THE OBJECTIVE
Gregorio Luri

Desenterrando a Pemán

«Hoy quiero abrirle de par en par las puertas a un gran escritor gaditano, sin duda, uno de los más finos articulistas de nuestra prensa, José María Pemán (1897-1981). Él que se definía a sí mismo como ‘un hombre triste que dice cosas alegres’»

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Desenterrando a Pemán

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Cuando comencé a escribir en El Subjetivo, hace ya cinco años, me propuse recoger generosamente en mis artículos las voces relevantes de nuestro pasado, porque si bien somos destinatarios de una valiosísima herencia, para recibirla hay que pleitear contra la desmemoria; especialmente contra la desmemoria selectiva.

Hoy quiero abrirle de par en par las puertas a un gran escritor gaditano, sin duda, uno de los más finos articulistas de nuestra prensa, José María Pemán (1897-1981). Él que se definía a sí mismo como «un hombre triste que dice cosas alegres», le hacía confesar a su Séneca que «no hay progreso que no se cumpla devorando nostalgias». Quizás por eso disfrutaba tanto subrayando las pequeñas venganzas que el humanismo se toma de vez en cuando con la técnica.

Era un cristiano de firmes convicciones, reforzadas por la inapelable evidencia de que, gracias a la cantidad de horas extras que nos dedica la Providencia, España se mantiene en pie. Fue, ciertamente, franquista, porque veía en Franco la posibilidad de esterilizar las veleidades republicanas de la Falange. Pero, como gaditano de pura cepa, hiciera lo que hiciese, siempre se traslucía en él un fondo liberal e irónico que ponía muy nerviosos a sus enemigos de intramuros o de extramuros del «Régimen». Veamos algún ejemplo.

En los primeros años treinta del siglo pasado dio un sonado discurso en unos juegos florales celebrados en Vitoria que poseían un marcado carácter euskaldún. Pemán, que iba a lo que iba, defendió sin complejos la unidad de España y la monarquía… entre protestas ensordecedoras. Al finalizar, la reina de las fiestas lo increpó diciéndole:

Como marxista que soy, debo decirle que ha estado usted intolerable.

Tras inclinarse reverentemente ante ella, Pemán le contestó:

Soy tan monárquico, señorita, que acepto cuanto me dice una Realeza, aunque sea tan efímera como la de usted.

En Madrid fraguaba con un grupo de intelectuales una nueva revista y, buscando orientación acudieron a Eugenio d’Ors.

En primer lugar, busquen el título -les aconsejó el filósofo- y manden hacer papel timbrado.

Ante las sonrisas que provocaron sus palabras, añadió:

No olviden que el evangelio de mil empresas memorables se inicia así: «En el principio fue un membrete».

Le pidieron también consejo a don Eugenio sobre la conveniencia de integrar en el consejo de redacción a algún matemático ilustre, como Terrades o Ruiz Pastor.

Les temo un poco a los matemáticos -les contestó-. Terrades me envió un folleto dedicado. Yo algo entiendo de matemáticas y me decidí a ojearlo. En una página decía así únicamente: «Y si la catenaria fuera plano entonces». Y seguían seis cuartillas de fórmulas encrespadas. Excuso decirles que me alegré muchísimo de que la catenaria no fuese plano, porque era horrible lo que en ese caso ocurriría.

Esta anécdota me trae al paladar aquella ocasión en que Moyano se interesaba en la tribuna de oradores de las Cortes por lo que hubiera ocurrido de no haberse producido la revolución del 68. Sagasta le contestó: «S.S. me recuerda lo que le pasó a uno que se entretuvo toda su vida escribiendo una obra de muchos volúmenes para demostrar los milagros que hubiera hecho un santo, si tal santo hubiera venido al mundo». Julián Besteiro, siendo presidente de las Cortes republicanas, recogió esta ironía para contestar a un diputado que hablaba con mucho énfasis de las cosas que haría si fuera ministro: «La exposición que S.S. ha hecho me recuerda un librito que en una ocasión encontré en una librería de lance. Se titulaba: Relación de los milagros que habría realizado San Antonio de Padua si hubiera desembarcado en Lisboa».

Volvamos a Pemán.

Tras una reunión de conspiradores monárquicos en casa del Marqués de Quintanar, anotó en su cuaderno:

«Ramiro de Maeztu, siempre en vibración patética, exclama: ‘Si hay nuevas quemas de conventos es preciso que haya mártires; tenemos que tirarnos a las llamas uno de nosotros».

Réplica de Sainz Rodríguez: «¿No sería mejor, don Ramiro, tirar a uno de los otros con un carnet de Acción Nacional en el bolsillo y decir así que es de los nuestros? Tenemos un mártir y de balde».

Comentando un viaje de Franco a Cataluña en lo años 40 vuelve a refugiarse en sus notas personales: «el viaje del Caudillo por Cataluña, según la prensa ha sido ‘apoteósico’. ¿No es esta la última manifestación del ‘separatismo’ catalán? Aplaudir cuando el resto de España murmura… Por lo menos, sin broma, se ha revelado, una vez más, la insolidaridad catalana con los problemas centrales».

Gracias a estos escritos sabemos que Franco mandó un día anotar en el parte ordinario: «Sienta plaza en esta bandera el legionario Pedro Pérez». Este Pedro Pérez era chica, una cantinera que disfrutaba acompañando a la tropa en sus marchas.

En estos escritos informales y privados topamos también con este chiste: «muere el autócrata, se trata de buscar la tumba a la medida de su inmensa persona.» ¿Una pirámide en Egipto? ¿O el sarcófago napoleónico de los Inválidos en París? Hasta que uno arriesga: ¿Y por qué no el Santo Sepulcro de Jerusalén? Lo intentan. Pero el intento se abandona cuando aparece un leguito de la Comunidad guardadora del Sepulcro, e insinúa con humildad y tono mate: «hagan lo que quieran, pero les advierto que aquí se resucita al tercer día».

Y, una vez entrados en muertes, concluyamos con la de Ortega. Pemán recordó que la censura obligó a la prensa a referirse a Ortega en sus necrológicas como «escritor» y no como «filósofo». Sin embargo, a su entierro acudieron varios ministros. Pensando en lo sucedido, comenta: «España es una autocracia corregida por la amistad. (Caso de Alfaro y Sánchez Mazas abrazando a Miguel Hernández condenado a muerte). En la hora de la muerte nadie se atreve a objetar. Españolísimo».

Es cierto. Españolísimo. Tanto como el instantáneo y abisal olvido al que arrojamos al difunto una vez cumplido el ritual de las pompas fúnebres. Es el caso de Pemán.

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