El populismo reduce el crecimiento y no mejora la distribución: ¿por qué tiene tanto éxito?
El año 2018 marcó un máximo histórico, con 16 países gobernados por líderes populistas
La retórica antisistema tuvo «un éxito inusitado» la década pasada, observan los investigadores Manuel Funke, Moritz Schularick y Christoph Trebesch.
De acuerdo con los cálculos que recogen en el artículo «Populist Leaders and the Economy», 2018 marcó un máximo histórico, con 16 países gobernados por populistas: desde Nicolás Maduro en Venezuela hasta Narendra Modi en la India, pasando por Recep Tayyip Erdogan en Turquía o Andrés Manuel López Obrador en México.
No se trata, además, de una moda de pobres.
Igual que el reguetón, se escucha ya también en los vecindarios más acomodados del planeta. Aparte de Viktor Orban en Hungría, lo bailan Benjamín Netanyahu en Israel, Andrzej Duda en Polonia y, hasta hace poco, Alexis Tsipras en Grecia, Donald Trump en Estados Unidos y Boris Johnson en Reino Unido.
¿A qué se debe este auge y qué consecuencias económicas entraña?
Un populismo de largo recorrido
La opinión académica ha venido considerando el populismo nocivo, aunque de vuelo corto.
Los economistas Rudiger Dornbusch y Sebastian Edwards identificaron un «ciclo populista», que arrancaría con una expansión fiscal, pasaría por un breve auge y, finalmente, se desmoronaría ante el peso de los desequilibrios acumulados, forzando la salida del líder y un doloroso ajuste.
Este modelo, inspirado en las dictaduras latinoamericanas de la Guerra Fría, se ha quedado, sin embargo, obsoleto.
Para empezar, el vuelo de los nuevos populistas no es en absoluto corto. «Consiguen mantenerse y marcar el destino de su país durante una década o más —escriben Funke et al—. De media, el número de años en el poder es el doble que el de los no populistas (ocho años frente a cuatro)».
Y no hablamos ya de burdos tiranos, cuya única razón es la fuerza.
Un populismo más documentado
Incluso espadones como Hugo Chávez muestran en sus discursos un apreciable nivel intelectual.
«Todos los particulares —proclamaba en 2007, durante la inauguración de su tercer mandato presidencial— están sujetos al error o a la seducción; pero no así el pueblo, que posee en grado eminente la conciencia de su bien y la medida de su independencia. De este modo, su juicio es puro, su voluntad fuerte y, por consiguiente, nadie puede corromperlo».
Esta contraposición entre la falibilidad del individuo y la integridad del pueblo se remonta a Jean-Jacques Rousseau.
El populismo siempre es recto
Para el filósofo ginebrino, hay que guardarse de confundir la «voluntad de todos» con la «voluntad general», porque no siempre coinciden. «Si cuando el pueblo delibera —se lee en El contrato social—, una vez suficientemente informado, no mantuviesen los ciudadanos ninguna comunicación entre sí […] la deliberación sería siempre buena», porque el sentido común lleva a todas las personas razonables a coincidir en lo fundamental.
Esta sería la voluntad general, que «siempre es recta».
Por desgracia, «cada ciudadano no opina exclusivamente por sí mismo», sino que se deja influir por los argumentos de tal o cual facción. Cuando esto ocurre y «los intereses particulares empiezan a dejarse sentir», la unanimidad se pierde y la voluntad de todos deja de ser la voluntad general. «Aunque nunca se corrompe al pueblo —coincide Rousseau con Chávez (o viceversa, más bien)—, frecuentemente se le engaña y entonces es cuando parece querer lo malo».
El populismo es más democrático
El populista puede renegar del liberalismo, pero se tiene a sí mismo por el mayor de los demócratas.
«En un mundo donde rigen la democracia y el liberalismo—escriben los politólogos Cas Mudde y Cristóbal Rovira Kaltwasser—, el populismo ha devenido, en lo esencial, una respuesta democrática no liberal al liberalismo no democrático». Sus partidarios se rebelan contra la tiranía de fuerzas impersonales, como la globalización, y de organismos a cuyos responsables nadie ha votado, como la Comisión Europea o el Fondo Monetario Internacional.
