En nombre de la libertad
«Es peligrosa una paz que, como en Versalles, no sepa sobre qué cimientos levantarse»
La era moderna ha vivido inmersa en una búsqueda recurrente: ¿Qué es la libertad? Sólo hay que echar un ojo al rastro que ha dejado el ser humano en la literatura. Desde que Cervantes publicase la primera obra moderna, el Quijote, donde un tipo racionaliza la libertad a través de la locura; hasta Virginia Woolf, que halla la libertad en el hecho de poder encontrar una habitación propia donde escribir. Desde Calderón, que crea a un Segismundo que, despojado ya de las cadenas, se muestra magnánimo con el rey tirano y pacificador con el pueblo; hasta Zweig, que contrapone las figuras de Castellio y Calvino para expresar la eterna pelea entre liberales y autoritarios. Hoy vemos en la guerra de Ucrania a dos bandos que luchan en pos de una supuesta libertad: por un lado, Rusia habla de liberar el Donbass; por otro, Occidente pretende que Ucrania sea eso que la modernidad llama «un régimen de libertades». No ha quedado muy claro aún qué es esa libertad que tantas mentes preclaras han intentado definir, pero sí sabemos que todo el mundo la persigue.
Ahora bien, la libertad es un bien preciado, sí, pero a menudo también desestimado, aunque sea de manera tácita, porque trae consigo otro concepto ya no tan agradable: la responsabilidad. Es muy probable que el ser humano de este siglo sea, si metemos las perneras en el barro de la teoría, más libre que nunca. Ahora bien, si nos acercamos a la práctica, ese mismo ser humano es cada día menos libre, por cuanto tiene cada día también menos capacidad para asumir responsabilidades, para cargar con el compromiso de las decisiones. Y la primera de las responsabilidades que debe afrontar el hombre libre es no sólo conocer, sino además analizar y aun asumir una idea contraria a la suya. Es decir, argumentar a través de la via remotionis, negar los dogmas que lleva en la mochila, confrontar aquello que cree inamovible dentro de los planteamientos que se marque. Esto es hoy cada día más difícil, el hombre se ha vuelto más dogmático que nunca, le resulta muy fácil seguir a los periodistas que opinan como él, leer los periódicos que siguen su misma línea editorial, abrazarse al sesgo de confirmación. Y lo que es peor, resulta aún más fácil ignorar lo contrario, cancelar a aquel que piensa distinto, silenciar los postulados que resultan incómodos. Me pregunto qué libertad es esta que no contempla todos los albedríos posibles.
Hay una guerra en marcha y esta irresponsabilidad se halla más presente que nunca. Para parte de esa masa que podemos llamar Occidente, Putin es un canalla porque no conoce la democracia y sus aires imperialistas suenan a otro siglo. Para parte de la masa rusófila, ese desconocido régimen democrático con el que se llenan la boca los europeos es una papanatez impropia del sentido colectivista soviético, y el enemigo pasa por ser un tiburón capitalista que quiere devorar entre sus fauces al viejo mujik ruso. De esas ideas no van a salir, no van a ejercer el noble y empático poder de intentar comprender al otro, aunque sólo sea para que, cuando haya que pactar la paz, porque habrá que pactarla en algún momento, las posturas se acerquen o se alejen en función de lo que convenga. Es peligrosa una paz que, como en Versalles, no sepa sobre qué cimientos levantarse básicamente porque se desconocen entre sí las dos culturas beligerantes. Y, mientras, en el centro, los civiles ucranianos, a quienes les han dicho, por un lado y por otro, que esta guerra es por su conveniencia. En nombre de la libertad, claro.