La crisis del capitalismo democrático no es tan fiera como la pinta Wolf, pero no nos confiemos
El periodista de ‘Financial Times’ dice que el matrimonio entre democracia y mercado «es difícil, como tantos otros»
En La crisis del capitalismo democrático, Martin Wolf cita un estudio que corrobora «la interacción entre las dificultades económicas» y «el extremismo político».
Los autores, Christopher Achen y Larry Bartels, han revisado los apoyos que recibió una formación de extrema derecha en cada circunscripción y concluyen inequívocamente que los votos «aumentaron en los lugares más afectados […] por la crisis bancaria. Nuestros resultados —añaden— sugieren una importante sinergia […] con consecuencias de largo alcance».
Lo de las «consecuencias de largo alcance» quizás parezca exagerado: Occidente no colapsó tras la caída de Lehman Brothers.
Lo que pasa es que Wolf no se refiere a la Gran Recesión. Habla del ascenso de Hitler y del hundimiento del Danat-Bank en 1931. «En las elecciones federales de 1928 —recuerda Wolf—, los nazis habían obtenido un escaso 2,6 % de los sufragios». Pero en julio de 1932, tras la quiebra del banco alemán, «el porcentaje había alcanzado el 37,3 %. —Y añade agoreramente—: La historia no se repite, pero rima».
¿Nos estamos asomando al borde del abismo?
Obscenamente ricos y poderosos
En la conferencia que impartió el miércoles en la Fundación Rafael del Pino, Wolf vertió algunos datos inquietantes.
«Según la base Polity4 [del Center for Systemic Peace] —explicó—, hace dos siglos no había ninguna democracia. Incluso allí donde existían instituciones republicanas, los derechos políticos estaban limitados por razón de raza, sexo o riqueza. Luego, en el siglo XIX, estas restricciones se fueron levantando y surgió el sufragio universal, que en 1990 se había impuesto en la mitad de los países del mundo».
A partir de ese momento, sin embargo, la tendencia se invirtió. ¿Por qué?
En realidad, lo extraño era más bien lo que había ocurrido antes, es decir, que tantos países hubieran adoptado los principios liberales. La democracia no es la forma natural de organizar una sociedad compleja. Lo normal, dice Wolf, es que «el poder se alíe con la riqueza y la riqueza se alíe con el poder». El paradigma son los monarcas del antiguo régimen, que eran obscenamente ricos y absolutamente poderosos.
Un matrimonio difícil
Todo esto se vino abajo con la Ilustración, que puso en el centro de su proyecto la autonomía del individuo, tanto en lo político como en lo económico.
«En una democracia —escribe Wolf—, todo el mundo tiene voz en los asuntos públicos. En un mercado libre, todo el mundo tiene derecho a comprar y vender lo que desee». La unión de capitalismo y democracia se ha revelado altamente fructífera, produciendo «maravillas mucho mayores que las pirámides de Egipto, los acueductos romanos y las catedrales góticas», como reconocen Marx y Engels en El Manifiesto Comunista.
«Pero es un matrimonio difícil, como tantos otros», dice Wolf.
El ganador se lo queda todo
El principal punto de discrepancia radica en la asignación de méritos.
La democracia es como una madre: para ella todos los hijos son iguales y no hay razón por la que uno deba ser o recibir más que otro. El mercado, por el contrario, carece de cualquier empatía: «los competidores que triunfan —escribe Wolf— cosechan los beneficios».
Como dice la canción de Abba, «el ganador se lo queda todo».
El problema es que, del mismo modo que «una excesiva concentración de poder impide el buen funcionamiento del mercado», como se vio en los países del bloque soviético, «una excesiva concentración de riqueza impide el buen funcionamiento de la democracia».
Eso es lo que habría sucedido en Occidente desde los años 80.
«Que coman crédito»
«El gran aumento de las desigualdades y el deterioro de las perspectivas de las antiguas clases medias y trabajadoras —dice Wolf— han erosionado los cimientos de la democracia».