Igual que Rousseau, entienden que nada debe constreñir la «voluntad general» y que debe devolverse al pueblo el poder arrebatado por las élites a los políticos elegidos en asuntos decisivos.
Los elementos del populismo
Este antagonismo entre el pueblo y la élite es el rasgo distintivo del nuevo populismo.
Sean de extrema izquierda o de extrema derecha, sus líderes parten el tablero en dos mitades irreconciliables. En España, Podemos ha enarbolado la bandera de «la gente» frente a la corrupción de «la casta»; en Estados Unidos, el republicano Newt Gingrich hablaba de «una clara ruptura entre las élites y el resto», y en el Reino Unido, Michael Gove, un ministro de David Cameron defensor del brexit, proclamó: «La gente de este país ya está cansada de los expertos […] que dicen saber lo que es mejor y se equivocan sistemáticamente».
Por lo demás, en el terreno práctico, hay notables diferencias entre unos y otros.
Populismo de derechas y populismo de izquierdas
«La característica que define a los populistas de izquierdas —dicen Funke et al— es que su antielitismo se centra predominantemente en aspectos económicos». Atacan con frecuencia a los banqueros y a los grandes empresarios que «saquean el país», y «tienden a exigir medidas de intervención estatal y una vuelta al nacionalismo económico».
Las reivindicaciones de los populistas de derechas son, por su parte, culturales.
El blanco de sus ataques suelen ser «los otros», es decir, extranjeros o minorías étnicas y religiosas que amenazan la identidad nacional y cuya callada labor de zapa no solo es consentida, sino incentivada por los «pijoprogres» y su evangelio de la corrección política. En lo económico, sin embargo, comparten buena parte de la agenda liberal y «abogan por una regulación favorable a las empresas, impuestos bajos y un estado del bienestar limitado».
En lo que vuelven a coincidir ambos populismos es en el resultado.
El populismo y sus resultados
«Populist Leaders and the Economy» revisa la ejecutoria de «51 presidentes y primeros ministros populistas entre 1900 y 2020» y concluye que «el daño suele ser grave».
Al cabo de 15 años, el PIB per cápita y el consumo son un 10% inferiores al nivel que tendrían de haber adoptado medidas ortodoxas. Además y a pesar de su pretensión de defender los intereses del «pueblo llano», la distribución de la renta no mejora por término medio.
Los motivos de este peor desempeño son comerciales y políticos.
Por un lado, la autosuficiencia, que es una aspiración común de los populistas de todo signo, reduce la integración internacional y, por tanto, la especialización y la productividad. Por otro, se debilitan las instituciones liberales y los derechos de las minorías para que emerja la auténtica voluntad general. «En la mayoría de los casos —observan Funke et al—, las elecciones siguen celebrándose, pero en condiciones poco ecuánimes y con la autonomía de los medios de comunicación limitada».
Este deterioro de los contrapesos del Ejecutivo vuelve al Estado más vulnerable a la corrupción y a la influencia de los grupos de interés, lo que a la larga se traduce en un menor crecimiento.
Qué podemos hacer con el populismo
«Más que un fiel reflejo de la democracia —escriben Mudde y Rovira—, el populismo es la (mala) conciencia de la democracia liberal».
Los partidos tradicionales llevan décadas incorporando medidas controvertidas sin molestarse en vendérselas a sus electorados. Simplemente, se encogían de hombros y decían: «Es una directiva que nos viene de la Unión Europea» o «Es una imposición del FMI». Esta lamentable dejación ha alimentado una retórica sobre el déficit democrático que se mantuvo controlado durante un tiempo, pero que explotó con la burbuja inmobiliaria de 2008 y la subsiguiente crisis del euro.
A Pablo Iglesias, Alexis Tsipras o Marine Le Pen les bastó con poner el dedo en las llagas para granjearse un amplio apoyo.
Ahora bien, dicen Mudde y Rovira, «el populismo suele formular las preguntas oportunas, pero brinda las respuestas erróneas», y el modo de ponerlo de manifiesto no es descalificar globalmente su oferta íntegra, sino «examinar seriamente hasta qué punto las políticas que proponen tienen fundamento» y, en su caso, adoptarlas.
De lo contrario, nos arriesgamos a que vuelva a batirse la plusmarca de 2018.