THE OBJECTIVE
La otra cara del dinero

¿En qué momento se jodió la Argentina y existe alguna forma de acabar con la maldición?

La pobreza no es el fruto de un golpe de suerte. Requiere perseverancia, un empecinamiento en el error

¿Tiene remedio Argentina?

¿Tiene remedio Argentina? | Alejandra Svriz

«Si asiste usted a conferencias sobre macroeconomía —escribía hace unos años Noah Smith—, se dará cuenta en seguida de que los argentinos están sobrerrepresentados en la disciplina».

No solo brillan en el exigente universo académico de Estados Unidos, sino en las revistas del corazón y en las redes sociales. En un artículo titulado «Los sabios de la Pampa», The Economist observaba que se casan con actrices y tienen más seguidores en Twitter que Ricardo Darín o Andrés Calamaro. «En un almuerzo reciente en la ciudad costera de Mar del Plata», contaba la revista, «este corresponsal fue testigo de cómo adulaban a [Tomás] Bulat [un economista]. Una mesa vecina lo invitó a compartir sus calamares y una camarera especialmente atrevida lo abrazó y se hizo un selfi para compartirlo con sus amigas».

¿A qué se debe esta notoriedad?

Una mala señal

«Que los economistas salgan con frecuencia en la televisión y en los periódicos no es una buena señal —confesaba en la revista Victoria Garrizzo, otra economista—. Significa que las cosas no van bien». Es como cuando la Guardia Civil estaba en la vanguardia de la lucha antiterrorista y las fuerzas especiales israelíes venían a seguir cursos a Palencia: tener un enemigo implacable como ETA obligaba a la Benemérita a mantenerse en forma.

No era una buena señal.

Tampoco lo es que los argentinos más brillantes opten por la economía, pero a la fuerza ahorcan. «Si se dedican a la ingeniería —argumenta con buen criterio Smith—, hay muchas probabilidades de que el diseño de las políticas lleve a sus empresas a la quiebra. Como macroeconomistas tienen al menos la posibilidad de encontrar una solución para la aparente maldición que pesa sobre su país».

Lo paradójico es que las cosas no fueron siempre así. ¿En qué momento se jodió la Argentina?

El paraíso original

A finales del siglo XIX, los millones de emigrantes europeos que huían de la pobreza se debatían entre dos destinos: Buenos Aires o Nueva York.

«En 1896 —escribe el economista Rok Spruk— Argentina había alcanzado una notable paridad con Estados Unidos en términos de PIB per cápita». Se trataba de dos grandes economías agrarias. Ambas contaban con una aparentemente interminable extensión de fértiles y semivacías praderas y ambas habían elevado a la categoría de héroes nacionales lo que no dejaban de ser pastores de vacas: el gaucho y el cowboy.

La combinación de tierra abundante y mano de obra escasa se había visto bendecida por una serie de choques tecnológicos.

El primero fue la brusca caída del transporte. A mediados del siglo XIX, el trigo americano costaba más del doble en Londres que en Chicago. Hacia 1913 los precios eran similares. El segundo gran desarrollo fue la conservación alimentaria. Gracias a la cámara frigorífica y las latas, la carne y los vegetales de la pampa y las grandes praderas podían colocarse fácilmente en los ricos mercados de Europa.

«Era un gran momento para ser agricultor y ganadero en el Nuevo Mundo», señala Alan Beattie.

Mantequilla o fábricas

En 1913 los argentinos eran tan ricos como los franceses y mucho más que los italianos o los españoles. Sabiamente gestionada, esta prosperidad podría haberlos mantenido en la cabeza del pelotón mundial. Pero gran parte acabó en manos de ricos terratenientes que la gastaron en bienes de consumo importados o en más tierras.

Los motivos de esta decisión son varios.

Había, en parte, un temor político. Las élites platenses no querían arriesgar sus recursos en el turbulento mundo de la manufactura industrial. Habían visto las convulsiones que las demandas del emergente proletariado provocaban en Europa y el consumo ostentoso les parecía una alternativa mucho más plácida y seductora.

Tampoco sobraba la mano de obra y promover fábricas hubiera aumentado la demanda y, por tanto, tensionado los salarios.

Finalmente, los terratenientes no tenían problemas para conseguir ni el capital ni la tecnología necesarios para mantener en marcha su negocio. Los británicos estaban siempre dispuestos a financiarles y, como diría Miguel de Unamuno, que inventen ellos. Después de todo, «la luz eléctrica alumbra aquí tan bien como allí donde se inventó».

La bolita cayó en el negro

No tardarían, sin embargo, en experimentar la crueldad de la ley de los rendimientos decrecientes.

La interminable extensión de fértiles y semivacías praderas no resultó, al final, tan interminable y, hacia 1900, prácticamente toda la tierra fértil había sido ocupada. No quedaban nuevas fronteras que franquear. «La agricultura argentina —dice Beattie— había llevado el país tan alto como podía en la escala de las naciones».

La Gran Depresión no tardaría en exacerbar las insuficiencias del modelo.

«Las exportaciones de carne de vacuno y trigo, productos en los que [Argentina] tenía ventaja, se vieron especialmente afectadas. En 1932, el toro campeón de una famosa exposición anual de ganado celebrada en Palermo (Buenos Aires), alcanzó el precio más bajo de los últimos 25 años».

Argentina lo había apostado todo al rojo y la bolita había caído en el negro.

