Ojo con la excelencia, no sea que la consigan
Recuerden lo que decía Santa Teresa: «Se derraman más lágrimas por las plegarias atendidas que por las no atendidas»
En Una noche de canto, el escritor de ciencia ficción Isaac Asimov da noticia de las cuitas sentimentales de un tal Andrew Mortenson. «Estaba perdidamente enamorado de una mujer. Era un ángel, decía. No podía vivir sin ella. Era la única en todo el universo». El affaire acabó, por desgracia, brusca y dolorosamente. «Ella lo dejó y, por lo visto, de una manera cruel». Lo humilló «por completo», yéndose con otro «delante de sus narices y riéndose sin piedad de sus lágrimas».
Hasta aquí, un desengaño amoroso como los hay a miles.
El relato cobra un giro inesperado cuando un amigo ofrece a Mortenson los servicios de Azazel, un «pequeño espíritu provisto de poderes extraordinarios». A Mortenson le brillan instantáneamente los ojos. Pregunta al amigo si el tal Azazel podría hacer lo que le pidiera a la amante ingrata.
«Siempre que sea decoroso… —le previene el amigo.— Espero que no estés pensando en que huela mal o vomite un sapo en cuanto abra la boca para hablar».
«Claro que no —responde Mortenson—, ¿por quién me tomas? Ella me ha dado dos años de felicidad, con sus intervalos, y querría corresponderle como se merece. —E inquiere sorprendentemente—: ¿Podría concederle una voz perfecta?»
Alondras y lechuzas
Vivimos en una sociedad ferozmente competitiva. No tolera el menor fallo y demanda una dedicación absoluta. «Tim Cook, el consejero delegado de Apple, se levanta entre las cuatro y las cinco de la mañana —cuenta The Economist—. Lo mismo hace Bob Iger, su homólogo en Disney […]. Dos tercios de los grandes CEO estadounidenses se ponen en marcha a las seis; entre los estadounidenses medios, la proporción no llega a uno de cada tres».
«Los pájaros de la mañana —reconoce la revista— están sin duda mejor considerados» y ganan más, pero si llegas el primero a la oficina corres el riesgo de que te encarguen más tareas. «Si el pájaro madrugador es el que se lleva el gusano, el gusano inteligente es el que se queda en la cama». La investigación también revela que los noctámbulos «beben y se drogan más. Y disfrutan de más sexo».
A la postre, ¿quién es más feliz?
Los directores generales declaran una satisfacción laboral superior a la de los asalariados. Es lógico. Tienen poder, nadie les tose. A cambio, asumen una responsabilidad mayor y están sometidos al escrutinio de los accionistas, de los consumidores y, sobre todo, de sí mismos.
El látigo
Santa Teresa no exageraba cuando advertía (si es que alguna vez lo hizo, porque no he conseguido documentar la cita) de que «se derraman más lágrimas por las plegarias atendidas que por las no atendidas».
Muchos soñamos con alcanzar la excelencia. ¿Por qué puede ser eso un suplicio?
En el prefacio de Música para camaleones Truman Capote ofrece algunos detalles sobre esa extraña relación entre la felicidad y la satisfacción del deseo. Dice que empezó a escribir a los ocho años, por puro placer, sin saber que «cuando Dios le entrega a uno un don, también le da un látigo». Al principio fue muy divertido, pero «dejó de serlo —sigue Capote— cuando averigüé la diferencia entre escribir bien y mal; y luego hice otro descubrimiento más alarmante todavía: la diferencia entre escribir bien y el arte verdadero; es sutil, pero brutal. ¡Y entonces cayó el látigo!».
También Gay Talese refleja en un artículo memorable la agonía de Frank Sinatra antes de cada rodaje, de cada grabación. Su hija Nancy expresa su éxito como la condena que es: «Es el mejor y va a tener que vivir a la altura de ello».
Inconcebible crueldad
La examante de Mortenson cantaba en una iglesia local y, aunque no era ninguna maravilla, el auditorio parecía escucharla con cortesía e incluso complacencia.
El geniecillo Azazel no puso inconvenientes al encargo y eligieron una noche en la que ella debía interpretar un «largo e impresionante solo». El concierto arrancó al nivel habitual hasta que de repente «su voz se elevó —contaría posteriormente el amigo de Mortenson—. Cada nota sonaba limpia […], dilatándose o contrayéndose con enorme poder y control. El organista no miraba la partitura, la miraba a ella y, aunque no puedo jurarlo, creo que dejó de tocar. De todos modos, en caso de que hubiera seguido tocando, no nos habríamos enterado. Mientras ella cantaba, era imposible oír nada más».
Durante un breve lapso, había alcanzado la excelencia, pero nunca más volvería a hacerlo. ¿Puede concebirse mayor crueldad?