Ahora en serio. ¿Quién es Kamala Harris?
«Kamala Harris se colocó en el punto perfecto para la vicepresidencia: era conocida pero no demasiado, mujer y mestiza en el año de las protestas raciales»
Si uno pudiera pasearse por el imaginario demócrata, vería decenas de caras radiantes, marchando bajo un bosque de banderas multicolor y pancartas reivindicativas. Martin Luther King y Barack Obama liderarían la marcha y en el tumulto cabrían todos los grupos demográficos de la historia, desde los nativos americanos hasta las últimas letras del abecedario LGBTQA.
El demócrata es el partido de las coaliciones minoritarias. En los años 30 fueron los irlandeses, los italianos y una parte de los sureños; hoy son los afroamericanos, los latinos, los asiáticos y las minorías sexuales. Aquí está su poder y su magia, y el convencimiento de que el futuro, tendente a la diversidad, les pertenece.
Se trata de valores y también de propaganda. No son cosas contradictorias. Un partido tiene todo el derecho a plasmar su ideario en sus discursos, panfletos y páginas web; a utilizarlo como instrumento de persuasión, y por supuesto a exigir una mayor igualdad en un país cuyo pecado original sigue presente en las múltiples formas de racismo.
La cuestión es que este imaginario, fraguado sobre todo en las ciudades y en los campus de la costa, roza en ocasiones el nivel de credo, de Verdad Revelada. Es una especie de gran pantalla que lo nubla todo, como si lo único que importase sobre la faz de la Tierra fueran el género o el color de la piel. Como si la noción de «identidad» desechase todas aquellas vicisitudes del ser humano, la ambición, la experiencia personal, la inteligencia, los defectos, las aficiones o la influencia familiar, reduciéndose al estrecho campo del color o el sexo.
Si esta idea, nacida de la realidad de la discriminación en EEUU, se parece cada vez más a un dogma, es gracias a la endogamia. Dado que los grandes medios, empresas y universidades crecen en los mismos invernaderos ideológicos, las fronteras que los dividían se han borrado y el eco de sus propias ideas resuena tan fuerte que ya no se puede escuchar otra cosa. Su doctrina ha alcanzado un grado de pureza bolchevique.
Por eso, cada vez que alguien con alguna característica minoritaria ocupa un puesto importante, rápidamente se envuelve en los plásticos de la identidad, los periódicos gritan «¡Hace historia!» y podemos intuir las banderas multicolores flameando sobre nuestras cabezas: es el pueblo unido, que marcha hacia un mundo más justo.
El recién elegido senador de Georgia, Jon Ossoff, recordaba todo el rato su condición de judío e hijo de inmigrante. Y es cierto: su familia paterna emigró de la actual Lituania hace más de un siglo y su madre es australiana. Es una forma de presentarse, de contar su historia. Otra forma sería recordando su condición de millonario. El primer senador millennial tiene una fortuna de entre 2,3 y 8,8 millones de dólares, según The Washington Post. La empresa de su padre, Strafford Publications, aportó los fondos necesarios para que Ossoff diera el salto a la política en 2017.
Y no hay nada malo en ello. Solo son formas de abordar el relato, de estructurarlo. El enfoque de «estoy aquí porque mi padre me financió la campaña» es menos atractivo que el de «soy hijo de inmigrante». Técnicamente, hasta Donald Trump[contexto id=»460724″] podría haber llevado por ahí su estrategia política. Su madre también era inmigrante (nació en Escocia) y su hija, yerno y nietos son judíos.
Con la vicepresidenta, Kamala Harris, ocurre algo similar. Los medios llevan seis meses mirándola por una ventanita muy angosta, saludando su condición de primera mujer y primera persona afroamericana y asiática en conquistar el segundo puesto más importante de Estados Unidos. Un hito en un país donde hace poco más de 50 años los negros no podían votar y donde a día de hoy, sobre todo en los estados republicanos, se siguen limitando los derechos políticos de las minorías.
Pero la tentación de la identidad amenaza con atraparnos en ensoñaciones narcisistas, donde cualquier rasgo étnico distintivo se convierte en objeto de adoración, como esas reliquias expuestas en los muros de las iglesias medievales: impidiéndonos explorar otros aspectos, en este caso, de la nueva vicepresidenta de Estados Unidos.
