THE OBJECTIVE
Fernando Savater

Europa en danza

«Hay que ser un bobo mayor para no haber visto desde el día menos uno –desde la mismísima fagocitación de Crimea– lo que nos jugábamos en Ucrania»

Despierta y lee
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Europa en danza

Montaje de Donald Trump junto a Vladímir Putin. | Artem Priakhin (Zuma Press)

En un antiguo libro mío, que hoy me resultaría un doloroso castigo releer, comencé un capítulo poniendo como epígrafe una máxima de Marco Aurelio (todos los filósofos o cuasi-filósofos sentimos simpatía por Marco Aurelio porque siendo emperador hubiera preferido ser filósofo, lo contrario de lo que nos pasa a nosotros): «El arte de vivir se asemeja más a la lucha que a la danza». Sabiendo que Marco Aurelio era lo que hoy llamaríamos quizá un intelectual, pero desde luego en ningún caso un belicista ni un fanfarrón, esta advertencia resulta significativa: aunque escribía sus reflexiones para sí mismo, el emperador sabía que su posible público eran los romanos y que éstos, por decadentes que estuviesen, no eran desde luego un pueblo de cobardes.

Estoy convencido de que un par de centurias con un Escipión a la cabeza darían un vuelco al frente de Ucrania. Si Marco Aurelio consideró necesario recordar a sus compatriotas –en realidad a sus semejantes, porque escribía para todos los humanos– que aunque la danza fuese apetecible la lucha era la tarea irrenunciable, fue porque le pareció que sus compatriotas estaban últimamente demasiado bailarines. Desde el punto de vista psicológico, y Marco Aurelio tampoco fue mal psicólogo aunque no demasiado sofisticado, resulta más civilizado sentir afición por la danza que por la lucha. Pero de ahí viene la urgencia del aviso que lanza, probablemente para prevenir a quienes más se le asemejan: los que mayor afición sientan por la danza más disfrutarán de la vida, pero quienes prefieran luchar mejor la conservarán.

Los grandes países europeos (y recordemos que en su día ninguno fue mayor que España) en general atendieron la máxima de Marco Aurelio y cultivaron el arte de la lucha más que el de la danza, aunque no olvidaron tampoco las gracias del salón. Pero poco a poco la lucha fue perdiendo su prestigio y en cambio los juegos, artes y bailes fueron adquiriendo el punto más alto en el escalafón de la respetabilidad. Todavía don Quijote, europeo del primer país del mundo pero de ideas más bien medievales, cuando compara las armas y las letras en un discurso célebre se inclina por reconocer la mayor importancia de las primeras para mantener una vida colectiva justa y libre.

Pero a partir del Siglo de las Luces los mayores talentos abandonan los combates y prefieren las investigaciones. Si fracasan los intentos de mejorar el mundo extirpando por la fuerza el mal, lo más aconsejable es refugiarnos en la vida privada y cultivar pacíficamente nuestro jardín. Y no es que dejase de haber conflictos sangrientos intereuropeos y de los reinos de Europa con sus colonias ultramarinas, pero esos ejercicios bélicos eran apreciados por su rentabilidad indiscutible y no por su elegancia social. Los grandes generales eran admirados y sobre todo temidos, pero se prefería a pintores y músicos aunque viviesen en la pobreza. Cuando Federico de Prusia estaba reunido con sus más altos dignatarios, que tenían derecho a mantener el sombrero puesto frente al Rey, de vez en cuando exigía: «Señores, a descubrirse. Ha llegado Juan Sebastián Bach».

La gloria guerrera fue cosa de bárbaros, no de espíritus refinados. Quizá Inglaterra, orgullosa de su heroica insularidad inexpugnable, fue la última tierra donde la lucha que conserva la libertad fue más estimada que cualquier otra virtud artística. De ahí la permanente nostalgia por Churchill, que prometió sangre, sudor y lágrimas, pero también la independencia de oscuros poderes invasores. Never surrender! Pero ese espíritu indomable ya no lo vemos por ninguna parte en nuestros países.

«Entregar Ucrania al dragón ruso es tan prudente como alimentar a un tigre ‘man-eater’ con despojos humanos»

A pesar del coraje de Churchill, la guerra contra Hitler se ganó gracias a la intervención norteamericana, como había sucedido antes en la Primera Guerra Mundial. Fueron los jóvenes yanquis los que regaron generosamente con su sangre las playas de Normandía y salvaron las libertades de los europeos, que habían mercadeado con ellas en Múnich. Y también fueron los norteamericanos los que detuvieron la expansión comunista en Asia, en Hispanoamérica y desde luego en Europa. Sus métodos no fueron siempre dulces o aceptables para las almas socialdemócratas, por eso en países como el nuestro les granjearon más antipatías que agradecimiento. Aquí queríamos seguir bailando, no empezar a luchar. Eso justifica el dictamen del historiador Robert Kagan de que los americanos son de Marte y los europeos de Venus. Bueno, menos mal…

Pero el retorno de Trump a la Casa Blanca pone en duda el combativo Destino Manifiesto que convirtió a los USA en flagelo de las expectativas totalitarias. Hemos cambiado de sheriff en la película histórica que hoy interpretamos, ya no está el excelente Ronald Reagan –que tanto indignaba a los imbéciles– ni el enérgico Wojtyla en el Vaticano, ni el comprensivo Gorbachov: ahora se ha estropeado el panorama y no sabemos bajo qué alas refugiarnos. Entregar Ucrania al dragón ruso es tan prudente como alimentar a un tigre man-eater con despojos humanos.

Hay que ser un bobo mayor para no haber visto desde el día menos uno –desde la mismísima fagocitación de Crimea– lo que nos jugábamos en Ucrania. Pero nada, para ellos el apoyo incondicional a Ucrania era un error: para esos adivinos mejor largar cuerda a Putin para que juegue a su gusto. Señor, Señor, teniendo biempensantes de tanto talento, para qué necesitamos pagarnos malvados. Y ahora resulta que Trump nos ha salido rana, que como todos los bravucones que hemos conocido está deseando postrarse ente un bruto mayor: no «Hagamos a América grande de nuevo» sino «Aislemos a América de nuevo para no tener que afrontar los gastos y riesgos de cuando fuimos protectores de la libertad en el mundo».

Adiós, Marco Aurelio. Tú nos enseñaste que hay que abandonar el mundo sin alharacas, como quien sale de una habitación con atmósfera demasiado cargada: «Hay mucho humo, me voy».

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