Conservadores hartos de los abusos (woke o no)
El tremendo éxito de la canción protesta country lidera un nuevo movimiento contra las élites en EEUU
Un fantasma recorre Estados Unidos: el fantasma de la música country. Karl Marx habría alucinado (Gramsci quizá no tanto) al comprobar cómo la canción de un paleto sureño cumple el papel que el Manifiesto Comunista profetizaba a las hordas proletarias. La voz y la guitarra sustituyen a la hoz y el martillo, y el medio no es el Partido Comunista, sino Youtube. Los tiempos cambian, querido Karl, y el paleto, por cierto, tiene la barba más larga que tú.
El mes pasado, un tal Oliver Anthony salió de la nada para encaramarse al número uno de todas las listas musicales de EEUU con su canción «Rich Men North of Richmond». La culpa la tuvo un sencillo vídeo en las redes sociales: el típico «blanco cabreado» (una especie catalogada y analizada hasta la náusea por la prensa progresista del país) en un rincón medio salvaje del Sur, con un par de perros a sus pies y una guitarra, cantaba que estaba hasta las narices de vender su alma «trabajando todo el día» para combatir la maldita inflación y pagar impuestos en una situación de mierda creada por culpa una élite que vive a cuerpo de rey.
El juego de palabras del título ha contribuido mucho en el éxito viral: Richmond incluye la palabra «rico» en inglés, pero además es la capital de Virginia, donde arranca el Sur (culturalmente rural y tradicional frente al Norte industrial, o ya directamente financiero, y progresista), pero a sólo unas 100 millas de Washington DC, capital burocrática del país, y a poco más de 300 de Nueva York, equivalente financiero.
Joe Coscarelli y Marc Tracy se apresuraron a contar en The New York Times la historia del fenómeno. Según ellos, se ha debido sobre todo a que ha sido «impulsado desde el principio por influyentes expertos conservadores y figuras de los medios como Jack Posobiec y Jason Whitlock».
A nadie se le escapa la tendencia progresista del NYT. Tienen, eso sí, el detalle de citar a Matt Walsh, presentador de podcasts y columnista del conservador Daily Wire, que dijo en Twitter que «la razón principal por la que esta canción resuena en tanta gente no es política», sino el hecho de que «estamos asfixiados por la artificialidad».
«La política incesantemente inunda todos los demás aspectos de la cultura, ya sean deportes, películas o música pop».
Pero a continuación asestan desde el NYT: «El populismo de la canción se inclina inequívocamente hacia la derecha, lo que da como resultado una canción original perfectamente preparada para un momento hiperpolarizado en el que los conservadores se perciben a sí mismos como asediados y la política incesantemente inunda todos los demás aspectos de la cultura, ya sean deportes, películas o música pop».
Más autocrítico desde la izquierda se muestra, por ejemplo, Clay Travis, locutor de radio y autor de American Playbook: A Guide to Winning Back the Country From the Democrats: «La gente simplemente está enojada por la forma en que yo diría que el universo Woke se ha apoderado de gran parte del contenido. Y creo que lo que se está viendo es una reacción violenta y una rebelión».
El movimiento Woke (literalmente «despierto»), que comenzó como una estrategia de concienciación contra la discriminación racial contra los negros americanos y se fue extendiendo a la lucha feminista y LGBT, ha terminado convirtiéndose en una especie de ortodoxia políticamente correcta omnipresente y, a veces, opresiva.
Un artículo de The Economist contaba este verano, unos días antes de que apareciera el vídeo de Oliver Anthony, una curiosa campaña publicitaria a principios del año pasado en Nueva York: varios camiones mostraban en Times Square un cartel con «un hombre calvo vestido de traje oscuro y con la mirada del Doctor Evil». Debajo del tenebroso retrato, una pregunta y la url de una web: «¿Quién es Larry Fink?».
Whoislarryfink.com acusa a Fink, presidente de BlackRock, la mayor gestora de activos del mundo, de connivencia con la dictadura China y de explotar a los más vulnerables financieramente. Tras la campaña está Consumers’ Research, una agencia de protección al consumidor, algo así como nuestra OCU, aunque The Economist cree que «hoy en día parece más bien un escuadrón de la muerte de una camarilla del Partido Republicano».
Lo más interesante, en cualquier caso, quizá sea el título y la entradilla del artículo. Por si «La demonización de Larry Fink» no fuera suficiente, grandes letras explican: «Todo lo que quería hacer era salvar el planeta y al mismo tiempo hacer una fortuna para su empresa». A continuación, se nos invita a leer el análisis por Henry Tricks del capitalismo woke: resulta que se puede luchar por la causa de los más desfavorecidos y, al mismo tiempo, forrarse.
Justo ayer Luca Costantini explicaba cómo Yolanda Díaz intenta tapar la vergüenza de tener de número dos a un señor propietario de cuatro pisos y 100.000 euros en acciones. Por lo que sea, ese tipo de cosas chocan cada vez más a quienes se las ven canutas para llegar a fin de mes… Circunstancia proletaria, la de la precariedad, que parece obligarles moralmente, además, a votar a partidos como Sumar.
Tricks asegura que la demonización de Fink se debe a la manía que le tiene la derecha al ecologismo y los criterios ESG. Puede ser. Pero, su perfil del personaje es lo bastante extenso como para explicar una sutil evolución: «El hombre que alguna vez había rechazado la cordialidad anual de la élite financiera en Davos como ‘una pérdida de tiempo’, comenzó a convertirse en un habitual». Se convirtió en «diplomático financiero».
