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La otra cara del dinero

Elija turista: millonario, casero o paria

La turismofobia podría cambiar el sector y devolver muchos destinos a los tiempos en el que el turismo era cosa de ricos

Elija turista: millonario, casero o paria

Turismo. | Agencias

Los despreciamos tanto… Sus sandalias con calcetines, sus rostros colorados y excitados por «la experiencia», su evidente condición de forasteros. No pegan con el paisaje. Lo afean. Le quitan autenticidad. ¿Por qué lo fotografían todo como si no fuera algo «normal»? Pero cada vez contribuyen más al peliagudo relleno del PIB nacional, o sea, al pago de nuestras facturas. 

La patronal del sector en España, Exceltur, ha unido los datos calentitos del segundo trimestre del año con los preparativos de la temporada alta para vaticinar un crecimiento real del PIB turístico en España durante 2024 del +4,6% (un +8,6% a precios corrientes), el doble que la economía española. O lo que es lo mismo: el turismo explicaría el 26,2% de todo el aumento real de la economía española en 2024. De cerrarse así, el PIB Turístico superaría por primera vez los 200.000 millones de euros, yéndose a los 202.651 millones y elevando la contribución del turismo a la economía española hasta el 13,2% este año.

Sin embargo, Exceltur admite una «tendencia hacia la normalización de sus ritmos de crecimiento», lo que algunos los expertos vienen interpretando como un horizonte de estancamiento tras la euforia pospandémica, cuando salimos todos disparados a donde fuera: en ningún sitio como fuera de casa. De momento, los extranjeros mantienen el pulso. Entre marzo y mayo han venido un 12,8% más de esos «guiris» que tanta pereza nos dan que el año pasado. Y, lo más importante, se han dejado un 19,5% más de ese dinero que no nos da tanto asco. 

Menos mal, porque, dice Exceltur, «la demanda turística española ralentiza su dinamismo, mostrando una notable desaceleración en estos meses de primavera». Por contra, ha habido un mayor crecimiento de los viajes interiores de los españoles a sus segundas residencias o de familiares y amigos (+8,7%). Es más, en Cigna han dedicado todo un informe al fenómeno de la staycation, bonito eufemismo para el triste hecho de pasar las vacaciones en casita, que se gasta menos. Amira Bueno, directora de Recursos Humanos de Cigna Healthcare España, recomienda «planificar actividades atractivas y relajantes en la localidad, como visitas a parques, museos y disfrutar de hobbies, contribuye significativamente a la desconexión mental del trabajo». Es lo que hay.

No dice Bueno que, además, así nos podemos ahorrar el terrible oprobio de convertirnos en turistas. El año pasado ya avanzamos por aquí el galopante advenimiento de la turismofobia en nuestra sociedad. El Gobierno está actuando al respecto como suele: al bulto. Víctor Recacha explicó recientemente en estas páginas lo caro que puede salirnos prohibir los pisos turísticos a lo bestia. 

Pero el problema existe. Y tampoco seamos tan duros con nosotros mismos: se trata de un fenómeno global, aunque el desproporcionado peso del sector lo haga más acuciante en España. La prestigiosa revista británica The Spectator abría el mes pasado un reportaje con uno de los titulares más contundentes de los últimos tiempos: «Los turistas son los nuevos parias». ¿A eso hemos llegado?

Gilles Lipovestsky no se cansa de decirlo: cabalgamos la era del hiperconsumo, una actitud que absorbe e integra cada vez más esferas de la vida social. No viajamos ni conocemos sitios: devoramos experiencias. La película Ad Astra prefigura un futuro no muy lejano en el que hemos colonizado la luna; en una escena que muestra el lunar tan lleno de anuncios como cualquier otro aeropuerto, la conradiana voz en off de Brad Pitt dice: «We’re world eaters». 

