¿Qué clase de impostor es nuestro presidente Pedro Sánchez? ¿Pequeño, mediano o grande?
Suena altamente improbable, pero ¿y si este hombre lograra resolver el encaje de Cataluña y el País Vasco en España?
«Este hombre es de una ambición peligrosa, no tiene escrúpulos», comentó de él en cierta ocasión el jefe del Estado.
«Cuando se desea llegar a presidente —añadiría un analista a propósito de su irresistible ascensión—, no debe extrañar que el recurso a la adulación, a la promesa incumplida, al engaño y a la astucia, no solo fuera moneda corriente, sino un procedimiento inexcusable».
Tanto el jefe del Estado como el analista se referían naturalmente… a Adolfo Suárez.
No me sorprendería, sin embargo, que a alguno de ustedes le hubiera venido a la cabeza otra persona. Pedro Sánchez comparte con el arquitecto de la Transición «su temple, joven, duro, rápido, flexible, decidido y correoso», a un tiempo simpático («porque debería seducir a medio mundo») y trapacero («porque debería embaucar al otro medio»).
Suárez es hoy aclamado como un héroe.
En 1996 se le concedió el Príncipe de Asturias de la Concordia, decenas de calles y el aeropuerto de Barajas llevan su nombre y una inmensa mayoría comprendemos que, como sostiene Javier Cercas (de cuya Anatomía de un instante proceden los entrecomillados anteriores, salvo el del analista), se vio obligado a «traicionar el pasado para ser fiel al presente» y a «traicionar a los suyos para ser fiel a todos». Pero no deja de ser un impostor, como Sánchez.
Ahora bien, ¿de qué formato son uno y otro: pequeño, mediano o grande?
La primera fase: simples mentiras
Probablemente no hay embaucador más icónico que el general de la Rovere, cuyas andanzas relató Indro Montanelli en una memorable novela y que interpretaría en la gran pantalla Vittorio de Sica.
La historia, que no pretende ser «absolutamente verídica», es la de un estafador que, en la Italia de la Segunda Guerra Mundial, se hace pasar por un oficial, el mayor Grimaldi. A cambio de fuertes sumas (que dilapida casi inmediatamente en el juego), este militar fraudulento ofrece a las desesperadas familias de los italianos detenidos interceder por ellos ante las autoridades alemanas.
Naturalmente, Grimaldi se embolsa el dinero y nunca hace nada.
Se trata de una impostura de poca monta, pero así y todo requiere ese elenco de habilidades que tantas veces hemos visto reflejadas en el cine y la política: buena presencia, encanto, simpatía… Ricardo Darín, John Cusack, De Sica y, por supuesto, Suárez y Sánchez las tienen a chorros.
La mayoría de los estafadores son, de todos modos, personajes de medio pelo.
Carecen de cualquier ambición y mienten simplemente para hacerse con un pequeño botín o acceder a un cargo de relumbrón. Solo unos pocos se sienten llamados a destinos más elevados y llevan su impostura a otro nivel.
La segunda fase: os ofrecía esperanza
Esta vocación de grandeza se manifiesta cuando se descubre el pastel y la mentira se vuelve insostenible.
Es lo que le ocurre a Grimaldi. Acaba de comunicar a la esposa de un teniente preso que por fin ha encontrado «el camino largo y difícil […] al término del cual puede estar la libertad de su marido», cuando esta le responde: «Mi marido ya está libre. Lo fusilaron ayer detrás del cementerio de Staglieno». La mujer denuncia a Grimaldi y, tras tomarle declaración, la policía lo conduce a una habitación en donde ha reunido a una docena de sus víctimas.
Ante esta confrontación inapelable, el buscavidas vulgar se arruga y calla. No así el impostor de raza, que pasa a la fase superior: la de «lo hice por vuestro bien».
En la novela de Montanelli, Grimaldi admite que los ha engañado, que les ha dicho que sus parientes estaban bien y pronto serían liberados. Luego, «plantándose con las piernas separadas y los brazos cruzados», añade: «¿Hubierais preferido lo contrario? ¿Que os contara que eran golpeados hasta sangrar, que viajaban hacinados en un vagón precintado a Polonia? Gracias a mí estabais tranquilos, de noche dormíais, erais casi felices. —Y concluye—: Por ello me dabais dinero, es verdad. Pero a cambio yo os ofrecía esperanza».
Suárez y Sánchez: tanto monta, monta tanto
Tanto Suárez como Sánchez están cortados con el patrón de Grimaldi.
¿Cuántas veces debió aguantar Suárez que lo llamaran traidor, especialmente a raíz de la legalización del Partido Comunista de España (PCE)? «Ninguna de las acusaciones carecía de base —escribe Cercas—: no hay duda de que […] Suárez violaba los principios del Movimiento que había jurado defender; además, en cierto sentido engañó al ejército».
