El triunfo del narcisismo-leninismo
Los ególatras son habituales en las películas por su comicidad, pero cuando llegan al poder no tienen maldita la gracia

El siempre cuidado atrezo con que Pedro Sánchez adorna sus comparecencias incluyó la novedad de unas gafas cuando acudió al Senado a declarar por el 'caso Koldo'. | Eduardo Parra (EP)
Hacia el final de su Manual de resistencia, Pedro Sánchez dedica un capítulo a la celebración de las primarias.
«Fueron meses muy intensos —cuenta—, en los que comenzaba ya la transformación del partido». El PSOE estaba «muy vivo» y prueba de ello fue el acto que se organizó en el Círculo de Bellas Artes de Madrid. Sánchez bajaba conduciendo su propio coche por la Gran Vía y, al llegar a la confluencia con Alcalá, vio «una cola enorme», que llegaba «casi a la Puerta del Sol. […] Y me dije: ‘¿Qué pasará aquí? ¿Qué habrá, será un concierto?’». Se quedó «perplejo». Llamó a su equipo para comentárselo «y me lo dijeron: ‘Es gente que viene por ti, Pedro. Vienen a verte’».
¿Quién sino un cumplido narcisista incluiría una observación semejante en sus memorias?
Máximo Huerta, el efímero ministro de Cultura, no se quedaría menos perplejo un año después, cuando acudió a la Moncloa a presentar su dimisión. «Lo paradójico —recordaría en El hormiguero— fue que [Pedro Sánchez] empezó a hablar de él, de cómo lo vería la historia en el futuro. […] Empezó a hablar de [que] todos acaban mal en política, mira cómo acabó Zapatero, mira cómo acabó Aznar, mira cómo acabó González».
Y a continuación le preguntó sinceramente preocupado: «De mí, ¿qué dirán?».
«¿Qué tal me queda?»
En el cine los personajes narcisistas son habituales por su potencial cómico. Me viene a la mente el egocéntrico director de orquesta Max Beissart, que encarna Alexander Godunov en Esta casa es una ruina. En un momento de la película, Beissart acude a un concesionario de coches, se monta en un lujoso modelo y, tras colocarse la melena de un golpe de cabeza, pregunta poniéndose de perfil: «¿Qué tal me queda?».
También inspiran más ternura que animadversión las exhibiciones de vanidad de Isaac Asimov. En su autobiografía, el genio de la ciencia ficción cuenta machaconamente que tiene un cociente intelectual de 160; que el hermano de su novia se entretenía humillando con su ingenio a todo el que pretendía salir con ella, pero que con él nunca lo logró («Ni siquiera me di cuenta de que lo estaba intentando»), o que «por fortuna» ha aprendido «a disfrutar de la adulación».
Cuando un narcisista alcanza el poder, sin embargo, el resultado dista de ser cómico y, por desgracia, la nómina es cada vez más amplia: Donald Trump, Viktor Orbán, Emmanuel Macron, Recep Tayik Erdogan, Narendra Modi, Vladímir Putin, Xi Jinping… ¿A qué se debe esta avalancha?
La otra cara de la meritocracia
Durante la mayor parte de la historia de la humanidad, el poder fue un corolario del estatus: se nacía aristócrata y, por tanto, se estaba destinado a gobernar.
Pero con el auge de la burguesía a partir del siglo XVI, los cargos y las distinciones empezaron a asignarse en función de ciertos méritos y no de la cuna. Hoy, en nuestras sociedades liberales, nadie es más que nadie y deben prevalecer los mejores. Esto es un avance indudable, pero tiene la contrapartida de que si no mandas es porque no vales. En un régimen feudal podías consolarte pensando que tu subordinación era arbitraria. En el mundo postindustrial no hay excusa: eres un perdedor. Y esta presión la acusan especialmente quienes adolecen de autoestima.
«La mayoría de los psicópatas no son homicidas —advierte el psiquiatra Robert Hare—. Están en política o en los negocios», donde es más fácil satisfacer sus ansias de reconocimiento.
Democracia popular
El estilo de gobierno narcisista se caracteriza, entre otros rasgos, por el autobombo, la intolerancia ante la crítica o el uso sistemático del engaño.
De todo ello encontramos abundante muestra en Trump: sostiene que ha terminado con más guerras que ningún otro presidente, se queja constantemente de las fake news y miente unas 21 veces al día, según el Washington Post. Pedro Sánchez, por su parte, no le va a la zaga: asegura haber extirpado la corrupción de la vida pública española, descalifica como pseudomedios a quienes aireamos sus miserias y ha incumplido sin rubor importantes promesas, como no pactar con Bildu o no amnistiar a Puigdemont.
Pero, me dirán con razón, ¿dónde se ha visto un político que sea modesto, que encaje bien las críticas y que vaya con la verdad por delante?
En ningún lado, de acuerdo. La auténtica diferencia entre el líder sinvergüenza y el narcisista la marca la polarización extrema y el deterioro institucional. Ni Trump ni Sánchez han dudado en arremeter contra el resto de los poderes. ¿Cómo se atreve ese llorica de Jerome Powell a no bajar los tipos de interés? ¿Y quién es el Tribunal Supremo para condenar al fiscal general después de que haya emitido yo mi veredicto de inocencia?
«Vamos a avanzar —declaraba Sánchez en setiembre del año pasado— con o sin el concurso de un poder legislativo que necesariamente tiene que ser más constructivo y menos restrictivo». Su tesis es que el proyecto progresista que ha impulsado no va a detenerlo nadie: ni una mayoría parlamentaria ni los jueces. Así entendía Lenin la democracia: una vez adoptada una resolución, la obediencia debía ser estricta y unánime. Y así la entiende Sánchez: la «soberanía popular» que él encarna es una ley de obligado cumplimiento.
¿Y aún se pregunta qué dirá de él la historia? No es difícil imaginarlo…