El reportaje de The Spectator comienza con un interrogante: «¿Qué se imagina cuando piensa en Mallorca?» Después hablará también de las Maldivas, por ejemplo, pero el arquetipo, admitámoslo, ahora mismo somos nosotros. La pregunta se bifurca en distintas respuestas que, sin embargo, convergen en un punto: «Turistas. Muchos turistas. Tantos turistas que la realidad de Mallorca como lugar auténtico queda bastante oscurecida, invisible bajo el peso de los visitantes». 

A continuación, el autor, Sean Thomas, atiende a las consecuencias: «Y si a usted le parece mal, a los mallorquines también, y por eso finalmente –quizás tardíamente– se están rebelando. En las últimas semanas se han producido protestas sin precedentes contra la industria turística, con miles de lugareños marchando contra las multitudes, junto con terribles promesas de ‘asaltar las playas’ a menos que alguien haga algo». 

Buena parte del reportaje se detiene en los pormenores de ese «algo». Sin embargo, Thomas duda de la eficacia de las diferentes medidas que se están adoptando, habida cuenta de que se trata de la cuarta mayor industria global, de que al menos 150 naciones del planeta citan al turismo como una de sus cinco principales fuentes de ingresos, y, sobre todo… de que no tiene pinta de ir a menos, «porque grandes sectores de la humanidad están ingresando justo ahora en las clases medias, haciéndose con un pasaporte y ganándose un tiempo libre que les permite viajar». 

Así las cosas, Thomas cree que la única solución realmente viable es la que ha desarrollado «la exquisita nación asiática de Bután»: solo por estar allí hay que pagar 100 dólares diarios. No hay multitudes. Y los pocos turistas que dejan un dineral. Se podría argumentar que se trata de una anomalía, una ocurrencia más o menos exótica, pero un clásico entre los clásicos del turismo se acaba de apuntar: Venecia ha empezado a cobrar cinco euros diarios, y Thomas cree que acabará rondando los 50 euros. No menciona un caso más cercano: en Sevilla han decidido cobrar por visitar la plaza de España.

El resultado que prevé el autor de The Spectator es una utopía o una distopía, según la situación vital en que le toque a cada cual. «En el futuro, los viajes a lugares más atractivos serán cosa de los ricos, como en el pasado». Así, «una excursión de un día a los Dolomitas será como sentarse en primera fila para ver a Don Giovanni en la Scala». Incluso surgiría una reventa, con alguien que te susurra en una esquina: «¿Quieres comprar entradas para Roma? Te acercas a tres metros de la Fontana de Trevi». Buah, subidón.

Suena más bien cómico, pero tiene sentido. El concepto de «premium price» o «precio de prestigio» acuñado por el márketing sostiene que para hacer algo exclusivo hay que subir el precio. En el caso del turismo, además, la erradicación de las masas aumenta la sensación de autenticidad del producto, lo que eleva su calidad y, por lo tanto, permite subir el precio. Parece un círculo virtuoso desde el punto de vista comercial y a los locales seguro que no les parece mal. Otra cuestión es la dimensión política. Cuando el Ayuntamiento de Sevilla se planteó la posibilidad de cerrar la Plaza de España y cobrar a los turistas, por ejemplo, la oposición socialista se echó las manos a la cabeza.  

En cualquier caso, Thomas sugiere a sus lectores que aprovechen al máximo los viajes gratis mientras puedan. Yo a los míos les diría algo más: recuerde lo que decíamos más arriba, en el tercer párrafo, sobre el mayor aumento del gasto de los extranjeros en España (19,5%) que el de estancias (12,8%). Aunque quizá ya hayan sacado sus propias conclusiones viendo los precios de los hoteles y, sobre todo, de los vuelos. Si cruzan esa tendencia con la del sedentarismo vacacional (por seguir con los eufemismos) al alza de los españoles, se podría plantear un escenario en el que, si no cambian las cosas, los españoles volviéramos a viajar menos que Paco Martínez Soria. 

Aunque siempre nos quedará «Españoles por el mundo».

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