THE OBJECTIVE
Miguel Ángel Quintana Paz

Cómo leer un ensayo (y sacarle partido)

«Los buenos libros nos incomodan, lejos de hacérnoslo ‘pasar bien’; y nos quitan la razón, nos la desafían, nos dicen cosas que jamás imaginaríamos (o nos las dicen como jamás imaginaríamos)»

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Cómo leer un ensayo (y sacarle partido)

Gustave Courbet | National Gallery of Art

Resulta fácil distinguir un ensayo de una novela: es ese libro para el que no conviene esperarse a que salga la película. Tengo para mí, sin embargo, que cada vez más gente lee ensayos de manera más equivocada. ¿A qué me refiero?

Comencemos por constatar, contra cualquier apocalíptico, que nunca se ha leído tanto en el mundo como se lee hoy. Pero, y ahí acierta el citado apocalíptico, también habremos de reconocer que la mayoría de lo legible (wasaps, tuits, pies de foto en Instagram, eslóganes publicitarios…) requiere apenas unos pocos segundos por nuestra parte: interpreto las letras escritas, siento si estoy de acuerdo o no con lo dicho, paso a otra cosa (posiblemente, a responder con igual celeridad).

Acostumbrados a proceder así, parece inevitable que tal hábito se desplace a otras lecturas. Sí, de acuerdo, cierto es que cuando uno toma un libro de la estantería «Filosofía griega» no espera acabárselo con igual rapidez con que leyó el anuncio que lo publicitaba. El primer paso del proceso tripartito que hemos descrito antes (interpretar letras/sentir agrado o desagrado/pasar a otra cosa) ya sabemos que será más prolongada. Ahora bien, ¿estamos dispuestos a cambiar también la segunda parte de ese proceso, lo de inmediatamente juzgar?

Para mi sorpresa, cada vez constato que es más difícil encontrar gente que sepa desprenderse de ese segundo paso. Alguien empieza a leer una columna y, si no le gusta lo que dice el autor en el segundo párrafo (por ejemplo, si este escribe «wasap» en lugar de «WhatsApp», aun siendo ambos correctos), inmediatamente ya sabe que «discrepa» del autor. Uno comienza a leer la Monadología de Leibniz y, si choca de repente con una idea que le resulta extraña, al instante sabe que «discrepa» de tal pensador alemán. Otro se pone con la lectura de la Biblia, y en cuanto se topa con Yahvé haciendo cosas raritas (encargar a Abraham que le sacrifique a su hijo, por ejemplo), de inmediato concluye que «discrepa» de lo que expone la Escritura.

Y aún hay más. Esas tres reacciones suele verlas quien así procede como muestra de que «es que soy una persona muy crítica». Lo cual resulta pasmoso, claro, pues ser crítico consiste precisamente en adoptar la actitud opuesta. No, contra lo que te ha dicho tu profesora progre o esa masculina voz susurrante del anuncio de perfumes, no eres «más crítico» ni sabes mejor «lo que de verdad quieres» cuando rechazas raudo cuanto te suene mal. Voy a explicarte que en realidad las cosas funcionan al contrario.

Mas permíteme antes hacer una pregunta un tanto rimbombante: ¿para qué leemos ensayos, libros de filosofía clásica o venerables textos de antiguas tradiciones religiosas? Desde luego, no para entretenernos (cosa que bien podría lograr una videoconsola) ni para que nos den la razón (cosa que con tu abuela también conseguirías). De hecho, atinaríamos más si dijésemos lo contrario: los buenos libros nos incomodan, lejos de hacérnoslo «pasar bien»; y nos quitan la razón, nos la desafían, nos dicen cosas que jamás imaginaríamos (o nos las dicen como jamás imaginaríamos). Por eso no puedes leerlos pensando todo el rato «Oh, coincido con esto» o «Uy, con esto otro discrepo yo».

La actitud que deberás adoptar se parece más, por mucho que te desconcierte, a la que asumimos al leer una buena novela. Nadie gozará del Quijote si está de continuo preguntándose si le parecen verdaderas o no las peripecias que relata Cervantes. Nadie disfrutará las historias de Harry Potter si una y otra vez se recuerda a sí mismo «Oh, bueno, pero eso de hacer magia es imposible, que lo sé yo». Aceptamos de entrada lo que el escritor nos narra: los expertos llaman a esto, desde Coleridge, «suspensión de la incredulidad». Lo cual no significa que al cerrar el libro embistamos, lanza en ristre, contra los molinos; o busquemos comprarnos una varita idéntica a las de Hogwarts, confiados en sus poderes. Significa solo que prestamos durante un rato nuestra confiada mano a la obra literaria, deseosos de ver hasta dónde nos quiere conducir.

Y bien, no debería ser muy distinta nuestra actitud ante un ensayo. Decía el propio Leibniz: «Apruebo prácticamente todo cuanto leo». ¿Significa eso que con el mero leer a sus rivales empiristas, o las cartas iracundas de sus enemigos newtonianos, el pobre Leibniz se deshacía ante ellos y de repente echaba al traste casi todo su pensar? Bien sabemos que no fue así.

De hecho, si algo caracteriza a los grandes filósofos (y Leibniz sin duda se cuenta entre ellos) es justo lo muy críticos que son. Nos topamos aquí, entonces, con el asunto que antes dejamos pendiente: en qué consiste en veras eso de «ser crítico», más allá de lo que te dicen los anuncios de colonia o esa profesora un poco hippie que te tocó en bachillerato. Resulta que ser crítico no es estar continuamente pensando «Esto me gusta/esto otro no». De hecho, es fácil que, cuando así actúas, en realidad estés siendo manejado por habilísimos manipuladores, que en la publicidad, o la educación, o la política ya se han ocupado de condicionarte para que te gusten unas cosas u te repelan otras. Por mucho que a veces salivara y otras veces no, está lejos de ser un modelo de «pensamiento crítico» el perro de Pávlov.

Leibniz, en suma, nos está explicando qué actitud debes adoptar ante un texto de cierta enjundia (no hace falta que la asumas, pues, ante los textos de, digamos, un Antonio Maestre; pero, ahora en serio, ¿por qué querrías leer algo de Antonio Maestre?). En principio, ante un clásico debes dar por descontado que el autor es razonable; que lo que cuenta tiene su lógica; que si algo te parece estúpido, probablemente el problema sea tuyo al comprenderlo, y que convendría detenerte en ese pasaje un rato más. Eso es lo que significa el «Apruebo cuanto leo» leibniziano; y es lo que expertos más recientes, como Davidson o Gadamer, han denominado «principio de caridad». Dales chance a los clásicos: solo así comprenderás de veras lo que les lees.

Y, justo entonces, cuando ya hayas conversado a través de los libros con los muertos, como diría Quevedo, o con los mejores de entre los vivos; cuando les hayas concedido la oportunidad de expresarse (¡aunque te habría bastado cerrar el libro para acallarlos de un plumazo!); cuando ya sepas lo que de verdad dicen, entonces podrás juzgar qué es lo que te han aportado. ¿Poco, mucho, nada? Llamamos «ser crítico» a ese juicio final.

Que espero que no sea demasiado severo con esta estival tribuna en el caso de usted, su amable lector. A quien en todo caso me permito recordar, con los citados Davidson y Gadamer, lo ventajoso que es para todos el repartir, pródigos, una copiosa caridad.

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