THE OBJECTIVE
Julio Llorente Sanchidrián

Que-nos-hemos-dado

Desconcierta la escasísima repercusión que ha tenido la propuesta de Vox de someter a referéndum «las decisiones políticas de especial trascendencia»

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Que-nos-hemos-dado

«Que-nos-hemos-dado» es la muletilla predilecta de la clerecía político-mediática española, la proporción subordinada sustantiva con la que el tertuliano ubicuo concluye sus reflexiones sobre la democracia: «Éste es el marco legal que nos hemos dado». 

En un principio tenía una connotación positiva; se empleaba para designar leyes luminosas y, ante todo, la ley de leyes, el Alfa y la Omega de la política española, el libro sagrado de todos los demócratas: «La Constitución que nos hemos dado». Era una expresión festiva; los españoles celebrábamos con ella nuestra mayoría de edad y nos recordábamos a nosotros mismos que, después de la sombra franquista, por fin éramos dueños de nuestro destino y que bien estaba que así fuera porque cumplíamos con la comunidad internacional, aprobábamos buenas normas, normas del gusto de la UE. Las leyes no las promulgaban los legisladores; ¡las leyes nos las dábamos los ciudadanos! Era puro onanismo político, un placer que empezaba y terminaba en nosotros, uno en el que emisor y receptor coincidían: ¡los ciudadanos!

Pero ahora la naturaleza de la expresión ha mutado; ya no designa sólo leyes luminosas, también leyes que, ejem, no lo son tanto. «¿La ley de memoria democrática?» ¡«Nos la hemos dado!». Durante la pandemia, un político socialista llegó a escribir un tuit en el que se leía «bla bla bla… Las restricciones que nos hemos dado… bla bla bla». He aquí una sublimación de la muletilla. Antes tenía un no sé qué de jactancia, de orgullo insano ―«soy español y me doy leyes cojonudas»―; ahora transmite responsabilidad ―«somos capaces de aprobar entre todos leyes duras pero necesarias, restricciones para combatir el virus y también la nostalgia de Franco»― y le aboca a uno a la aceptación. Cualquier ley, incluso la abiertamente injusta, deviene incuestionable porque cuestionarla sería cuestionar la voluntad del pueblo, lo que la ciudadanía ha previsto y querido para sí. Más aún, cuestionarla implicaría cuestionarse a uno mismo, su propia capacidad política: 

―No sé, me parece que la ley de memoria democrática es excesiva… 

―Pues te la has dado a ti mismo igual que yo… 

La crítica al gobernante degenera, por tanto, en una forma de autocrítica. Él no desempeña otra función que la de encarnar el sentimiento popular; es el instrumento con el que el pueblo, todos nosotros, se da las leyes a sí mismo, también las inicuas. 

Todo sería inmejorable, perfecto, idílico, si no supiéramos a ciencia cierta que la muletilla es falsa, si no supiéramos que entre lo que da a entender y lo que ocurre en realidad media un abismo: las leyes no nos las damos, ¡las leyes nos las dan!, y por no darnos, de hecho, no nos damos siquiera a las personas que nos las dan, que desde hace un tiempo viven en Bruselas y sólo rinden cuentas ante los oligarcas.  

Por eso desconcierta la escasísima repercusión que ha tenido la propuesta de Vox de someter a referéndum «las decisiones políticas de especial trascendencia». Llámenme loco, pero yo entreveo ahí un intento de achicar el abismo, de dar cumplimiento a la muletilla como Cristo se lo dio a la ley mosaica, de unir el slang del tertuliano y la cruda realidad. Los españoles podríamos proclamarnos por fin propietarios de nuestras leyes, dueños de nuestro destino; alcanzaríamos de veras la mayoría de edad, realizaríamos por fin el proyecto constitucional, encarnaríamos el sueño de los padres de la Transición… 

Sorprende, pues, el desdén de los periodistas hacia Vox. Si esto lo hubiese propuesto Pedro Sánchez, el estruendo de los vivas al presidente que-nos-hemos-dado se oiría incluso desde el Falcon. 

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