THE OBJECTIVE
Joseba Louzao

Adam Zagajewski: contemplación y humanidad

«En Zagajewski, lo que aparentemente podría parecer una estupidez banal, se convierte en una lección que jamás deberíamos olvidar»

Zibaldone
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Adam Zagajewski: contemplación y humanidad

Marijan Murat | EFE

La memoria nacional polaca recuerda como el ejército sueco tomó el país a mediados del siglo XVII. Era el Potop Szwedzki, el Diluvio sueco. Se ha calculado que un cuarto de la población falleció entonces por la violencia y las epidemias que asolaron el país. Se destruyeron muchas poblaciones urbanas o rurales con sus iglesias, sus palacios y sus granjas. Polonia está marcada desde ese momento indeleblemente por la experiencia del sufrimiento. Aquel Diluvio, que Henryk Sienkiewicz relató en una novela homónima, estuvo a punto de acabar con su futuro. En el siglo XX, llegaron otros diluvios porque nadie les había prometido que la catástrofe no fuera a volver a suceder. Polonia fue el epítome de las tierras regadas por la sangre de las violencias de los totalitarismos del momento. Con todo, esta trágica experiencia favoreció la aparición de algunas de las voces más lúcidas de un momento entretiempos. Sin ser exhaustivos podríamos destacar a personajes como, por ejemplo, Lech Wałęsa, Adam Michnik, Bronisław Geremek, Leszek Kołakowski, Czesław Miłosz, Zbigniew Herbert, Sławomir Mrożek, Wisława Szymborska o Adam Zagajewski. Y me detengo aquí porque acumular nombres, sin detenernos en sus biografías, no sirve para mucho más.

Hay un hilo común en todos ellos, una forma de mirar la realidad a partir de lo humano que escapa de las modas habituales. Zagajewski, que falleció el pasado domingo en un hospital de Cracovia a los 75 años, es uno más de aquellos intelectuales que participaron de esta vigorosa tradición. Fue, ante todo, un poeta que combinaba el tono sereno con la ironía para hablar de un mundo que parece estar siempre en los confines del tiempo. Porque para él la poesía nace en el eterno forcejeo entre la esperanza y la desesperanza, entre la alegría y la tristeza, entre la presencia y la ausencia. Había mucho de celebración en sus poemas porque era consciente de que solo puede celebrar quien ha conocido los sinsabores de la existencia. Los poetas, que no suelen entender nada, «callan mucho tiempo, después cantan y cantan hasta que estalla la garganta».

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El poeta Adam Zagajewski. | Foto: Grzegorz Jakubowsi | Efe

Uno de sus poemas más citados señala que «en ciudades ajenas venimos al mundo y las llamamos patria…». Y es que, tras sufrir todo tipo de embates en la Segunda Guerra Mundial, los acuerdos de Yalta entregaron su ciudad natal a la Unión Soviética. En 1946, se produjo el intercambio de población entre polacos y soviéticos y su familia se vio obligada a emigrar a Silesia. Él tenía unos pocos meses y no fue consciente hasta mucho después de que aquel traslado hizo que se desgarraran los recuerdos familiares. Este pasado ha engendrado una tensión que se encuentra en todos y cada uno de sus versos. La memoria es siempre sustancial, y más en un mundo marcado por pesadillas que se hacen realidad.

Siendo un joven estudiante universitario de filosofía se convirtió en un opositor al régimen comunista. Detrás el Telón de Acero, el cartel de disidente terminaba siendo sinónimo de la libertad. Nunca confió en Marx ni en sus epígonos. Ya es mala suerte que la utopía transformadora siempre salga distópicamente destructora de la dignidad. Estos intelectuales comprometidos estaban del lado de una tradición que defendía una humanidad frágil que siempre debe ser protegida. Cuando The New Yorker le cedió sus páginas para escribir en las semanas posteriores al 11 de septiembre de 2001 su poema instaba a «celebrar el mundo mutilado». Aquel poema, que era una evocación de su niñez, le catapultó en el panorama literario internacional. Él no vivió la Shoah de cerca, pero sí sus consecuencias en aquel continente salvaje de posguerra. Polonia fue un campo de muerte para millones de judíos. Podrían haber sido sus vecinos. Zagajewski creció en las ruinas de un mundo que ya no se podía levantar. Frente a Celan intuyó que no solo se podía escribir poesía después del Holocausto, sino que era una obligación moral. Porque la poesía solo adquiere su más profundo sentido en situaciones que nos llevan hacia el límite. Entendía que somos misterio dentro del misterio. Y que la poesía es una de nuestras protecciones frente a los desafíos de la barbarie.

¿Qué significaba para Zagajewski escribir poesía? En el fondo, se trataba de buscar «imágenes inexistentes y, si existen, están enrolladas y guardadas como la ropa de verano durante el invierno»

Sus actividades en la oposición le obligaron a marchar al exilio, repartido entre París, Berlín y Estados Unidos. Según su propia clasificación, las personas podemos ser sedentarias, emigrantes o sin hogar. Él fue uno de estos últimos, ya que no consiguió «entablar relaciones estrechas e íntimas con el entorno en que crecía y maduraba». Quizá por esa razón se sentía europeo, sobre todo cuando daba clases en la universidad norteamericana y actuaba activamente como tal defendiendo un ideal humanista. Tanto si escribía un poema como si elaboraba un ensayo, sus textos te hacían partícipe de una conversación de la que salías transformado. Porque siempre está ahí la posibilidad de encontrarte entre líneas con un fogonazo que te ayudará a entender mejor lo que significa lo verdadero y lo bello. No fueron, por tanto, temas menores los que tocaba, aunque hablase de las experiencias que vamos acumulando día a día. Tampoco se perdía en circunloquios grandilocuentes porque consideraba que esta era la peor acusación que podía recibir un poeta. ¿Qué significaba para Zagajewski escribir poesía? En el fondo, se trataba de buscar «imágenes inexistentes y, si existen, están enrolladas y guardadas como la ropa de verano durante el invierno».

Nunca nos falta tiempo para detenernos a contemplar el mundo, más bien, lo que nos sobra es ese ruido que nos desvía de lo que realmente importa. Con cada nuevo libro que sus lectores acumulábamos en nuestras bibliotecas, su obra se fue haciendo más contemplativa. Y para contemplar el mundo, como recordaba, solamente necesitamos de los ojos, de la memoria y de aquello que Blaise Pascal llamó l’esprit de finesse (y que podríamos traducir como una cierta lucidez innata). Es más, desde esta contemplación consciente se puede comprender, como escribió, que observar a un pájaro bebiendo agua nos puede llegar a salvar. Porque, como se preguntó en uno de sus textos, ¿cómo podemos ser capaces de vivir tantos fines del mundo? Su respuesta se puede resumir en el breve «como si no hubiera pasado nada». En Zagajewski, lo que aparentemente podría parecer una estupidez banal, se convierte en una lección que jamás deberíamos olvidar. Después del Diluvio, siempre hay vida. Y hay que tomársela en serio.

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