El Tao de la mediocridad: ¿por qué tantos edificios de Venecia se caen a trozos?
¿Es el turismo masivo el responsable del deterioro de la, pese a todo, hermosísima ciudad de los canales?
Acabo de pasar unos días con mi mujer en Venecia, en un romántico hotel a orillas del Gran Canal.
El primer día decidimos ir dando un paseo a San Marcos, que según Google Maps se encontraba a 28 minutos andando, pero la cobertura de internet era peor que mediana. La aplicación recalculaba constantemente la ruta y nos hacía cruzar una y otra vez el mismo puente (o quizás no). Solo llegamos a la emblemática plaza al cabo de dos agotadoras horas, durante las que no dejó de llamarnos la atención el ruinoso estado de muchos edificios.
¿Por qué toleran los venecianos semejante deterioro?
Una teoría muy grata a la izquierda responsabiliza a los turistas. «Los propietarios —argumenta Giorgio Ghiglione en The Guardian— alquilan sus apartamentos a través de Airbnb o los han convertido en hostales y pensiones». Por eso la ciudad se vacía y descuida. «Venecia recibe cada año 20 millones de forasteros y pierde unos 1.000 residentes».
«No hay casas disponibles a menos que estés de visita», coincide el dueño de una tienda de souvenirs que okupa una vivienda en Cannaregio desde 2013.
Pero si esa fuera la razón, lo que veríamos serían edificios rebosantes de turistas, no libres y descuidados. Muchos dueños simplemente los han desalojado. No es muy racional. ¿Por qué renuncian a esa fuente de ingresos?
Probablemente porque no les trae cuenta.
Cómo destruir una ciudad
«Una de las frases más famosas en economía —explica el catedrático Francisco Cabrillo— es la que afirma que hay dos formas de destruir el centro de una ciudad: bombardeándolo y estableciendo un control de los alquileres. Y suele añadirse que, si bien la primera es más rápida, ambas son igualmente eficientes».
Esto es lo que podría estar sucediendo en Venecia.
La legislación italiana (como la de buena parte de Europa) está sesgada en favor del inquilino. La variación del precio del arrendamiento está limitada. Eso dificulta que el dueño recupere las inversiones en rehabilitación y, por tanto, desiste de hacerlas. El resultado es la alarmante decadencia que salta a la vista.
A este intervencionismo de propósito social hay que añadir otro de carácter cultural.
Venecia es Patrimonio de la Humanidad y goza de la máxima protección urbanística. Si quieres acometer una obra dentro del casco histórico, no puedes utilizar ni los materiales ni los colores que te vengan en gana. Cada pequeño detalle debe negociarse con las autoridades, un proceso lento y caro que adolece, además, de no poca arbitrariedad.
Es lo que refleja en sus novelas la escritora estadounidense Donna Leon, que reside desde 1981 en Venecia.
Una promoción del ayuntamiento
Mientras deambulamos por San Marcos, mi mujer me cuenta que, según Leon, «todo el sistema está concebido para que los funcionarios se lucren. Solo puedes arreglar tu vivienda a fuerza de sobornos. —Y añade—: Luego si quieres te leo un pasaje de Muerte en La Fenice».
La basílica no se puede visitar porque es domingo por la mañana y, al acercarnos al palacio del Dogo, nos aborda un individuo que se identifica como funcionario municipal.
Lleva, efectivamente, una tarjeta plastificada colgada del cuello que lo acredita como tal y nos explica que, si pensábamos visitar Murano, estamos de suerte, porque una promoción del Ayuntamiento nos regala el taxi acuático hasta la isla, donde nos enseñarán todos los secretos de su mítica industria del vidrio.
A mi mujer le hace mucha ilusión, me lo ha dicho por lo menos dos veces en el avión, así que el funcionario nos entrega dos pasajes («de ida y vuelta», subraya) y nos pone en manos de un gorrilla que nos conduce hasta la motora. «Dale algo», me insta con un discreto codazo mi mujer. Le doy dos euros. Por un paseo de 200 metros, no está mal.
El motoscafo nos conduce rápidamente a Murano y, durante la travesía, mi mujer insiste. «Habrá que dar algo al conductor». Otros 10 euros.
En efectivo, si no le importa
A pie de muelle nos aguarda Michele (nombre ficticio), que nos conduce a un taller, donde vemos cómo un aprendiz de vidriero sopla una jarrita y una figurita. Sobre el murete que nos separa de la zona de trabajo han depositado una bandeja para la voluntad. Otros 20 euros.
