THE OBJECTIVE
Daniel Capó

El gusto por la lengua

Los contrastes definen al hombre y a la sociedad. Los romanos distinguían a los patricios de la plebe, aunque ambos formaban un solo pueblo, unido bajo las siglas SPQR. Tocqueville, en los albores de la democracia, observó también la tensión que latía entre el espíritu aristocrático de las viejas élites y el instinto igualitario que instigaba el deseo del pueblo llano…

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El gusto por la lengua

Los contrastes definen al hombre y a la sociedad. Los romanos distinguían a los patricios de la plebe, aunque ambos formaban un solo pueblo, unido bajo las siglas SPQR. Tocqueville, en los albores de la democracia, observó también la tensión que latía entre el espíritu aristocrático de las viejas élites y el instinto igualitario que instigaba el deseo del pueblo llano, de modo que en el nuevo ciudadano de la república coexistirían –no sin fricciones– dos almas que se alimentaban mutuamente. Un ejemplo clásico lo encontramos en la educación francesa, que tomó del Gran Siglo su gusto por la exquisitez de la lengua. Si los reyes y su corte de nobles y hombres cultos habían dado forma a la alta cultura, «la República –escribe Pierre Manent– quiso imprimir en el corazón de todos los niños franceses la lengua del rey». El estilo (los modales, el refinamiento, la civilización…) es el hombre mismo, nos dirá el conde de Buffon. También la democracia es deudora de esta regla, que pone en contacto a los pocos con los muchos, al mérito con la igualdad.

Nuestra vida política, nuestra capacidad de pensar, nuestro amor por un país y por sus gentes no se pueden separar del respeto a las palabras ni del gusto por la lengua. La democracia es hija de la cultura y de sus valores, y estos a su vez dependen del cuidado del idioma. Inmersos en una crisis de Estado que se ha caracterizado por la caída de todos los estándares que definían la conversación pública, recuperar el sello republicano de la educación –es decir, aristocrático y burgués– supone un paso imprescindible en la normalización de un país que se quiere abierto y plural, moderno y solidario. Al final, son las instituciones y la cultura las que construyen la democracia. Las instituciones, porque protegen el juego democrático; la cultura, porque sostiene el debate social y dota de sofisticación a sus demandas. Ambas nos mejoran y nos enaltecen. Ambas dependen, ante todo, de la calidad de la lengua.

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