explica en El chiste y su relación con lo inconsciente, «usa habitualmente este mecanismo». Cuando, por ejemplo, recuerda que su hermano fue capataz de una mina y que una vez salió despedido varios metros por la explosión de un barreno, «inevitablemente surge en nosotros un amago de compasión». Pero Twain añade a continuación que, de resultas de aquel accidente, lo sancionaron por «alejarse de su puesto sin autorización» y ese giro imprevisto inhibe la empatía y hace que la energía psíquica «que estábamos dispuestos a gastar» en compasión se ahorre y se libere en una carcajada.
El humor «nos vuelve casi tan duros de corazón como el contratista» y, en el fondo, esa es su principal utilidad.
Impedir que las emociones te atropellen
Del mismo modo que es imposible reírte del infortunio ajeno sin desactivar antes tus sentimientos, podemos desactivar nuestros sentimientos riéndonos de nuestro infortunio. Es muy importante «gestionar las emociones y no permitir que te atropellen», le dice mi amigo Ramón Lobo a Javier del Pino en una entrevista memorable. Ramón fue al médico hace un año porque le dolía la espalda y le detectaron un aneurisma y dos tumores. El pronóstico no es bueno, pero Ramón lo ha afrontado con algo más que entereza: hace chistes.
«¿Por qué eres capaz de bromear con la muerte?», le pregunta Del Pino.
A lo largo de la conversación, Ramón ofrece distintas respuestas: «la muerte siempre ha estado ahí», «llevo como cuatro días con la tele apagada», «el sufrimiento de los demás [que ha presenciado como corresponsal de guerra] es un entrenamiento».
Pero nada como el humor para impedir que «las emociones te atropellen».
«Me contaba», dice Ramón, «la mujer de Pepe Comas, un compañero de El País que murió de cáncer [que] Pepe decía, por ejemplo, aquí estoy, muriéndome en cómodos plazos». Y añade Ramón que si el paciente «se lo toma bien y hace bromas, es mucho más fácil para la gente que le rodea» y para él mismo. «En cambio, cuando vives en la negación y no quieres saber nada, estás deprimido».
Gracias, maestro
La risa nos ayuda a tolerar lo intolerable, a aceptar lo inevitable o, simplemente, a sobrellevar la rutina.
La mayor parte de nosotros vivimos existencias anodinas y poco excitantes. No somos jefes, nunca llegaremos a serlo y nos complace pensar que únicamente los desalmados y los tramposos lo consiguen. Así es el universo de Ibáñez y, a diferencia del real, tiene la enorme ventaja de que en él podemos prescindir de los sentimientos, volvernos duros de corazón y desternillarnos con las desventuras de los poderosos.
Por eso el jefe tenía que ser Filemón y siempre le estaremos agradecidos a Ibáñez.