THE OBJECTIVE
Guadalupe Sánchez

El gobierno ilegal del poder judicial

«Se ha creado una bicefalia que conculca el ordenamiento jurídico: por primera vez, la presidencia del Supremo y el del CGPJ no recaen en la misma persona»

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El gobierno ilegal del poder judicial

El magistrado Rafael Mozo, en primer plano, a la salida de una reunión del CGPJ. | Europa Press

El acuerdo del pleno del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) en cuya virtud se nombra presidente al progresista Rafael Mozo tras la dimisión de Lesmes presenta, en mi opinión, claros visos de inconstitucionalidad. Cierto es que se trata de una consecuencia previsible de la reforma que perpetró este infausto Gobierno en marzo del año pasado, y que en esencia consistió en privar al Consejo de la competencia de realizar nombramientos judiciales estando en funciones. Una acumulación de fraudes constitucionales que no hace más que constatar que la intención de los dos partidos progresistas que integran el Ejecutivo es, ni más ni menos, la de asaltar el poder judicial controlando a quienes designan discrecionalmente a los altos cargos de la magistratura.

Soy consciente de que el sainete judicial puede resultar farragoso e, incluso, hasta provocar cierto hastío, pero su comprensión, siquiera superficial, resulta necesaria: nos estamos jugando la separación de poderes y el sentido del fallo de varios recursos trascendentales pendientes en el Tribunal Constitucional. Para ayudarles a comprender el trasfondo de esta telenovela judicial, protagonizada por jueces, juristas y políticos, me voy a permitir explicarles, brevemente, qué es el CGPJ y cuáles son sus funciones.

El Consejo General del Poder Judicial es el órgano de gobierno de los jueces y, aunque no es poder judicial, sí que adopta decisiones de indudable trascendencia tanto para el tercer poder del Estado como para el propio Constitucional. Efectivamente, entre sus potestades se encuentran, entre otras: nombrar al presidente del Tribunal Supremo -que también lo será del CGPJ-; nombrar al vicepresidente de ese Tribunal; nombrar a los magistrados del Tribunal Supremo y a los presidentes de Tribunales y Salas; y nombrar a dos de los 12 magistrados del Tribunal Constitucional (que aunque tampoco forma parte del poder judicial sí que ejerce funciones jurisdiccionales como máximo intérprete de la Constitución).

Entenderán ustedes, a la vista de estas potestades en materia de nombramientos, el interés de todos los gobiernos por controlar el CGPJ y por qué todos los partidos políticos, cuando están en la oposición, prometen reformarlo para consagrar su independencia, pero cuando alcanzan el Gobierno no sólo no acometen tal reforma, sino que legislan en sentido contrario.

«Es evidente que se está conculcando el espíritu de la Constitución»

Cierto es que, en origen, la Constitución instauró un sistema que pretendía evitar la excesiva politización del CGPJ: de sus 20 componentes, 12 eran escogidos por los Jueces y Magistrados de entre sus miembros y 8 por las Cortes entre jueces y juristas (véase el art. 122.3 de la Carta Magna). Pero en 1985 se asestó el primer rejonazo al Consejo con el claro objetivo de politizarlo, mientras se aseguró a creyentes y profanos que lo que se pretendía era garantizar su legitimidad democrática y evitar el corporativismo. Una cantinela con la que todavía intentan justificar los bochornosos espectáculos a los que asistimos a cuenta de la renovación, aun cuando es evidente que no sólo se está conculcando el espíritu de la Constitución, sino también el de la sentencia del Tribunal Constitucional que salvó tan infame reforma.

