El palacio encantado
«Roger Corman acaba de morir. Le estoy agradecido por su labor de director y productor de películas buenas, regulares o abominables, pero siempre baratas»
Hace cincuenta años, cuando estaba en París, me escapaba de nuestra tertulia en la Boule d’Or presidida por Agustín García Calvo, cruzaba Saint Michel, y me iba a un cine pequeñito en la calle Saint Severin, rodeado de kebabs. La sala estaba especializada, digámoslo así, en películas de terror… como yo. Fue allí donde vi por primera vez The Haunted Palace, que luego se estrenó en España como El palacio de los espíritus. El título y la cita inicial estaban tomadas de un poema de Edgar Allan Poe, pero en realidad se trataba del primer intento de llevar al cine un relato de Lovecraft (El extraño caso de Charles Dexter Ward).
La película está protagonizada, como es de rigor, por Vincent Price, acompañado por Debra Paget y Lon Chaney Jr. Se me olvida lo que almorcé ayer pero esas cosas no se me borran de la memoria: el cine diminuto y polvoriento con unos cuantos frikis de mi estilo salteados por las filas, el gran Vincent poniendo sin esfuerzo su mejor cara de brujo perverso en la pantalla, seres deformes por las calles brumosas de Dunwich y una especie de rana gigante a punto de saltar de un pozo en el sótano del palacio (no salía del todo, solo se la veía un momento porque no hubo presupuesto para más)… Y yo solo, con ventipocos años, tiritando de felicidad en la noche del Barrio Latino. ¡Ah, se me olvidaba! El director de The Haunted Palace fue Roger Corman.
«No me proclamo amigo del gran Cary Grant pero sí de Dana Andrews, ni del insuperable Dreyer pero sí de Fritz Lang»
Alguna vez Borges habló de «uno de esos amigos que me ha dado la literatura», no sé si refiriéndose a Stevenson o a Chesterton. Yo hablaría de los amigos que me ha dado el cine entre actores y directores. No se trata de los más grandes, de los que han aportado genialidad indiscutible al séptimo arte, a esos los admiramos mucho pero resultan siempre un poco intimidatorios para que nos atrevamos a tenerlos por amigos. En cambio con los otros tenemos más familiaridad, reconocemos sus fallos o sus excesos con tolerancia y casi con agradecimiento, reconocemos más su presencia delante o detrás de la cámara que su mérito: no los juzgamos ni les exigimos nada, solo les queremos.
Cada aficionado al cine (por supuesto solo hablo de ellos, los amantes de fin de semana abstenerse) suele tener sus propios amigos, que no tienen por qué coincidir con los de su vecino y es difícil explicar esas amistades, salvo que se recurra a la fórmula de Montaigne: «Porque él es él, porque yo soy yo». Solo puedo decir que no me proclamo amigo del gran Cary Grant pero sí de Dana Andrews, ni del insuperable Dreyer pero sí de Fritz Lang. Y así todo… Entre esos amigos figura destacadamente Roger Corman, que acaba de morir a los 98 años. Siempre le estoy agradecido por su labor de director, de productor y de protector de películas tanto buenas, como regulares o francamente abominables, pero siempre baratas.
«Hay en todo el cine que tocó Corman algo festivo, juerguista, que desarma al crítico»
Nunca se permite aspavientos de nuevo rico, o de viejo rico como Francis Ford Coppola. Hay en todo el cine que tocó algo festivo, juerguista, que desarma al crítico (y a los que no se desarmen que les den), algo como lo que nos hace disfrutar del tiovivo sin pedir que los caballitos giratorios estén esculpidos con realismo irreprochable. Cuando Le Nôtre, genial diseñador de los jardines de Versalles y famoso por su implacable buen gusto, mostraba su obra a Luis XIV que le respetaba como a nadie, tenía que escuchar de vez en cuando la tímida objeción del monarca: «Añada un poco de infancia a su proyecto…». Es un consejo que sin duda nunca hizo falta darle a Roger Corman, a quien le gustaban las películas sangrientas y estremecedoras pero con su poquito de infancia dentro. Siempre se lo he agradecido…
Ella y yo nos disponíamos en el sofá a ver nuestra peli nocturna. Si el nombre de Roger Corman aparecía como director o productor, cruzábamos una mirada cómplice y una medio sonrisa: ya tú sabes… Luego entrábamos juntos en el palacio encantado.