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La otra cara del dinero

¿Por qué proclamaban los okupas de El Kubo y La Ruïna que nuestro lujo es su miseria?

La idea de que la cantidad de riqueza es fija y lo único que cabe hacer es repartirla es fácil, clara, plausible y equivocada

¿Por qué proclamaban los okupas de El Kubo y La Ruïna que nuestro lujo es su miseria?

Los mossos d'esquadra impiden el acceso a varios manifestantes contra la ocupación de los inmuebles de la plaza Bonanova La Ruïna y El Kubo el pasado 11 de mayo. | TO

«Vuestro lujo es nuestra miseria», rezaba la pancarta que los okupas tenían desplegada en uno de los edificios que los mossos d’esquadra desalojaron a finales de noviembre en Barcelona.

Se trata de una vieja proclama revolucionaria. Pierre Joseph Proudhon ya aventuró que las propiedades de las clases acomodadas eran fruto del expolio. Tanto el padre del anarquismo como sus émulos de la Ciudad Condal incurren, sin embargo, en la llamada falacia del montón: la idea de que la cantidad de riqueza es fija y lo único que cabe hacer con ella es distribuirla de la forma más justa posible.

El planteamiento es tentador, porque resulta muy intuitivo.

Materias primas y recursos

Vivimos, en efecto, en un planeta cuyas reservas de materias primas son limitadas.

Ahora bien, una cosa son las materias primas y otra los recursos. Los recursos surgen de la combinación de las materias primas con nuestras ideas. Como me decía una vez Xavier Sala i Martín, el silicio con el que el hombre de Altamira pintaba sus bisontes, lo emplean hoy los ingenieros para fabricar chips con los que obtenemos miles de colores en nuestras pantallas.

Es la misma arena, pero el resultado es muy diferente: pigmento ocre en un caso, ordenadores en el otro. ¿Y qué es lo que marca la diferencia? Claramente, la idea, no la materia prima.

La excepción y la norma

La riqueza no está dada; es fruto del esfuerzo y el ingenio de las personas.

Quienes hemos crecido en sociedades opulentas como las occidentales, tendemos a darla por sentada, como si fuera el orden natural de las cosas, algo que ha estado ahí siempre. La anomalía sería la pobreza. Pero lo cierto es lo contrario. La excepción es la riqueza. La humanidad fue «pobre hasta 1820», como titulaba un famoso artículo Angus Maddison.

¿Cómo rompimos esa maldición? ¿Cuál es el origen de la riqueza?

Empieza el tomate

Imaginemos una isla especialmente dotada para el cultivo del tomate.

Se da tan bien, que hay hectáreas y hectáreas de tierra fértil sin aprovechar, porque ya no saben qué hacer con ellos. Los isleños disponen también de una flota pesquera, pero modesta, porque no saben cómo dar salida a las capturas. El que mejor vive es el dueño de un pequeño rebaño de cabras. Su leche está muy cotizada y aún más las alpargatas que hace con el cuero de los animales muertos. Son un lujo que subasta periódicamente al mejor postor.

Los tomateños no pasan hambre, pero casi todos van descalzos.

El paraíso de las cabras

A unas cuantas leguas de distancia hay otra isla.

Por esos caprichos de las corrientes y las brisas marinas, es árida y carece de pesca. Se conoce como Cabrera porque, a diferencia de Tomatera, en ella abundan las cabras. Dada esta especialidad productiva, ningún capriarense carece de su correspondiente par de sandalias, aunque todos están crónicamente desnutridos.

Un día, un temporal arrastra a un barco tomateño hasta una bahía de Cabrera.

Sus peces y sus tomates suscitan rápidamente la curiosidad de los anfitriones, que les ofrecen gustosamente sus alpargatas a cambio de una única pieza. ¿Un tomate por dos alpargatas? El descubrimiento de Cabrera ha cambiado el valor relativo de los bienes. Los frutos que se pudrían en las matas tomateñas son aquí una cotizadísima mercancía y su exportación permite a los tomateños hacerse con una abundante carga de alpargatas. Los capriarenses comen ahora mejor y los tomateños van calzados. Todos son más ricos sin que nadie haya robado a nadie.

Y las maravillas de la ventaja comparativa distan de haberse agotado.

Los chamanes de Hierro

A unos kilómetros de ambas islas se encuentra la península del Hierro.

