THE OBJECTIVE
Guadalupe Sánchez

Estamos jodidos

«La dictadura de lo políticamente correcto se ha cansado de habitar en escaños y medios: ahora busca instalarse en sus libros y hasta tumbarse en su cama»

Opinión
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Estamos jodidos

Dos estudiantes acceden al Colegio Mayor Elías Ahuja. | Europa Press

Usted, yo, nosotros, la sociedad española en su conjunto está jodida, muy jodida. Las causas de la jodienda ya no son sólo económicas, como era costumbre, sino también culturales. Los tiempos en los que su principal preocupación era llegar a fin de mes han desembocado en otros en los que, amén de tener que cuadrar ingresos y gastos, deberá usted prestar especial atención a no ofender a nadie susceptible de ser ofendido, ya sea persona o animal. Un chiste, un tuit, una foto en Instagram o un vídeo en Facebook le pueden joder la vida a usted o a sus seres queridos aun cuando su reproducción no ofenda a quienes eran sus destinatarios.

La ofensa se ha colectivizado e institucionalizado, de forma que ha trascendido a la vulneración de aspectos relacionados con el ámbito subjetivo del individuo para pasar a convertirse en una suerte de intolerancia irracional y tribal contra expresiones que, aún no siendo constitutivas de delito, merecen mayor reproche social que otras conductas objetivamente más graves.

En España estamos empezando a recolectar los frutos de la cosecha sembrada por los promotores de la máxima «lo personal es político». Algo, por cierto, muy conveniente para los meritados, que se valen de los escándalos insustanciales que ellos mismos seleccionan y viralizan para escurrir el bulto de sus tropelías. Que la indignación política y mediática por las palabras malsonantes proferidas por unos chavales universitarios en un contexto erótico festivo haya concitado mayor consenso en la condena iracunda que el presumible indulto a quien fuera presidente y consejero de Hacienda andaluz por un delito de malversación -cuyo montante ronda los 700 millones- es buena muestra de lo que les digo.

«Así nace, crece y se reproduce la peor de las censuras, que es la que uno se autoimpone»

Lo que resulta ofensivo para el mainstream político y mediático tiene también que serlo para cualquier hijo de vecino, bajo el riesgo de ser linchado con igual o mayor intensidad que el ofensor primigenio. Es así como nace, crece y se reproduce la peor de las censuras, que es aquella que uno se autoimpone.

Lo que se viene llamando «cultura de la cancelación» es sólo el epílogo de un relato de terror cuyo preludio fue la «cultura de la victimización». Sus valedores predican que la condición de oprimido no la confiere el hecho de haber padecido discriminaciones o maltratos, sino la mera pertenencia a un colectivo que, en atención a determinados rasgos genéticos o biológicos, se autopercibe como tal. Para que me entiendan: ya no hay mujeres que son víctimas, sino víctimas porque son mujeres.

La pirámide de población que importa ahora es la que establece la jerarquía entre las distintas categorías de oprimidos, porque un hombre homosexual pobre siempre ocupará un grado inferior en el escalafón que una mujer negra no binaria. Es como una especie de baraja en la que el sexo, la raza o el género sustituyen a las tradicionales sotas, reyes y ases. Y el comodín que te descarta como víctima es, como no podía ser de otra manera, el fascismo.

El objetivo de toda esta nueva reordenación social que nos categoriza como opresores y oprimidos no es visibilizar nada, como muchos se empeñan en hacernos creer, sino permitir -a quienes pergeñan esta gran obra de ingeniería- el control de la opinión no sólo en los espacios públicos, sino también en los privados. Cuando el sentimiento colectivo de ofensa adquiera por fin entidad institucional, serán los activistas políticos quienes diseñarán el conocimiento y guiarán el debate. La dictadura de lo políticamente correcto se ha cansado de habitar en los escaños y altavoces mediáticos: ahora busca instalarse en sus libros, en su mesa, en sus redes sociales y hasta tumbarse en su cama. 

«Los políticos y medios que imparten sermones morales recuerdan a los curas que dan cursillos prematrimoniales: les falta experiencia»

Le dirán que es por su bien, que sólo pretenden educarle. Pero la diferencia entre educación y reeducación no es sólo de matiz: quieren hacer de usted el ciudadano perfecto, que piensa, opina y vota con arreglo a unos elevados cánones morales que no son practicados por sus predicadores. Porque los políticos y medios que imparten sermones moralizantes me recuerdan a los curas que dan los cursillos prematrimoniales: ambos pecan de una manifiesta falta de experiencia.

El riesgo que corre usted, estimado lector, desafiando este nuevo orden de cosas, no consiste sólo en el del ajusticiamiento público, sino también el de convertirle a usted en investigado aun cuando los hechos de los que se le acuse no sean delictivos. Porque deben saber que la Fiscalía no tiene obligación de abrir diligencias de investigación si los hechos denunciados no revisten los caracteres de delito. Abrirlas en casos como el de los cánticos del Elías Ahuja o la actuación musical de un grupo en un acto de Vox sólo evidencia la voluntad de una institución ya muy desprestigiada de participar del circo del escarnio ejemplarizante.

Es cierto que tanto nuestra Constitución, como la Declaración Universal de Derechos Humanos, consagran la libertad de expresión y de opinión. Pero las libertades se convierten en papel mojado si los poderes públicos no las garantizan y los ciudadanos acceden de buena gana a confinar su uso. Primar los sentimientos de los ofendidos a las libertades de los ofensores construirá una sociedad infantilizada, habitada por seres incapaces de lidiar con la frustración, que caerán rendidos ante los cantos de sirena simplistas de una clase política cada vez más mediocre. Y revertir eso es muy jodido, por no decirles que casi imposible.

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