Los defensores de Kamala Harris enfatizan su capacidad de lucha, por ejemplo. Un temperamento que ya se habría manifestado de niña y que floreció en sus sucesivos roles de fiscal de San Francisco, fiscal general de California y, más tarde, senadora. Los interrogatorios de Harris en el Senado eran los más temidos: la legisladora hacía sus deberes y arrinconaba a los investigados hasta hacerlos temblar en sus asientos.
Igual que Barack Obama, la mestiza Harris representa la confluencia de varias sensibilidades raciales y culturales. La vicepresidenta nació en una familia de académicos de California. Su padre, Donald Harris, de origen jamaicano, es un prestigioso economista, profesor emérito de la Universidad de Stanford, y su madre, Gopalan Shyamala, fallecida en 2009, una científica biomédica especializada en el cáncer de pecho. La joven Harris absorbió desde niña el compromiso progresista, sobre todo por parte de su madre, que acabó criando sola a ella y a su hermana.
Sus críticos, en cambio, ven en ella a una oportunista. La actual partidaria de reformar el sistema penal, considerado draconiano para la gente de color, llenó las cárceles de San Francisco durante su fiscalía. Harris rechazó medidas que habrían facilitado la investigación de abusos policiales y obligado a los agentes a llevar cámaras endosadas al uniforme; abogó por subir el precio de las fianzas y por castigar a los padres cuyos hijos faltaban al colegio. Una mano dura que contrasta con sus actuales posiciones. Desde hace cuatro años, y acorde con los tiempos, la demócrata se ha convertido en la campeona de la justicia racial.
Al principio de su carrera política, Harris fue acusada de nepotismo. Dos de sus primeros y bien pagados cargos públicos en la administración californiana le fueron asignados por quien entonces era su pareja: el presidente de la Asamblea estatal, Willie Brown. Un detalle que prefirió no incluir en su autobiografía.
También ha tenido prisa por subir en el escalafón. Los mandatos senatoriales en Estados Unidos duran seis años, un periodo relativamente largo, pensado para que sus miembros se familiaricen con la leyes estadounidenses y el sistema gane estabilidad. Harris juró su cargo en 2017; justo dos años después, con una experiencia federal más reducida que la de cualquiera de sus colegas, anunció su candidatura a la presidencia del país.
La campaña de Harris, sin embargo, no llegó ni a las primarias. Y eso que prometía. Sus conexiones con los ricos de California le permitieron empezar con un buen cofre de guerra y su ataque frontal contra el favorito, Joe Biden, a quien durante un debate acusó de haber apoyado medidas segregacionistas, disparó la recaudación. Durante varios días Harris encabezó las encuestas. La gente aprendía a pronunciar su nombre (con acento en la primera sílaba, que se pronuncia más parecido a Ko que a Ka: Kó-ma-la) y los periodistas preparábamos su gran perfil.
Pero el globo estalló tan rápido como se había inflado. En diciembre de 2019, sin ni siquiera haber llegado a los caucus de Iowa, Harris cancelaba una campaña desorganizada y manirrota, aunque sin asumir la responsabilidad. «No soy una milmillonaria», dijo en Twitter. «No puedo financiar mi propia campaña».
Harris se dejó un detalle en el tuit. De todas las campañas demócratas, la que había recibido más donaciones de grandes fortunas era, precisamente, la suya.
Lo cierto es que Harris, quizás, no apuntaba hacia la presidencia. Lanzar una carrera presidencial no solo tiene como premio la Casa Blanca. Los debates, los anuncios y la cobertura informativa elevan el perfil de los aspirantes. Sus nombres se hinchan como la levadura, se vuelven reconocibles y ganan un capital político que luego les sirve para optar a puestos empresariales u otros cargos políticos. Andrew Yang, por ejemplo, se ha presentado a la alcaldía de Nueva York. Ya tiene parte del trabajo hecho.
Kamala Harris se colocó en el punto perfecto para la vicepresidencia: era conocida pero no demasiado, mujer y mestiza en el año de las protestas raciales, con experiencia de campaña, la piel dura y ganas de salir a quitarle la presidencia a los republicanos. Por uno y otro motivo, suya también es la victoria que ha desalojado al nacional-populismo de la Casa Blanca.