THE OBJECTIVE
Ángel Aponte

Cuando medíamos el mundo con varas

«Los españoles medían el mundo con varas, también los reinos y los estados, la anchura de las cañadas, los términos municipales, las jurisdicciones, los manteles, las plazas de los pueblos, las casas y las fincas»

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Cuando medíamos el mundo con varas

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Una vara medía entre 768 y 912 mm y se subdividía en tres pies o, si se prefiere, en cuatro palmos o cuartas. La cuarta equivalía a doce dedos y el dedo a dieciséis ochavas de dedo. Y, además, dos codos hacían una vara. Las medidas podían variar según el marco que se tomase como referencia. De esta forma, la vara de Burgos, que tendió a generalizarse desde 1568, era diferente a la de Aragón. En ocasiones, la medida de la vara a utilizar se labraba en pilares, columnas o sillares de las plazas como encontramos en Jaca, Sos del Rey Católico, Almendral o Zafra. Así, en caso de duda o suspicacias en los tratos y contratos, se comprobaba de manera pública y notoria si lo que se había comprado era lo que tenía que ser o si, en cambio, había alguna merma, ya fuese por error o por malicia. Bastantes sisas había ya impuestas por la Real Hacienda y los impuestos de Millones.

Los españoles medían el mundo con varas, también los reinos y los estados, la anchura de las cañadas, los términos municipales, las jurisdicciones, los manteles, las plazas de los pueblos, las casas y las fincas. Servían para calcular la altura de las torres y para tasar el precio de los pinos, como los doce ducados que se pagaban en 1622 por uno, del Pinar del Duque, de diez varas de alto. Con la vara se iniciaban y sostenían los linajes de mercaderes que, a fuerza de medir bocacíes, bretañas, bayetas y anascotes, llegaban a una decorosa holgura e incluso a fundar vínculos y capellanías. Hasta Felipe II, nos dijo Gracián, «no perdiendo un palmo de tierra ganó a varas el cielo». La vara era también símbolo de autoridad y de justicia, propia de alcaldes mayores, de alcaldes ordinarios y de Hermandad, entre otros oficios, pero de esto nos ocuparemos en otra ocasión. Ahora nos limitaremos a las varas de medir.

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Foto: Alberto Ortiz de Zarate | Flickr

La vara era también una medida indispensable en el gremio sartorial. Así se demuestra en la obra de Juan de Alcega, natural de Guipúzcoa, que escribió hacia 1580, un Libro de Geometría, práctica y traça. Fue, al parecer, el primer tratado de sastrería publicado en España. Afirmaba Alcega que con la vara se medía todo en Castilla, «los paños o sedas y otras muchas cosas», que su origen era el dedo y que se dividía en dozavos, ochavas, sesmas, cuartas, tercias y medias varas. Precisaba, junto a lo anterior, que las sedas tejidas en los Reinos de Castilla tenían una anchura de dos tercias y los paños finos de Segovia y otras partes «suelen tener de ordinario dos baras de marca, o anchura». En los capítulos de su libro se muestran los patrones para cortar las distintas prendas de vestir así como el paño necesario para su confección.  Todo calculado, naturalmente, en varas o fracciones de éstas. Aparecen en la obra desde los más solemnes mantos capitulares a las ropillas más modestas. Indicaba el autor que para cortar un manteo de clérigo, de una vara y dos tercias de largo, eran necesarias cinco varas de paño. O que una bandera de guerra debía ser de cuatro varas y dos tercias de largo y cuatro varas y cuarta de anchura, además de seis más de tafetán para la Cruz de San Andrés «la qual ha de ser colorada de fuerça». A todo esto había que añadir el paño restante para «los colores que el dueño dixere».

El apego a las viejas costumbres no impedía reconocer, incluso entre los espíritus más conservadores, que tanta medida distinta según el reino, provincia o pago suponía una fuente de litigios e inconveniencias que convenía remediar. Los achaques derivados de lo anterior se prueban en lo acaecido, hacia 1730, en los galeones de Filipinas cuando no se pusieron de acuerdo las partes interesadas sobre la vara a elegir para medir los cajones, fardillos, medios fardillos, cajas artilleras, marineras, grumetas y demás embalajes a embarcar con destino a Nueva España. Unos defendían el uso de la vara castellana y otros la de ribera que era la habitual en esas islas tan lejanas de la Monarquía Católica. El espacio, como es natural, siempre es valioso en los buques y la polémica dio mucho juego y peores ratos como lo demuestra el legajo, conservado en el Archivo de Indias, de más de 1.800 folios y a disposición del estudioso que quiera profundizar en este asunto.