Michele nos lleva a continuación a una planta donde tienen expuestas distintas piezas. Pregunto por una reproducción en vidrio del retrato de Dora Maar. «20.000 euros», responde frotándose las manos. Tras ver mi expresión, añade: «Aunque justamente hoy todo tiene una rebaja del 30%».
Así y todo, el Picasso desborda claramente nuestras disponibilidades, de modo que Michele empieza a ofrecernos cristalerías de precio decreciente.
La primera cuesta 12.000, «porque no lleva color, es solo cristal tallado». Ni de broma. La segunda es más económica, pero tampoco y, para desesperación de Michele, terminamos en la tienda de souvenirs, donde al fin nos coloca media docena de copas, que han encontrado por pura casualidad «rebuscando en el almacén» al increíble precio de 30 euros la pieza.
En principio, sale por 180 euros, pero nos ofrece un descuento si pagamos en efectivo.
Todo es mentira
Antes de salir a la calle, Michele nos aclara que el pasaje que nos han dado en San Marcos era solo de ida. «El señor del Ayuntamiento nos ha dicho», empiezo, pero antes de concluir la frase me asalta la duda: «¿Era de verdad del Ayuntamiento?»
Nos vemos obligados a regresar en vaporetto.
El billete vale tanto para la línea X como para la Y, pero el empleado que los despacha nos alerta de que la X se detiene en todos los embarcaderos, mientras que la Y nos llevará derechos a nuestro destino. Pongo buen cuidado en coger la línea X, pero pronto descubro que para en cada muelle de la isla. «Todo es mentira en este país», le comento desconsolado a mi mujer cuando llegamos al hotel.
Entonces ella me lee el pasaje de Donna Leon.
Amigos muy influyentes
Muerte en La Fenice gira en torno al envenenamiento de un director de orquesta.
En el curso de sus pesquisas, el comisario Brunetti debe entrevistar a una norteamericana que habita un palacio recién renovado. «Lo más extraordinario —cuenta Leon— era la luz que entraba por unas claraboyas dobles, seis en total, tres en cada vertiente del tejado. Brunetti se dijo que quien hubiera conseguido permiso para modificar la estructura exterior de un edificio tan antiguo como ese debía de tener amigos muy influyentes».
—La felicito —dice el comisario a la dueña—, tiene una casa preciosa […]. ¿Cómo consiguió esas claraboyas?
—Sobornando al concejal de urbanismo —contesta la norteamericana con naturalidad. Y cuando Brunetti inquiere el precio, le responde «como quien da la temperatura»—: Doce millones de liras […]. Pero de eso hace dos años. Tengo entendido que desde entonces los precios han subido.
«Brunetti asintió —escribe Leon—. En Venecia hasta la corrupción estaba sujeta a la inflación».
Más corrupción, menos depresiones
Muchos lectores se sentirán tentados de pensar: «Qué pena de país», pero ahórrense la compasión.
Los italianos son significativamente más venales que los daneses, los finlandeses o los neozelandeses, pero también consumen muchos menos antidepresivos. Y Venecia, con todos sus inconvenientes, sigue siendo hermosa y acogedora. La propia Donna Leon reside allí desde 1981, como ya he comentado.
¿Disfruta acaso con la corrupción? En cierto modo, sí.
Los italianos (y los griegos y los españoles) se rigen por lo que el sociólogo Diego Gambetta y la filósofa Gloria Origgi llaman «kakonomía» (kakós es malo en griego, así que el término significa exactamente lo que parece). Las cosas se hacen mal adrede. Como sostienen en La curiosa preferencia por la baja calidad, entre las dos partes de una transacción se da un pacto tácito: te dejo que incumplas tus compromisos porque quiero conservar la libertad de faltar a los míos sin sentirme fatal.
El Tao mediterráneo
Esto contraviene el supuesto de racionalidad, en virtud del cual debemos siempre preferir lo mejor a lo peor.
El mundo está, sin embargo, lleno de situaciones en las que se intercambian productos y servicios deliberadamente defectuosos. Los economistas lo consideran una anomalía que atribuyen a algún fallo del mercado o del Estado, pero ¿no podría ser que la gente hubiera renunciado a la excelencia a cambio de un nivel inferior de estrés?
Es el camino de la mediocridad, una especie de Tao mediterráneo.
Igual sobran los pisos vacíos en Venecia, pero no se apresuran a desalojarte de uno si lo okupas. Sus habitantes disfrutan de un transporte público mejorable, pero tampoco pagan sus impuestos religiosamente. Y la ciudad podría ser menos decadente y más virtuosa, pero ¿compensaría las molestias?