Ciertamente, el máximo intérprete de la Carta Magna ya advirtió de que se corría el riesgo «de frustrar la finalidad señalada de la norma constitucional si las Cámaras, a la hora de efectuar sus propuestas, olvidan el objetivo perseguido y, actuando con criterios admisibles en otros terrenos, pero no en éste, atiendan sólo a la división de fuerzas existente en su propio seno y distribuyen los puestos a cubrir entre los distintos partidos, en proporción a la fuerza parlamentaria de éstos. La lógica del Estado de partidos empuja a actuaciones de este género, pero esa misma lógica obliga a mantener al margen de la lucha de partidos ciertos ámbitos de poder y entre ellos, y señaladamente, el Poder Judicial«. A la vista de los acontecimientos, es patente que´

«Tras formar gobierno con Podemos, Sánchez diseñó un asalto al poder judicial jamás visto en nuestra historia democrática»

Tras formar gobierno con Podemos, y siguiendo la línea marcada por sus predecesores en Moncloa, Sánchez no sólo olvidó su promesa de reformar la Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ) en el sentido que demanda la Unión Europea (que sean los jueces quienes elijan a los 12 miembros jueces), sino que diseñó un asalto al poder judicial jamás visto en nuestra historia democrática. Nunca deberíamos olvidar que, en plena pandemia, Sánchez estaba dispuesto a usar la mayoría absoluta de la que goza en el Congreso gracias al apoyo de los independentistas catalanes y Bildu, para reformar la meritada ley, permitiendo que el nombramiento de los miembros del CGPJ se realizase por mayoría absoluta y no por la cualificada de tres quintos que establece el texto constitucional. El objetivo de este intento era establecer un cordón sanitario al PP también en el ámbito judicial, que le permitiera nombrar a placer a los miembros del Consejo sin tener que contar para ello con el principal partido de la oposición.

Estas ínfulas totalitarias fueron, afortunadamente, desinfladas desde las instancias europeas, donde España tiene comprometidas ingentes cantidades de dinero. Pero la patita autocrática de Sánchez y de su gobierno volvió a asomar poco después, cuando harto de que los ‘populares’ no aceptasen los nombres que a él le complacían, reformó la Ley para sustraer al CGPJ una de sus competencias: la de realizar nombramientos en órganos judiciales estando en funciones. El objetivo era crear una situación insostenible por la acumulación de vacantes que no podrían cubrirse, forzando así la renovación. Algo que no digo yo, sino que reconoce la exposición de motivos de la norma aprobada. El recurso contra esta reforma todavía está pendiente de resolución por el Constitucional.

De aquellas inconstitucionalidades primigenias deriva la que ahora nos ocupa: Carlos Lesmes, el hasta hace poco presidente del CGPJ, anunció su dimisión para dar con ello un impulso a la renovación, habida cuenta de que una de las condiciones del PP para pactar nuevos nombres consiste en que el Gobierno se comprometa a reformar el sistema de elección (esto es, cumpla su promesa electoral), mientras éste rechaza la modificación a pesar de las advertencias europeas.

Con arreglo a la Carta Magna (art. 122.3), quien debe sustituir a Lesmes sería Francisco Marín Castán, magistrado de la Sala Primera y vicepresidente del Tribunal Supremo, ya que tras la renuncia del primero es el segundo el que, automáticamente, pasa a ostentar la condición de presidente del Supremo. Así lo corrobora un informe encargado al Gabinete Técnico del CGPJ por el propio Lesmes. Pero el pleno de este órgano ha decidido hacer de su capa un sayo y nombrar al vocal de mayor edad, el magistrado Rafael Mozo, aun cuando éste no reúne los requisitos previstos para el puesto, creando así una bicefalia que conculca nuestro ordenamiento jurídico: por primera vez, la presidencia del Supremo y la presidencia del CGPJ no recaen en la misma persona.

Afortunadamente, uno de los vocales del Consejo, el magistrado Wenceslao Olea, y el secretario general de este órgano, José Luis de Benito, han decidido recurrir el acuerdo del Pleno por entender que el mismo contiene «manifiestos y graves vicios de nulidad», solicitando de forma cautelarísima que se suspenda la vigencia del nombramiento en tanto se resuelve su recurso. 

La decisión del Tribunal Supremo en relación con la medida cautelar solicitada la conoceremos en cuestión de horas. En lo que a mí respecta, tengo esperanzas de que prospere. Se me antoja intolerable e insoportable que el órgano de gobierno del poder del Estado encargado de interpretar y aplicar las normas, velando por el cumplimiento del principio de legalidad, se haya instalado en la ilegalidad como resultado de un infumable juego partidista.

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