Se conoce así por sus minas, cuya producción sirve para poco más que calzar sus escasos caballos, porque es un lugar humilde, aunque con una llamativa abundancia de ancianos. Sus chamanes han desarrollado una curiosa teoría: las enfermedades no las originan los dioses caprichosos, sino la falta de higiene.

Mediante la limpieza de las heridas, impiden su infección y salvan muchas vidas.

Esta habilidad no pasa inadvertida a las tripulaciones de tomateños y capriarenses que, nuevamente, han arribado a su litoral accidentalmente. Se inicia un intenso tráfico entre los puertos vecinos en la que aquellos ofrecen sus frutos y sus curtidurías y los herreños, sus servicios médicos.

Al cabo de poco tiempo, la región entera ha experimentado un aumento en sus niveles de alimentación, bienestar y salud… sin que (nuevamente) nadie haya robado.

Un diluvio de seda y oro

Pero aún no he terminado.

Un día, procedente del Lejano Oriente, llega al Hierro un mercader de telas. Su género es de una suavidad nunca vista. Está tejido con el hilo que produce un misterioso gusano, pero ¿qué pueden ofrecerle a cambio los humildes herreños? Entonces el mercader prueba un tomate y queda encantado. «Si me consiguieran una cantidad razonable de este fruto —dice a sus huéspedes—, podrían tener tanta seda como quisieran».

Por desgracia, hablamos de una región que se encuentra a muchas lunas de distancia y, salvo las toscas salazones, ningún alimento puede salvarla en buen estado.

La idea de preservar los tomates se convierte en una obsesión de los herreños y, finalmente, un tal Braulio desarrolla un envase metálico que permite hacerlo de manera casi indefinida . Rápidamente, monta una fábrica y una ola de prosperidad se derrama sobre la región. Las tierras que había sin cultivar en Tomateña y las minas que había sin explotar en Hierro entran en producción para abastecer de conservas el Lejano Oriente, de donde llega de vuelta un diluvio de seda y oro.

…Y una vez más, sin que nadie robe nada a nadie.

Llega la industria

El éxito de Braulio no pasa inadvertido y no tardan en surgir imitadores.

Son en su mayoría exempleados que conocen sus técnicas y creen poder mejorarlas. Para lanzar sus propias fábricas, contratan a antiguos compañeros que saben que trabajan bien, a los que ofrecen mejores pagas. Y como necesitan abrirse mercado, bajan igualmente el precio de sus conservas.

Así que, poco a poco, la competencia traslada las mejoras de productividad a los salarios y los precios, elevando un poco más el nivel general de bienestar.

La destrucción creativa

¿Cuál es el origen de la riqueza, entonces?

El uso más eficiente de los recursos disponibles, como indicaba Sala i Martín con el ejemplo de la arena de sílice. El comercio y la innovación han convertido materias primas desaprovechadas (los campos baldíos de Tomateña, los rebaños de Cabrera, las minas de Hierro) en valiosos recursos.

Y si todo es tan bonito, ¿de dónde surge la agitación y el malestar que vemos a nuestro alrededor?

Los pioneros dejan inevitablemente tras de sí un reguero de perdedores. «Las nuevas tecnologías acaban con las viejas —escribe Niall Kishtany—: el coche de caballos da paso al automóvil, la vela [de parafina] a la bombilla. Compañías como el fabricante de película para cámaras Kodak ascienden, luego decaen y aparece un nuevo líder, como Samsung, quien puso cámaras digitales en los teléfonos móviles».

Cualquier tiempo pasado fue mejor

Esta implacable destrucción creativa es el motor del progreso, porque hace que los consumidores dispongamos de bienes y servicios más baratos y mejores, pero ¿qué sucede con los dueños y los empleados de las empresas quebradas?

Como nuestras sociedades son ahora mucho más prósperas, les concedemos subsidios de desempleo y ayudas a la vivienda, becas de comedor y bonos térmicos, medicamentos rebajados y transporte gratuito. Algunos de los beneficiarios no pueden, sin embargo, dejar de recordar otras épocas en las que todos éramos iguales, no como ahora, en que los ricos son mucho más ricos y las diferencias con los más pobres se han agrandado.

El siguiente paso es concluir que una cosa es consecuencia de la otra, okupar un edificio abandonado y colgar de él un cartel que dice: «Vuestro lujo es nuestra miseria».

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