Durante un tiempo, la situación se fue parcheando. En Grietas del sistema, el antiguo economista jefe del FMI Raghuram Rajan dedica un capítulo a explicar cómo, ante la imposibilidad de mejorar la vida de sus ciudadanos, los gobernantes occidentales se dedicaron a facilitarles hipotecas. El capítulo se llama gráficamente «Que coman crédito».
Después de 2008, sin embargo, la magnitud de la crisis y el rescate de los bancos convencieron a muchos ciudadanos de que las élites eran corruptas e incompetentes.
Y como en la Alemania de Weimar, la inseguridad y el miedo pueden acabar en la investidura de un autócrata. «Platón —escribe Wolf— argumentaba que una reacción contra cierto tipo de oligarquía corre el riesgo de convertir la democracia en tiranía. Podría decirse que esto es lo que hemos presenciado en Estados Unidos bajo la presidencia de Donald Trump».
Por qué soy pesimista
«No es raro —admite Wolf en el libro— que la gente que me lee o me escucha se queje de mi pesimismo».
Para estos críticos tiene tres respuestas. «La primera es que mi pesimismo ha hecho que la mayoría de las sorpresas que he experimentado sean agradables. La segunda es que mis mayores errores se produjeron por un exceso de optimismo, recientemente sobre el saber intrínseco de las finanzas y el buen sentido de los electorados».
Pero el argumento más importante es el tercero, y es que debe su existencia a las decisiones de otros dos pesimistas: su padre y su abuelo materno.
El padre aprovechó la oportunidad que le brindaron sus tempranos éxitos como dramaturgo para huir de Austria en 1937. En cuanto al abuelo, se había establecido como un próspero mayorista de pescado en los Países Bajos cuando en mayo de 1940 irrumpieron las divisiones de la Wehrmacht. Rápidamente, secuestró un arrastrero, montó en él a su mujer y a sus hijos e invitó a seguirlo al resto de sus parientes. «Esperó unas horas —cuenta Wolf—, pero no se presentó nadie». La mayoría perecería en los años siguientes.
«El pesimismo lo salvó».
Un paralelismo un poco forzado
Aunque lógico dados los antecedentes familiares, el paralelismo de Wolf entre el mundo de entreguerras y el actual está algo forzado.
«Alemania —recuerda The Economist— perdió una guerra, millones de hombres, un imperio y una moneda. En el punto álgido de la depresión [de la República de Weimar], una cuarta parte de su mano de obra estaba en paro». Y aunque los países desarrollados hemos sufrido ciertamente «dolorosas recesiones» estos últimos años, las hemos afrontado con «unas redes de seguridad social mucho más amplias que las de los años 30».
El aumento de las diferencias tampoco ha sido general.
«Muchos países que experimentaron fuertes descensos de la desigualdad a principios y mediados del siglo XX han mantenido niveles relativamente constantes desde entonces», escribe Joe Hasell, economista de Our World in Data. Incluso en sociedades como la estadounidense o la británica, donde las dos últimas décadas del siglo XX se había abierto una alarmante brecha entre el 1% más rico y los demás, las distancias se han estabilizado y hasta contraído.
El malestar en la cultura contemporánea
«Es verdad —admite The Economist—, el siglo XXI ha sido turbulento y los Gobiernos han cometido errores».
Pero así y todo, cuando Trump salió elegido en noviembre de 2016, el paro en Estados Unidos era del 4,7%. «Si tan venerables democracias están en peligro —sigue la revista—, se debe seguramente a otras fuerzas corrosivas», y no descarta que el «propio bienestar» tenga que ver con ello. «El vacío espiritual que queda después de satisfacer las necesidades materiales (y de derrotar a las ideologías rivales) ha llevado a algunos occidentales a buscar sentido y comunidad en lugares peligrosos».
En lo que sin duda tiene razón Wolf es en que el matrimonio entre capitalismo y democracia es difícil y haríamos mal en darlo por garantizado.
Para que funcione, «no podemos pensar solo como consumidores, trabajadores, empresarios, ahorradores o inversores —recordó en la Rafael del Pino—. Debemos pensar como ciudadanos», lo que básicamente consiste en respetar «los valores de debate abierto y tolerancia» que sustentan las instituciones democráticas y en no desentendernos de la suerte del prójimo.