Fábula del Derecho desnudo
«Politizar la élite de la Justicia no sólo destruye la separación de poderes sino que nos condena a sufrir un derecho de mala calidad»
Tras contemplar la saga del Poder Judicial, no debe sorprendernos que el derecho español, como el rey de la fábula XXXII del Conde Lucanor o el emperador con traje nuevo de Andersen, ande harapiento y medio desnudo. Tampoco que sus sastres y algunos de sus cortesanos persistan en alabar lo vistoso de sus ropajes.
Es sabido que politizar la Justicia destruye la separación de poderes; pero también reduce la calidad del derecho. Durante casi cuatro décadas hemos seleccionado a sus principales servidores con criterios de fidelidad política, lo que duplica la selección adversa, ya que también preferimos políticos incompetentes. Éstos, además, saben pagar en exceso ese tipo de puestos, con lo que refuerzan con un interés económico la fidelidad de sus elegidos. Es sólo natural que muchos de ellos hagan reverencias al poder. También que sacralicen el derecho, pues les ayuda a disimular sus miserias.
Tras cuarenta años de reverencias, sumadas al siglo largo que llevamos idealizando al estado, les cuesta imaginar un derecho obediente a los deseos de ciudadanos que han de usarlo. Para los más fieles, la voluntad del estado, el Derecho imperativo en vigor, es incluso el único relevante, cuando no el único imaginable. No conciben un derecho instrumental, mero conjunto de reglas dispositivas al servicio de los contratantes potenciales, y adaptadas a las circunstancias de la sociedad y la economía.
Lógico que, si bien en privado se permiten comentar las llagas que trasluce la túnica de ese Derecho emperador, en público se limitan a sugerir cómo debería colocársela o qué remiendo querrían componerle. Tan sólo los visitantes ocasionales señalan su desnudez o apuntan la posibilidad de que su traje sea inapropiado. Pero estos apuntes son tímidos y las visitas breves, por lo que apenas causan ruido ni mayor escándalo; y mucho menos tienen efecto duradero.
Apoya este juicio el que todo el país sea capaz de ignorar que, en campos enteros del derecho, como el laboral o el concursal, los agentes privados huyen de la formalidad y la litigación. Casi nadie en esa corte se siente aludido porque España sea plusmarquista europeo en desempleo, o porque tenga menos concursos empresariales que Portugal. En caso de apuro, alegan una supuesta carencia de recursos judiciales; pero ésta, de remediarse, quizá empeoraría la situación, pues vendría a alimentar una maquinaria desquiciada.
«Politizar la élite de la Justicia no sólo destruye la separación de poderes sino que nos condena a sufrir un derecho de mala calidad»
De hecho, muchos discurren como si supusieran que los individuos siempre contratan como dicta el emperador. Olvidan entonces el equivalente jurídico de la ley de la gravedad: aquello tan vulgar de que dos partes no contratan si una de ellas no quiere. En estos casos, cuando muchas de esas partes ya han desistido y los mercados se colapsan (como sucede hoy con el alquiler de viviendas), pretenden reanimar a quienes no han logrado huir regalándoles reinterpretaciones ad hoc de leyes y contratos. Regaladas siempre a costa de sus socios contractuales; a menudo de los acreedores o, en el caso del alquiler, de los arrendadores. Sucede así que estos socios, temerosos de tanta generosidad por cuenta ajena, se vuelven aún más escasos. Pero insisten. Centran tanto su atención en esos contratos residuales que todo lo que no sea comentarlos se les antoja en exceso hipotético, un universo alternativo al que no desean asomarse.
Son también comprensivos con los caprichos y con la jerga del Derecho emperador. Cuando el visir de turno aprovecha una emergencia sanitaria para gobernar por decreto y obviar todo control parlamentario, encuentran raro que alguien proteste. Da igual que lleve razón, como ha sucedido hace poco. En este nuestro Bagdad europeo, siempre será sospechoso y podrá ser tildado de mezquindad quien dude del pánico colectivista contra el enemigo exterior.
Hacen igual con las trampas semánticas, pues suelen condonar su peculiar uso del lenguaje. A imitación de Humpty Dumpty, el más leguleyo de los personajes de Carroll, nuestro emperador nunca retuerce los significados para justificar sus prejuicios, sino que «desarrolla nuevos criterios y conceptos». Poco importa que algunas de esas excusas sean meros bizantinismos oportunistas, una traducción apresurada del último jabberwocky; o, con suerte, en casos de erudición, los saldos de tienda del buen derecho.
Pero no seamos severos con estos cortesanos. Al contrario, debemos guardarles afecto y tenerles cierto grado de compasión; y ello sean cuales sean sus motivos, su protagonismo y sus procesos de selección. Cierto que en estos aspectos nuestra realidad se aparta de la fábula; pero, en cualquier caso, ha de ser incómodo convivir con un emperador medio loco.
Recordemos, además, que la insania del personaje no es sólo culpa de sus sastres y cortesanos, sino, sobre todo, de una plebe tan poderosa como mal enseñada. Es tal su pereza idealista que insiste en pedir al estado y, por ende, al derecho un mundo de jauja que éste nunca podrá darle. No culpen al cortesano por adaptar su oferta, ni se hagan tampoco muchas ilusiones de cambio. Sean cuales sean los mecanismos de selección de élites, mientras el ciudadano sea tan ingenuo y vago como para pedir que las leyes resuelvan su vida, prosperará en la corte un tipo de legislador y de alto magistrado que usa esa demanda para resolver la suya.