Error sobre error

Ante el colapso del comercio internacional, muchos, no solo los argentinos, se convencieron de lo insensato que había sido confiar el bienestar nacional a la globalización. Hasta los estadounidenses se dieron cuenta de que era preciso hacer algo para acallar las reclamaciones de los damnificados.

Lejos de arrumbar el sistema, sin embargo, Franklin Delano Roosevelt optó por vacunarse contra el radicalismo político autoadministrándose una versión debilitada del virus.

El plan funcionó y las concesiones del New Deal preservaron el capitalismo y la democracia liberal en Estados Unidos. En Argentina, sea porque los gobernantes eran menos flexibles o porque los opositores sabían venderse mejor, triunfaron las tesis nacionalistas y autoritarias y, cuando en 1946 Juan Domingo Perón llegó a la presidencia, impulsó una autarquía inspirada en los nazis, aunque con un nombre más políticamente correcto: la sustitución de importaciones.

Odio visceral al mercado

El justicialismo levantó una fortaleza arancelaria alrededor de sus manufacturas.

Podría argumentarse en su descargo que imitaba a otros muchos países que, como Estados Unidos, habían protegido sin embozo el despegue de sus industrias. Lo que Argentina no comprendió es que había sido proceso de incubación temporal. Una vez alcanzado el tamaño apropiado, las compañías estadounidenses se habían lanzado a la conquista del planeta.

Perón nunca tuvo intención de establecer una cabeza de playa desde la que montar un desembarco internacional.

Tenía un odio visceral al libre mercado y no quería el dinero de nadie. El capital extranjero, decía, era un «agente imperialista» y no solo gravaba las importaciones, sino las exportaciones: los productos argentinos eran para los argentinos.

Fue una locura.

«Perón —cuenta Beattie— subió el precio de exportación del lino, uno de los productos agrícolas argentinos más competitivos, que compraban los fabricantes estadounidenses para hacer pintura. Los importadores estadounidenses se quejaron. Perón no se dejó conmover. ‘Si quieren linaza, que traigan sus casas a Argentina, donde las haremos pintar’, declaró. En lugar de eso, Estados Unidos plantó sus propias semillas y Argentina perdió para siempre a un importante cliente».

El legado peronista

Bajo sus propios términos distorsionados, Perón pudo alardear de que su plan tuvo éxito.

Argentina se industrializó, pero a fuerza de empobrecerse cada vez más. Si en 1950 la renta media argentina duplicaba la española, en 1975 el español medio era más rico. Los argentinos también habían sido casi tres veces más ricos que los japoneses en la década de 1950; a principios de 1980 la proporción se había invertido.

La cerrada e intervenida economía se había convertido en pasto del amiguismo y la corrupción.

Como sucedía en la Unión Soviética, para prosperar como empresario era más importante ganarse el favor de los políticos que el de los consumidores. El resultado fueron productos caros y malos. «Los coches —dice Beattie— argentinos costaban el doble que los estadounidenses y se averiaban con frecuencia. Sus lavadoras y radios eran aparatosas, caras y poco fiables».

Ronda de hiperinflaciones y fin de fiesta con bancarrota

En realidad, todo el modelo de sustitución de importaciones era un desastre.

Por mucho que bloqueara la entrada de bienes de consumo, Argentina seguía necesitando materias primas y componentes para sostener sus fábricas y, como carecía de exportaciones competitivas, se encontraba una y otra vez con déficits en su balanza de pagos.

El único remedio era imprimir dinero, lo que provocaba brotes inflacionarios.

Entre 1975 y 1990, Argentina sufrió tres episodios particularmente virulentos y, para acabar de una vez por todas con ellos, Carlos Menem decretó en 1991 la paridad fija e irrevocable con el dólar. «Se trataba de una medida de alto riesgo», dice Beattie. La economía no solo se había acostumbrado a imprimir moneda a voluntad, sino que tenía que captar dólares después de haber olvidado cómo exportar. Y al mismo tiempo debía contener el gasto público. En suma, «Argentina tenía que dejar de ser Argentina».

Contra todo pronóstico, el enfoque pareció funcionar al principio.

Por desgracia, en 1997 estalló la crisis asiática. Los inversores optaron por abandonar cualquier país sospechoso de incurrir en impago y Argentina estaba de los primeros en la lista. Para detener la fuga, Buenos Aires elevó los tipos de interés a niveles aterradores y, cuando esto se reveló insuficiente, pidió prestados miles de millones de dólares al FMI.

Fue el preludio de la bancarrota de 2001, la mayor de la historia.

Lo más difícil de todo

Argentina no se jodió en ningún momento concreto.

La pobreza no es el fruto de un golpe de mala suerte o de una medida aislada. Requiere perseverancia, un empecinamiento en el error. No basta con poner todos los huevos en el mismo cesto e ignorar la innovación. Hace falta, además, dar la espalda al mercado, dejar que la corrupción permee las instituciones y, cuando todo se venga abajo, engañarse con explicaciones conspiranoicas sobre la periferia subdesarrollada y el centro hegemónico.

¿Y se puede salir de ella?

Por supuesto, y partiendo de situaciones mucho más dramáticas. Por más que lloren los argentinos, no están ni de lejos peor que los alemanes después de la Segunda Guerra Mundial, y los alemanes apenas tardaron un par de décadas en ponerse a la altura de sus invasores franceses y británicos. El problema es que, como dice Beattie, determinar lo que hay que hacer ya es complicado, pero «convencer a la gente de que lo haga es aún más difícil».

Nadie lo sabe mejor que un macroeconomista argentino.

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