El puto amo de la máquina del fango
«En caso de conflicto entre el derecho a la intimidad y la libertad de expresión es abrumadora la jurisprudencia constitucional en defensa de esta última»
«Maldición, tres veces maldición a los periódicos diarios. Si Cristo volviera al mundo, tan cierto como yo vivo, no se ocuparía de los sumos sacerdotes sino de los periodistas». Esta despiadada frase para con mi profesión no pertenece a ninguna primera dama resentida o deshonrada, sino a Soren Kierkegaard, padre de la filosofía existencialista. Poco después de que la formulara, Honorato de Balzac se atrevió a declarar que «si la prensa no existiera habría que no inventarla». Aunque presumo que el puto amo del partido socialista no ha debido leer a ninguno de los dos escritores, podría haberse inspirado en ellos a la hora de anunciar su cruzada contra la libertad de expresión.
Porque los motivos que tiene para emprenderla son idénticos a los que explican la exasperación de tan eximios autores: no soportaban las críticas a su obra. Prefirió en cambio definir a los medios que considera enemigos como la máquina del fango, citando la postrer novela de Umberto Eco. Tan rotundo apelativo, que describe el empleo ilícito del periodismo en las luchas políticas, fue en realidad un préstamo de Roberto Saviano. Y años antes él mismo describió el funcionamiento de tan infernal aparato: «Escupe contra todo aquel que el gobierno considere enemigo».
Desde que se inventó la imprenta, y con ella la libre interpretación de los libros sagrados, lo primero que hizo el poder político fue instaurar la censura y arrojar a la hoguera centenares de libros, cuando no a sus autores. Lo hicieron en nombre de la religión, el decoro ciudadano y el respeto a la autoridad. Pasaron varios siglos antes de que la Ilustración prologara el advenimiento de la democracia representativa, basada en la dignidad de la persona, las libertades individuales, la soberanía popular, la independencia de los poderes y el control del Ejecutivo.
A este respecto la libertad de expresión y su ejercicio funcionan desde un principio como elementos irrenunciables de la estabilidad democrática. Eso no quiere decir que no se hayan cometido, y se sigan cometiendo, errores y delitos en lo medios de comunicación. Las leyes, y su aplicación por los tribunales, son las encargadas de perseguir y sancionar esos excesos. Pero en caso de conflicto o duda entre el derecho a la intimidad y la libertad de expresión es abrumadora la jurisprudencia constitucional en defensa de esta última.
En los años ochenta del siglo pasado hubo un gran debate motivado por los escándalos denunciados o promovidos por los tabloides británicos; paralelamente, la ONU abordó el empeño de construir un orden internacional más justo en la comunicación pública. Sean Mc Bride, político irlandés que tuvo el raro honor de ser premiado con el Nobel de la Paz y el Premio Lenin, dirigió en la Unesco un grupo de investigación que produjo un famoso y discutido informe bajo el título Voces múltiples, un solo mundo. Por las mismas fechas el Parlamento británico se enzarzó en una variopinta discusión sobre cómo luchar contra las mentiras y bulos de los medios y defender el respeto debido a la vida privada de las personalidades públicas. Era el tiempo de las revelaciones sobre las aventuras de Diana de Gales y las de su marido, hoy rey de Inglaterra.
«El principal enemigo de la libertad de prensa en las democracias es el gobierno»
Lord Mac Gregor of Durris, presidente de la Comisión Real de Quejas sobre la Prensa, defendió exitosamente las medidas de autorregulación de los medios frente a los intentos del poder de someterlos a su antojo. Como presidente del Instituto Internacional de Prensa yo mismo tuve ocasión de compartir y discutir tanto con él como con Mc Bride algunas propuestas de éste que, en nombre de las verdades oficiales, atentaban insidiosamente contra la libertad de expresión. La conclusión de sus trabajos la escuché del propio lord Mc Gregor: el principal enemigo de la libertad de prensa en las democracias es el gobierno.
Con la emergencia de la civilización digital, las redes sociales y, ahora, nada menos que la Inteligencia Artificial, el debate a este respecto se ha generalizado hasta el extremo, lo que es tan lógico como necesario, aunque también hasta el ridículo. Biden quiere prohibir TikTok, un juez español ha querido cerrar Telegram y el puto amo anuncia que va a poner orden en los diarios digitales que según él denigran a su señora.
Mientras tanto, recibe y lisonjea a los magnates mundiales de las grandes tecnológicas e incluso designa consejeros en Telefónica de España, empresa que desde los tiempos de la República (ITT) ha sido siempre un quebradero de cabeza para el ejercicio democrático. Tras practicar durante la dictadura el control de las comunicaciones privadas al servicio del poder, se ha visto envuelta en los años que corren en repetidos intentos de manipulación de la opinión pública.
Está fuera de dudas que Internet y sus derivados constituyen un gran avance para la humanidad y un empoderamiento real de los ciudadanos a nivel mundial. Pero también es obvio que plantea insidiosas amenazas que afectan a los derechos individuales y la estabilidad de las democracias. La pobreza científica y moral con que los gobiernos acostumbran a tratar estas cuestiones, su evidente deseo de control en beneficio de sus particulares intereses y la ausencia de un debate riguroso en sede parlamentaria no permiten a los ciudadanos, titulares del derecho a la libertad de expresión, expresar sus quejas y sus dudas acerca de la limitaciones al respecto. Solo cabe someterse a lo que la autoridad establezca. La respuesta al populismo de las redes no puede ser el populismo de los serviles colaboradores de Sánchez: gritar más en el Congreso y fuera de él, e insultar más sonoramente a quien nos insulta. Tampoco es aceptable el silencio y la redundante falta de transparencia del esposo de doña Begoña Gómez cuando se le interroga por cuestiones referidas a su eventual tráfico de influencias.
«El periodismo debe ser regulado por la legislación civil y penal ordinaria, sin necesidad de acudir a leyes específicas»
Ya en tiempos de la transición se debatió la eventualidad de promulgar una nueva ley de prensa, y se hizo popular el dicho de que la mejor ley de prensa es ninguna ley de prensa. La mayoría de los profesionales defendimos, y seguimos defendiendo, que el ejercicio del periodismo puede y debe ser regulado por la legislación civil y penal ordinaria, sin necesidad de acudir a leyes específicas.
Porque sabemos que siempre ha habido y habrá gobernantes que se prestan a su modo a combatir el «pernicioso poder» de los periódicos. Un poder, según nos dicen, «capaz de crear un determinado ambiente de opinión… y una mixtificación completa de las aspiraciones y tendencias en el sentir de la comunidad. En el transcurso de pocos días sabían hacer de una cuestión insignificante una cuestión de Estado… Esta es la chusma que en más de las dos terceras partes fabrica la llamada opinión publica». Escritas estas frases hace casi un siglo parecen de rabiosa actualidad, aunque he de reconocer que no son tan vociferantes como la iracunda expresión de Kierkegaard con que empecé este escrito. Pero tenga cuidado el lector si las escucha: pertenecen al capítulo tercero de un famoso libro firmado por el puto amo de la máquina del fango en la Alemania de preguerra: Adolf Hitler.