Pero, como Grimaldi, tampoco se vino abajo.
En una alocución leída (era un pésimo orador), Suárez asumió plena responsabilidad por la decisión argumentando que (1) las circunstancias habían cambiado, (2) la admisión del PCE fortalecía la democracia y (3) mal podría mirarse a un futuro de concordia si se excluyera a los comunistas del juego político.
Casi cinco décadas después, Sánchez esgrime idénticas razones ante sus críticos.
«Debemos adaptarnos a la realidad», le confiesa a Pablo Motos, es decir, (1) las circunstancias han cambiado. Y en la exposición de motivos de la proposición de ley que el lunes registró en el Congreso, justifica la amnistía como un mecanismo que (2) «refuerza el Estado de Derecho» y que (3) debemos adoptar en pro de «la convivencia política».
O sea, todo lo ha hecho por nuestro bien.
El héroe de la traición
Hasta este punto, Grimaldi, Suárez y Sánchez conforman vidas paralelas.
La exaltación a la categoría de gran impostor (o de «héroe de la traición», como dice Cercas) requiere, sin embargo, una última transformación. En el caso del mayor italiano arranca con lo que parece otra vileza: delatar a Fabrizio, un relevante jefe de la resistencia. Los nazis saben que es uno de los reclusos de la prisión de San Vittore, pero no han logrado identificarlo y le ofrecen a Grimaldi un millón en oro y un salvoconducto a cambio de que los lleve hasta él.
Grimaldi obtiene de este modo el papel que lo inmortalizará: el general de la Rovere.
De repente, el charlatán que no tenía problemas en vender a su madre por un puñado de liras, se comporta como el militar auténtico que se supone que es. Protege a sus inferiores de las arbitrariedades de los guardianes, aun a costa de su propio pellejo. «En la cárcel —reconocen sus captores— goza de una situación privilegiada no tan solo material, sino también moral. Es quien da ánimos a todos y todos reconocen en él a su jefe».
Y por supuesto, se niega descubrir a Fabrizio.
Un año de vértigo
¿En qué momento se vio Suárez desbordado por el personaje que encarnaba?
Cercas relata cómo «trató de dominar la euforia» cuando el Rey lo convocó aquella calurosa tarde estival de 1976 para comunicarle que iba a ser el próximo presidente del Gobierno. «Nunca había querido ser otra cosa, nunca había soñado con ser otra cosa, siempre había sido un asceta del poder».
Entonces tuvo lugar la metamorfosis.
Lejos de apoltronarse y disfrutar del cargo, aquel «falangista joven, apuesto, simpático y vital», que tan obsequioso se había mostrado siempre con los jerarcas del Movimiento y que simbolizaba «la certeza venturosa de un largo franquismo sin Franco», cambió la dictadura por una democracia «en menos de un año de vértigo».
Teoría del impostor
El mecanismo psicológico responsable de esta mutación es la vanidad.
El impostor extrae mucho más placer que la persona corriente del reconocimiento ajeno y está por ello dispuesto a afrontar molestias que a los demás jamás nos compensarían. El impostor se traga sin parpadear una película de arte y ensayo o pasa horas sujetando el Ulises de Joyce en un banco del Retiro solo para que los demás comentemos: menuda cabeza, qué tío.
Está asimismo más dispuesto a arriesgar su integridad y no debe sorprendernos que termine siendo objeto de la admiración general.
Después de torturar y ejecutar a Grimaldi por su negativa a delatar a Fabrizio, el coronel Müller reconocerá ante su ayudante: «Nosotros los alemanes juzgamos a los italianos por sus generales auténticos. Y es con los falsos con los que dan la medida de lo que son capaces».
Maneras de gran impostor
Algo similar nos pasa a los españoles con los políticos.
A los intelectuales que promovieron la Segunda República se les engloba a menudo en una segunda edad de oro de la cultura hispana: José Ortega y Gasset, Gregorio Marañón, Manuel Azaña… Junto a semejantes gigantes, Suárez se nos antoja un tahúr del Misisipi, como lo llamó Alfonso Guerra, ¿pero quién dio la medida de lo que es capaz esta piel de toro? ¿Quién impulsó el proyecto político más importante, más sólido y más próspero del siglo XX?
Sánchez apunta igualmente maneras de gran impostor.
Ha mentido con descaro y, cuando lo han pillado, ha reaccionado con la ofendida soberbia de un Grimaldi: hacía lo que hacía «en el nombre de España, en el interés de España, en defensa de la convivencia». Únicamente le queda cerrar el círculo de la impostura rindiendo a España el servicio imposible de resolver el encaje de Cataluña y el País Vasco.
Vanidad, desde luego, no le falta.
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