El Antiguo Régimen, siempre reacio a la uniformidad, mantuvo por tanto, y durante siglos, una variada relación de medidas según el lugar y la costumbre. En tiempo de Isabel II, el notario de Colmenar de Oreja, don Ramón Juan y Seva en su Recopilación de todas las medidas agrarias de España (Imprenta M. Rivadeneyra, 1863) confeccionó unas tablas con las equivalencias entre un sinfín de medidas, ya olvidadas hoy, y el sistema métrico decimal. En sus páginas se mencionan los ferrados, las ferradas, los almudes, las aranzadas, las robadas, las peonadas, las fanegadas, los celemines, los marjales, las cahizadas, las sogas, las cuerdas, los estadales, los copelos, los carros, las tahullas, los días de bueyes, las besanas, las uvadas, los pies de manzano, las huebras y muchas más. También incluyó un método de gran utilidad para calcular las arrobas de vino, agua o aguardiente que cabían en una tinaja según su dimensión en dedos de anchura y mitad de altura. No debió de ser libro fácil de escribir y está elaborado con el rigor y la seriedad que siempre se esperan de un buen notario. Como prueba de lo dicho, lo dedicó «al notariado español» y se podía adquirir previo pago de diez reales en la librería de Hurtado, en la calle de Carretas de Madrid, en la portería del Colegio Notarial, ubicado en la calle de Alcalá número 10, o en la casa del autor, en Colmenar de Oreja.  También por correo mediante carta franca «incluyendo diez y siete sellos de franqueo o una libranza contra correos». Ante todo la formalidad y a cada uno lo suyo.

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Foto: Jocelyn Erskine-Kellie | Flickr

Al notario de Colmenar de Oreja le habría gustado conversar y pasear por las alamedas con don Felipe Medrano, un caballero de Santiago que vivió en Madrid en el siglo XVIII y también muy preocupado por las medida de las cosas. Pertenecía a un tiempo, como bien nos recuerda Paul Hazard, en el que los elegantes que querían agradar a sus amadas les enviaban, de regalo y para quedar bien, insectos raros para que fuesen el orgullo de sus vitrinas. Don Felipe escribió en 1745 un tratado titulado Solución general, y natural a uno de los más célebres, y más difíciles problemas de la aritméthica nombrado quadrados mágicos cuyo manuscrito se conserva en la Biblioteca Nacional de España. No contento, compuso además unas Tablas de reducción que comprehenden quantas comparaciones pueden hacerse entre el Pie, y Vara de Castilla, y Pie de Rey, y Toisa de París en longitud y peso. Dedicó su obra a don José de Carvajal y Lancaster «temiendo que por su pequeñez le desprecie la grandeza de Vuestra Excelencia pues el Sol igualmente reparte sus rayos a la encumbrada cima del Olympo, como a lo abatido de los valles». No sabemos si el estadista leyó el libro pues bastantes ocupaciones tenía ya con anticiparse y vigilar las intrigas y movimientos de ingleses y franceses. Pero sigamos con don Felipe Medrano cuya convicción le hizo declarar que «quanto ha creado, y crea la Divina Sabiduría, consta de número, peso y medida» y que «el buen régimen, y gobierno del género humano consiste en su conocimiento». Nuestro caballero estableció equivalencias entre distintas medidas y comparó las usadas en Castilla con las de París y otras más. Confeccionó, con este objetivo, unas tablas de complicada composición. Debieron de costarle un mar de desasosiegos y no pocas noches en blanco. Todo por pura afición y ejecutado con simpática excentricidad. Entre otros hallazgos, dejó escrito en su tratado que 100.000.000.000 varas equivalían a 300.000.000.000 pies. No contento con estos penosos cálculos, asumió el empeño de probar el peso exacto del pie cúbico de Castilla y mandó que le trajesen, para efectuar sus experimentos, cargamentos de agua, madera de pino y piedras, como la roqueña «que es bien sólida» y la de Colmenar «porque se hallan en su centro muchos huecos». También ladrillos, unos más cocidos y otros menos pues decía que, según la posición en que se colocaban en el horno, al final unos pesaban más que otros. Es posible que, a pesar del espíritu del siglo, su familia y amigos atribuyesen estas raras preocupaciones a extravagancia de ánimo pues don Felipe, como aristócrata que era, podría haberse dedicado a servir al Rey, a la administración de su hacienda, a criar perros y caballos o a no hacer nada pues la ociosidad, aunque ya comenzaba a ser censurada en esos años de ilustración y luces, todavía estaba bien vista entre el señorío. No era nuestro caballero de esa pasta.

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