Cuando ya tienes todo el dinero posible, el poder va ganando posiciones en el ránking de prioridades. «Fink se cree capaz de conseguir audiencia con casi cualquier persona. Es un poco como los Rolling Stones de gira». Ojo, sus intenciones pueden ser buenas, pero esa no es la cuestión, sino el poder acumulado. A lo mejor al barbudo de Oliver Anthony no le apetece hacer el bien al etilo Fink. Por lo que sea.
Cuenta Tricks que «un exempleado le envió a Fink un mensaje de texto diciéndole que preferiría ser amado que respetado. Fink respondió: ‘Todos lo haríamos’». Aspira a la triple corona: dinero, poder y amor. El capitalismo woke es la panacea: puedes forrarte, imponer tu visión del mundo y, encima, quedar bien.
Mucha gente, cada vez más, no está de acuerdo. Sobre todo, cuando la moralidad de ese capitalismo woke tiene fisuras muy vergonzantes. La canción de Oliver Anthony menciona con toda la intención a Epstein, el conseguidor de la élite estadounidense, famoso por su isla de las orgías, que incluía menores.
«El capitalismo tiene límites morales»
En estas páginas ya comentamos la gran resonancia de la película Sound of freedom sobre el tráfico de niños. Al final del tráiler de la película, el protagonista pide apoyo para «mandar el mensaje de que los hijos de Dios ya no están a la venta». El capitalismo tiene límites morales.
El muy demócrata y woke Bill Clinton era un buen amigo de Epstein. El Daily Mail sacó hace tres años unas fotos en las que recibía un masaje de una de las esclavas sexuales de Epstein. Al parecer, tenía el cuello tocado tras quedarse dormido en el Lolita Express: así llamaban al avión del conseguidor, sospechosamente suicidado en la cárcel.
Fue durante la presidencia de Clinton, por cierto, cuando se tumbó la Ley Glass-Steagall que separaba la banca comercial de la de inversión… justo a tiempo para crear Citigroup, con la que su secretario de Estado Robert Rubin se ha forrado hasta la náusea. Poco después, la hiperespeculación resultante destrozó la economía en la mayor crisis financiera de la historia. Pero pocos se entretuvieron en recordar detalles como la maniobra del equipo de Clinton para parar la regulación de los derivados, máximo exponente de la especulación pura y dura.
No, Clinton era «de los buenos». Tras dejar la Casa Blanca, instaló su oficina en Harlem (justo en la frontera del Upper East Side, eso sí…). De siempre le había gustado fotografiarse con los negros. Incluso toca el saxofón con ellos. Un tipo muy woke.
Cuando apareció Trump en escena, su esposa Hillary se arrogó el papel de salvadora de la causa progresista. En 2016, un medio tan poco sospechoso de conservador como la CNN publicó que entre ella y su marido habían recibido hasta entonces 153 millones de dólares por pronunciar conferencias. Los bancos habían sido los principales «oyentes».
Los republicanos y el Hamelin country
El Partido Republicano, lógicamente, se ha lanzado en masa a rentabilizar el movimiento contra el capitalismo woke, pero se llevó una sorpresa con Oliver Anthony. Como explica Vulture, el cantante country del momento les dio con la puerta en las narices. No en vano, Donald Trump fue otro de los conspicuos amigos del pederasta Epstein. El piloto del Lolita Express lo incluyó en la lista de pasajeros cuando testificó en unos de los juicios por el escándalo.
La cosa va más allá. El mes pasado, The Economist señalaba la coincidencia de cuatro novedades editoriales para concluir: «Los conservadores están atacando al capitalismo». Uno de los ejemplos que cita es Sohrab Ahmari, «un periodista iraní-estadounidense socialmente conservador» que en su libro Tyranny, Inc afirma que vivimos en «un sistema que permite que unos pocos propietarios de activos sometan a la mayoría de los que no tienen activos a una coerción generalizada, una coerción que, a diferencia de las acciones gubernamentales, no puede ser impugnada en los tribunales».
The Economist ironiza con que «muchas de sus quejas parecen izquierdistas». Por ejemplo: «Amazon utiliza cámaras intrusivas para vigilar a los trabajadores de su almacén; otras empresas espían los correos electrónicos privados y la navegación web de sus subordinados. Los empleadores establecen horarios de trabajo impredecibles que el personal no puede rechazar fácilmente porque necesitan poner comida en la mesa. La vida del 50% más pobre de Estados Unidos es precaria, estresante e injusta».
Parece bastante discutible que la tendencia pretenda una enmienda a la totalidad del capitalismo. Habría que analizarlo en profundidad, pero suena más a un hartazgo por cierto manejo del concepto y las prácticas que conlleva.
Es comprensible que los políticos caigan en la tentación de centrarse en vender una burbuja de pseudoideología facilona construida sobre cuatro tópicos para delimitar el «nosotros» contra «los otros». Se antoja bastante más sencillo que proporcionar a clientes serios y exigentes un balance constante de la gestión concreta de la cosa pública. Pero ya lo dijo Abraham Lincoln: «Puedes engañar a todas las personas una parte del tiempo y a algunas personas todo el tiempo, pero no puedes engañar a todas las personas todo el tiempo».